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Sara Montiel, la diva con labios de Dior que perdió un millón y un 'babero' de esmeraldas en un avión
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Sara Montiel, la diva con labios de Dior que perdió un millón y un 'babero' de esmeraldas en un avión

En su casa era Antonia, pero en cuanto cruzaba el umbral del portal de su domicilio de Núñez de Balboa era Sara Montiel, la diva. Dejaba

En su casa era Antonia, pero en cuanto cruzaba el umbral del portal de su domicilio de Núñez de Balboa era Sara Montiel, la diva. Dejaba de ser la venerable anciana octogenaria que se quejaba de su artritis y de que ciertos amigos ya no la visitaban, y se convertía de nuevo en la dama alegre encantada de recibir los piropos del sector masculino de su barrio. No era para menos. La actriz Sara Montiel dio al cine en blanco y negro una pátina de color con su irrupción como figura extraordinaria en Hollywood, donde nunca apareció sin dibujarse los rabos de los ojos con lápiz de khol y los labios con el rouge de Dior, su preferido.

Nunca preguntaba por los caballeros andantes con los que compartía charla ocasional en las cafeterías de la calle Goya y que de la noche a la mañana desaparecían de su vida. “Seguro que ya están en una residencia recibiendo el amor de su familia una vez al mes, mientras sus hijos se quedan con sus pisos”, decía haciendo uso del humor negro que le caracterizaba.  

Ella lo tenía muy claro: “Yo me moriré en mi casa. No sé si sola o acompañada, pero en mi casa”, contaba en una de sus últimas apariciones públicas tras la muerte de María Asquerino, con la que compartió profesión y amantes. Las dos fueron devora-hombres, aunque en el caso de Sara más como leyenda que como realidad. En su periplo norteamericano arrasó, pero como ella decía con cierta sorna, “sin perder mi virginidad, porque a mi uno de los que me gustaba de verdad era Rock Hudson [que luego resultó ser gay]. Menuda vista he tenido siempre con ciertos hombres”, comentaba cuando su historia con el cubano Tony Hernández acabó como el rosario de la aurora.

Sara era divertida, ingeniosa, exagerada y muy novelera. Escucharla contar cómo se evaporó el millón de dólares que cobró por uno de sus contratos con Warner Bross o con United Artists era memorable. No recordaba con cuál, pero sí contaba con pelos y señales la situación. “Yo iba en primera clase, sentada en mi asiento, que era como un sillón que yo tenía en mi casa, y con el bolso sobre mis piernas. Dentro, el millón de dólares, que empecé a separar en montoncitos sobre la bandeja. Cada uno para una cosa”. Parsimoniosa escenificaba la historia como si fuera el guión de una película. “Y en esto que se abre la ventanilla de mi lado y voló el dinero. Solo pude quedarme con unos pocos billetes”. Lo narraba con tanta seguridad, que en un primer momento los destinatarios de su cuento llegaban a creérselo.

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“Me han robado el babero”

Sus viajes en avión siempre eran motivo de anécdota. En una ocasión viajaba a Nueva York con un grupo de periodistas. Iba a recibir un premio a su trayectoria por parte de los críticos de cine norteamericanos. Su marido Pepe Tous la acompañaba y, en un momento dado, saltaron las alarmas. Decía que había extraviado su collar de esmeraldas y brillantes, al que ella llamaba “el babero”, porque su diseño cubría toda su pechera. “¡Me lo han robado, lo había guardado en el bolso y no está!”. Su marido la tuvo que recordar que lo llevaba puesto, que era la manera habitual que utilizaba para trasladar las joyas cuando viajaba. El disgusto duró el rato que tardó en palparse el escote. Bajo un jersey de cuello alto estaba su “babero”.

Más tarde, en el acto de entrega del premio, apareció reluciente con su collar, sus “faros”, que no era otra cosa que una sortija con brillantes del tamaño de una nuez, y “toda la cacharrería encima, porque a éstos [refiriéndose a los neoyorkinos] les vuelven locos los brillos”. Al llegar, se acercó a la mesa de los periodistas españoles y les dijo: “Comed los panchitos y las almendras que hay en las mesas, porque no hay cena y esto terminará a las tantas”. Efectivamente, el acto acabó a una hora impensable para cenar en un restaurante medianamente bueno en Nueva York. Sara llamó a su amigo ‘El Puma’, que se presentó con su limusina y llevó a todos a un restaurante italiano que acababa de cerrar. Y lo mejor de todo fue que el cantante pagó la cena, consumiciones y traslado. “Y Pepe encantado. Ya sabéis que es muy bueno, pero muy tacaño”, explicaba Sara para que los presentes no creyeran que era una deferencia de su marido. 

En su casa era Antonia, pero en cuanto cruzaba el umbral del portal de su domicilio de Núñez de Balboa era Sara Montiel, la diva. Dejaba de ser la venerable anciana octogenaria que se quejaba de su artritis y de que ciertos amigos ya no la visitaban, y se convertía de nuevo en la dama alegre encantada de recibir los piropos del sector masculino de su barrio. No era para menos. La actriz Sara Montiel dio al cine en blanco y negro una pátina de color con su irrupción como figura extraordinaria en Hollywood, donde nunca apareció sin dibujarse los rabos de los ojos con lápiz de khol y los labios con el rouge de Dior, su preferido.