Sara Verdasco de La Rayúa: “Mis hermanos (Fernando y Ana) no valdrían para llevar un restaurante”
A diferencia de sus hermanos, Ana y Fernando Verdasco, a ella sí le gusta el mundo de la hostelería y lo demuestra abriendo un nuevo restaurante en La Latina. Una mujer valiente por naturaleza
Para hablar de los Verdasco hay que empezar por La Rayúa, la matriarca de una saga de taberneros esforzados —de la que el más conocido es Fernando, el tenista casado con Ana Boyer, pero no precisamente por sus habilidades entre fogones—. El talento gastronómico y la capacidad de sacrificio para sacar adelante el restaurante familiar —el último de varios— recae hoy sobre Sara Verdasco (Madrid, 1988), hija de José Manuel, nieta de Agustín, tataranieta de La Rayúa.
“La Rayúa era el apodo de Cándida Santos, mi tatarabuela —explica Sara Verdasco—. Acompañada de su marido, dejó atrás su aldea asturiana para encontrar una vida mejor en Madrid. Era una mujer muy valiente”. En 1870 abrió La Bola, la mítica casa especializada en cocido madrileño. ¿El secreto de su éxito? Dicen que solo usaba chorizo asturiano. “La Bola la llevan hoy mis primos. Es alucinante como, con casi 155 años de historia, sigue siendo un éxito absoluto”.
Al calor de este triunfo, La Rayúa tiró de nuevo de arrestos y billetera para abrir el también mítico Café de Chinitas, uno de los primeros tablaos flamencos de Madrid en los que se podía cenar y beber.
“La tatarabuela era una mujer de armas tomar —explica Sara Verdasco tirando de las crónicas de transmisión oral—. Solo hay que leer sobre esa época, finales del XIX, para imaginar a todo lo que tuvo que enfrentarse. Llamar La Rayúa a nuestra taberna es el mejor homenaje que podríamos hacerle”.
“Tener restaurantes es duro, difícil, y exige sacrificios constantes, pero a mí me encanta”, Sara Verdasco
La familia Verdasco siempre ha estado ligada a la restauración. El 1970, Agustín, abuelo de nuestra protagonista, abrió La Cañada en Boadilla del Monte; otro éxito arrollador. Sara, sus hermanos y sus primos se criaron en la finca en la que estaba el restaurante, rodeados de naturaleza y animales. “Teníamos una especie de medio zoológico. Vivíamos todos allí y sí, se puede decir que crecí entre fogones y pucheros. A diferencia de mis hermanos, a mí siempre me ha gustado la hostelería, mucho. Es un mundo duro, difícil, de sacrificios constantes, pero a mí me encanta”.
De Majadahonda a la Luna
En 2014, José Manuel Verdasco —padre Sara, Fernando y Ana— inaugura La Rayúa en Majadahonda para homenajear a su bisabuela, encontrar su propio camino y construir un futuro para sus hijos. Después llegó La Rayúa del número 3 de la calle Luna, muy cerca de Gran Vía.
De todos estos negocios, hoy solo permanece abierto el de la calle Luna, con Sara al frente, liderando una personal reconquista de la capital que ha comenzado esta misma semana con la apertura de una nueva Rayúa en el número 4 de la calle Tintoreros, en el corazón del barrio de La Latina.
¿Qué tal lleva tu padre la jubilación?
Mi padre no sabe estar quieto, no sabe parar, es mi principal pelea con él. En verdad, le entiendo, porque cuando has llevado una vida frenética, metiendo horas y horas sin parar, supervisándolo todo, atendiendo a los clientes, estrechando lazos con ellos, no es fácil parar.
¿Y a Fernando y a Ana nunca les ha dado por los restaurantes?
Nada. Nunca. Mi hermano, desde chiquitito, tenía claro que lo suyo era el tenis y, la verdad —dicho con todo el amor del mundo—, tampoco valdría para esto. Él siempre ha tenido muy claras sus prioridades. Eso sí, siempre está ahí, apoyando en lo que haga falta.
Y Ana, lo mismo, siempre ha tenido claro que lo suyo era la moda y el estilismo. En alguna ocasión intenté convencerla para que me echase una mano, pero no hubo manera. No les gusta nada la hostelería, me han dejado completamente sola. (Risas).
Los que trabajamos en La Rayúa somos como una familia. Llevamos muchos años juntos. Los más jóvenes son hijos o familiares cercanos de gente que trabaja o ha trabajado aquí. Uno de los camareros lleva con nosotros desde que yo tenía 4 años; a veces, si le riño, me dice: “Tú, calla, que te he visto crecer”. (Risas). Y yo, ¡eso no vale! (Risas).
¿Siempre has sido la mano derecha de tu padre?
Siempre. Empecé a trabajar con él en el Café de Chinitas con 16 años. Estudiaba publicidad y relaciones públicas y los fines de semana, o cuando hiciese falta, echaba una mano y me ganaba un dinerillo. Mi padre me hizo pasar por todos los puestos, quería que entendiese el negocio a la perfección para, sobre todo, tener realmente claro donde me estaba metiendo.
Terminé los estudios, pero nunca he ejercido. Siempre he estado junto a mi padre y, ahora que él se ha jubilado, me toca a mí estar al frente.
¿Qué se cocina en La Rayúa?
Mantenemos la tradición familiar del cocido. Es nuestro plato estrella y lo cocinamos como siempre: con carbón y en pucheros de barro; a fuego lento y con mucho amor, como el de la tatarabuela.
Me preguntan mucho por qué sigo usando carbón, con lo incómodo que puede llegar a ser, pero es que es la clave del éxito. Sin carbón, nuestros cocidos no saldrían igual de ricos. A la gente le encanta asomarse a la parrilla, ver las brasas y sentir el calor. Tenemos otras especialidades, como callos, manitas de cerdo, rabo de toro, arroces, pescados… Y algunos platos estrella nuevos, como la pizza de ropa vieja —que está riquísima y es todo un éxito— o las quesadillas de ropa vieja. Todo gira en torno al cocido tradicional, pero con algunos toques nuevos.
En el presente boom gastronómico de Madrid, ¿qué tal os está yendo?
Genial, la verdad. Madrid está como nunca, llenísimo de gente. Nuestro público es, sobre todo, madrileño y nacional; siempre tenemos reservas de catalanes, valencianos… Los fines de semana y los festivos ofrecemos doble turno.
Las paredes están repletas de fotografías y recuerdos familiares, muchos de ellos con los éxitos de tu hermano Fernando en las pistas de tenis.
Sí, es el museíllo familiar, con toda nuestra historia, de La Rayúa llegando a Madrid a nosotros. Y muchísimas fotos de toda la gente importante y talentosa que ha comido en esta casa.
“Soy valiente, al menos lo intento, y especialista en tirarme a las piscinas que hagan falta”, Sara Verdasco
¿Cómo van tus planes de reconquista del pequeño-gran imperio hostelero de los Verdasco?
Mañana inauguramos nueva Rayúa en La Latina, en la calle Tintoreros, 4, junto a Puerta Cerrada. La familia me ha mirado un poco en plan “estás loca”, pero no pasa nada, sé que va a funcionar muy bien. Me veo como a la tatarabuela, liándome la manta a la cabeza y abriendo otro restaurante. Soy valiente, al menos lo intento, y especialista en tirarme a las piscinas que hagan falta.
¿La rehabilitación del tremendo accidente que tuviste en Miami durante tu luna de miel contribuyó a reforzar tu carácter?
Sí, sin duda. Me atropellaron cuando paseaba en bicicleta. Tuve una lesión de columna supergrave, estuve a punto de morir. Mi padre lo dejó todo para estar a mi lado, de ahí la venta de los últimos restaurantes. No fue fácil, pero salí adelante. Me recuperé y aquí estoy: ¡fuerte y feliz!
Con cinco niños en la familia —dos tuyos y de tu marido, Juan Carmona (hijo de Juan José y sobrino de Antonio, de Ketama) y tres de Fernando y Ana Boyer—, ¿cómo se presentan las Navidades?
Aún no lo sé, pero intentaremos compaginarlo todo, como siempre. El año pasado tocó Nochebuena con los Carmona, que son muchísimos, y Nochevieja con mi hermano y Ana en casa de Isabel (Preysler). Toque el plan que toque, será divertido. Siempre lo pasamos bien.
Para hablar de los Verdasco hay que empezar por La Rayúa, la matriarca de una saga de taberneros esforzados —de la que el más conocido es Fernando, el tenista casado con Ana Boyer, pero no precisamente por sus habilidades entre fogones—. El talento gastronómico y la capacidad de sacrificio para sacar adelante el restaurante familiar —el último de varios— recae hoy sobre Sara Verdasco (Madrid, 1988), hija de José Manuel, nieta de Agustín, tataranieta de La Rayúa.
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