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El desayuno de Heliogábalo
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El desayuno de Heliogábalo

Dice el Diccionario de la Real Academia Española que un heliogábalo es una "persona dominada por la gula", y explica que es así "por alusión a

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El desayuno de Heliogábalo

Dice el Diccionario de la Real Academia Española que un heliogábalo es una "persona dominada por la gula", y explica que es así "por alusión a Heliogábalo, emperador romano, que fue voraz". La verdad es que Heliogábalo, cuyo auténtico nombre era Vario Avito Bassiano, fue un pobre chico elevado a la dignidad imperial a los catorce años por las intrigas de su abuela. Parece, según dice Dion Casio, que su vida y conducta no eran especialmente ejemplares en ningún sentido; el joven césar fue asesinado en el año 222, cuando solo tenía dieciocho años.

Ha pasado a la historia como compendio de todos los vicios, y de modo muy especial del de la gula, que no era el único que cultivaba. En ese sentido tiene peor fama que Vitelio, uno de los breves emperadores, con Galba y Otón, que se sucedieron entre los Julios y los Flavios, entre Nerón y Vespasiano, que según Cayo Suetonio no vivía más que para comer.

Demos un salto en la historia, hasta nuestros días. La semana pasada me encontré a dos ciudadanos que me hicieron pensar que la teoría de la reencarnación no es ningún dislate. Ante mí, Vitelio y Heliogábalo, algo más metidos en años que los efímeros emperadores.

El escenario, el comedor de un Parador de Turismo. La hora, la del desayuno. Un bufé bien surtido. No me había fijado en estos personajes, pero cuando pidieron sendas copas de vino llamaron mi atención. Me levanté para ir a buscar un zumo de naranja y, de paso, echar un vistazo disimuladamente a la mesa de ambos ciudadanos.

Eran dos varones más cerca de los sesenta (años) que de los cuarenta, y de los noventa (kilos) que de los setenta. El más próximo a mi itinerario tenía en su plato cuatro o cinco salchichas, una pirámide de lonchas de panceta, tres huevos fritos y una nada escasa cuña de tortilla de patatas.

Cuando acabó esas provisiones se levantó y se dirigió al bufé. Echó un vistazo, se frotó las manos, se hizo con un plato nuevo... y lo llenó de quesos variados. Naturalmente, solicitó otra copa de vino. Después de los quesos fue el momento de la fruta, y finalmente un poco de bollería surtida para acompañar un café con leche.

Admirable. Todo esto, sin pestañear. La verdad es que aprovecharon muy bien el bufé que el parador pone a disposición de sus huéspedes: empezaron por una esquina de la mesa y terminaron por la otra, sin dejar de probar nada de lo ofertado. Hay que tener saque.

Uno había visto saquear el bufé de desayuno alguna vez, pero casi siempre se trataba de niños; un día, un chaval de unos doce años le comentaba a otro algo menor que se había zampado nueve croissants con tres vasos de zumo de naranja. Bueno; a esas edades se come uno el mundo, literalmente.

Los adultos, también. Es bastante normal ver cómo hay ciudadanos que, como si temieran que se acabasen las provisiones, llenan su plato de los elementos más dispares: un huevo, medio kiwi, un trozo de queso, una raja de melón, una magdalena, una tostada, dos salchichas... Un plato combinado surrealista, sin pies ni cabeza.

Pues es un espectáculo bastante habitual. Los desayunos de hotel son algo más caros (bastante más caros) que el que puede hacer uno normalmente en una cafetería, así que hay quienes están decididos a amortizarlos comiendo todo lo que pueden.

Parece que, por las razones que sean, hay bastante gente que, cuando está fuera de casa, se toma en serio eso de que el desayuno es la comida más importante del día. Ciertamente, es bueno tomarse algo más que un café con leche... pero hay que tener mucho saque, y muy buena salud, para desayunar como se cuenta arriba.

En otros tiempos la gente desayunaba fuerte; pero hay que tener en cuenta que la primera comida del día no se hacía inmediatamente después de levantarse, sino unas horas después, cuando ya se había trabajado duro. El desayuno era algo más que eso, no era solo romper el ayuno, sino reponer fuerzas para seguir la faena. Hoy es distinto.

En cualquier caso, a mis compañeros de parador sería absurdo desearles, como se hace en otros países, "buen apetito": está claro que de apetito andan estupendamente. Otra cosa será que les aproveche. Pero voy a tardar tiempo en olvidar el desayuno de los nuevos heliogábalos.

Dice el Diccionario de la Real Academia Española que un heliogábalo es una "persona dominada por la gula", y explica que es así "por alusión a Heliogábalo, emperador romano, que fue voraz". La verdad es que Heliogábalo, cuyo auténtico nombre era Vario Avito Bassiano, fue un pobre chico elevado a la dignidad imperial a los catorce años por las intrigas de su abuela. Parece, según dice Dion Casio, que su vida y conducta no eran especialmente ejemplares en ningún sentido; el joven césar fue asesinado en el año 222, cuando solo tenía dieciocho años.

Ha pasado a la historia como compendio de todos los vicios, y de modo muy especial del de la gula, que no era el único que cultivaba. En ese sentido tiene peor fama que Vitelio, uno de los breves emperadores, con Galba y Otón, que se sucedieron entre los Julios y los Flavios, entre Nerón y Vespasiano, que según Cayo Suetonio no vivía más que para comer.

Demos un salto en la historia, hasta nuestros días. La semana pasada me encontré a dos ciudadanos que me hicieron pensar que la teoría de la reencarnación no es ningún dislate. Ante mí, Vitelio y Heliogábalo, algo más metidos en años que los efímeros emperadores.

El escenario, el comedor de un Parador de Turismo. La hora, la del desayuno. Un bufé bien surtido. No me había fijado en estos personajes, pero cuando pidieron sendas copas de vino llamaron mi atención. Me levanté para ir a buscar un zumo de naranja y, de paso, echar un vistazo disimuladamente a la mesa de ambos ciudadanos.

Eran dos varones más cerca de los sesenta (años) que de los cuarenta, y de los noventa (kilos) que de los setenta. El más próximo a mi itinerario tenía en su plato cuatro o cinco salchichas, una pirámide de lonchas de panceta, tres huevos fritos y una nada escasa cuña de tortilla de patatas.

Cuando acabó esas provisiones se levantó y se dirigió al bufé. Echó un vistazo, se frotó las manos, se hizo con un plato nuevo... y lo llenó de quesos variados. Naturalmente, solicitó otra copa de vino. Después de los quesos fue el momento de la fruta, y finalmente un poco de bollería surtida para acompañar un café con leche.

Admirable. Todo esto, sin pestañear. La verdad es que aprovecharon muy bien el bufé que el parador pone a disposición de sus huéspedes: empezaron por una esquina de la mesa y terminaron por la otra, sin dejar de probar nada de lo ofertado. Hay que tener saque.

Uno había visto saquear el bufé de desayuno alguna vez, pero casi siempre se trataba de niños; un día, un chaval de unos doce años le comentaba a otro algo menor que se había zampado nueve croissants con tres vasos de zumo de naranja. Bueno; a esas edades se come uno el mundo, literalmente.

Los adultos, también. Es bastante normal ver cómo hay ciudadanos que, como si temieran que se acabasen las provisiones, llenan su plato de los elementos más dispares: un huevo, medio kiwi, un trozo de queso, una raja de melón, una magdalena, una tostada, dos salchichas... Un plato combinado surrealista, sin pies ni cabeza.

Pues es un espectáculo bastante habitual. Los desayunos de hotel son algo más caros (bastante más caros) que el que puede hacer uno normalmente en una cafetería, así que hay quienes están decididos a amortizarlos comiendo todo lo que pueden.

Parece que, por las razones que sean, hay bastante gente que, cuando está fuera de casa, se toma en serio eso de que el desayuno es la comida más importante del día. Ciertamente, es bueno tomarse algo más que un café con leche... pero hay que tener mucho saque, y muy buena salud, para desayunar como se cuenta arriba.

En otros tiempos la gente desayunaba fuerte; pero hay que tener en cuenta que la primera comida del día no se hacía inmediatamente después de levantarse, sino unas horas después, cuando ya se había trabajado duro. El desayuno era algo más que eso, no era solo romper el ayuno, sino reponer fuerzas para seguir la faena. Hoy es distinto.

En cualquier caso, a mis compañeros de parador sería absurdo desearles, como se hace en otros países, "buen apetito": está claro que de apetito andan estupendamente. Otra cosa será que les aproveche. Pero voy a tardar tiempo en olvidar el desayuno de los nuevos heliogábalos.