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¡Por fin nos vamos de terrazas! Siete razones que explican por qué nos gustan tanto
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¡Por fin nos vamos de terrazas! Siete razones que explican por qué nos gustan tanto

Andan por los tejados, son todo un vergel, te la encuentras en lugares insospechados, tienen vocación de verano, gozan de espectaculares vistas y le dan a los cócteles y el buen comer

Foto: El Patio, en el restaurante Solomillo, un lugar secreto en Barcelona.
El Patio, en el restaurante Solomillo, un lugar secreto en Barcelona.

Cuando llegan estas fechas, nos pasa como al minúsculo y casi de cuento Bután, que se nos dispara el índice de felicidad y nos sentimos hasta los bordes de una pongamos adolescente alegría. Nosotros no estamos, por supuesto (al menos de momento), a los pies del Himalaya y tampoco de momento tenemos salida al mar (o puede que sí), pero hay algo de ese aire tan especial en nuestras esquinas, nuestros barrios, nuestros pueblos y nuestras ciudades. En nuestro caso, el reino secreto son las terrazas, las azoteas y otros refugios de tronío similar.

Repasamos por qué nos gustan tanto pero tanto estos parnasos consagrados al buen comer y mejor beber. ¿Será cosa de las musas? Por mayo conquistamos las calles, las plazas, los jardines y hasta los tejados. Ya lo dice el eslogan (y nosotros), de Madrid al cielo. Y quien dice Madrid, dice… Empieza el terraceo.


1. Como gatos. Si no fuera por establecimientos con las ínfulas de The Hat (o el Radio Rooftop Bar de la foto anterior), a ver cómo íbamos a gozar nosotros, pobres mortales, del privilegio de coronar la ciudad, cóctel en mano, a la hora de la puesta de sol y dibujar como si fuéramos Antonio López los tejados de Madrid. Este modernísimo y premiadísimo hostel (con s) del que todos somos desde ya huéspedes presume de rooftop atemporal –de quitar el sentido, añadimos–, más allá de su milhojas de ventresca o su brownie de remolacha. Que aquí hemos venido a hablar de las alturas. Nos espera como agua de mayo en la calle Imperial, 9.

2. Ay, ese skyline. Una vez conquistadas las alturas, todo empieza a ser tentaciones con mayúsculas. El horizonte (y las piscinas) se vuelve infinito y las panorámicas excepcionales, las terrazas se apellidan solárium, los bares prefieren ser un chill out, todo se llena de verde y en fin… Nosotros ya solo pensamos en recorrer con los ojos el skyline y gozar de todo lo demás como si todo el mañana fuera hoy. Cosa que puede hacerse desde el SkyBar del Gran Hotel Central de Barcelona (Via Laietana, 30), que da al vecino Borne y al que llega la brisa del mar.

Aquí los cócteles (by the pool) están servidos, lo mismo que la música a cargo de sus DJ residentes y los platos tan veraniegos como la ensalada de quinoa. El hotel, claro, es de lujo, ese del que presume igualmente, porque puede, el rooftop del hotel The One (Carrer de Provença 277) ideado por el interiorista Jaime Beriestain, que le ha puesto hasta una barandilla de cristal transparente para que todo absolutamente todo salte a la vista. La ciudad condal al desnudo.

3. Junto al mar. Y no digamos ya si la susodicha terraza está en la playa y el verde que decíamos se nos vuelve azul y nos entran las ganas de navegar aunque luego todo se quede en la camiseta a rayas y el bar en clave marinera. Esta nos la hemos encontrado en el Cabo de Gata, en el pintoresco pueblo almeriense de San José, dentro pero fuera del hotel Doña Pakyta, y es mediterránea a rabiar. Las vistas son de las que le hacen a uno soñar y ensancharse. En algo ya le llevamos ventaja a Bután (en el gran azul). ¿La comida? La que cabía esperar (y desear): arroces y pescados frescos de la zona. Y una sorpresa: el cabrito lechal de su propia ganadería.

4. Un sofá en las alturas. Puestos a entregarnos a los placeres mundanos y a ser felices tan cerca del cielo, que sea entre cojines y al ritmo de una chaise longue, que siempre promete. Porque no hay nada como hacer sofing, a lo Homer Simpson, en un lugar como puede ser la terraza del hotel Vincci Mae –sí, todo o casi todo se lo debemos a los hoteles-, que además lleva el nombre de la ínclita y provocativa actriz neoyorquina Mae West, en el número 596 de la barcelonesa Diagonal, y cuyo diseño también ha comandado Beriestain. Haremos caso a la West: "Solo se vive una vez, pero sí lo haces (hacemos) bien, una vez puede ser suficiente". Habrá que subir al noveno piso y celebrarlo con una coca de cristal con tomate, sal y aceite. Los cócteles y la plunge pool para refrescarse mientras nos sube la temperatura contemplando el skyline, siempre él, llegarán solitos.

5. Todo un vergel. Verde por todas partes, da igual que los jardines sean colgantes, verticales u horizontales. Nos enamora que todo se pinte de este color, al estilo del aduanero Rousseau, que hizo sus selvas tan exóticas como naífs. Y resulta que las terrazas pecan de eso. No hay más que ver el Patio, un 'secret place', tal cual, al aire libre del centro de Barcelona, dentro del hotel Alexandra y donde degustar la propuesta de su restaurante Solomillo (carne al peso).

Estamos en el Ensanche (C/ Mallorca, 251) en lo que es un oasis sin frontera temporal, abierto todo el año, no es un espejismo, y donde también se elaboran –es obligado– los ya imprescindibles cócteles de autor. El paisajismo es de José Farriols, que le ha puesto más madera y algo de piedra. Le habría gustado a Epicuro. Y de vuelta a la capital, cómo no dejarse caer o mejor aún aterrizar en el Radio Rooftop Bar que el ME Madrid (Plaza de Santa Ana, 14) acaba de inaugurar en su décimo aniversario siguiendo el patrón de los de Londres, donde estuvo la radio de la BBC –de ahí el nombre–, en el corazón del West End, y Milán.

placeholder Un chiringuito muy cool en plena calle Velázquez.
Un chiringuito muy cool en plena calle Velázquez.

6. Con los pies en la tierra (exótica). No todas las terrazas de nuestros delirios iban a estar en lo alto, algunas tienen los pies en la tierra y están perdidas en medio de la gran ciudad, aunque luego se vistan de trópico y logren hacernos escapar. Lo consigue Zaperoco, que es un japonés tropical en el Madrid de Velázquez (la calle del barrio de Salamanca, número 102) con exquisita decoración –un vergel del Pacífico pergeñado por el estudio de interiorismo Marta Ayanet– que ha sacado a la acera unas mesas, unas sillas y unos sombrajos al más puro estilo chiringuito cool, por eso de que sus raíces se hunden en la gastronomía japonesa más callejera, que luego se vuelve india, tailandesa, peruana y hasta brasileña.

Deseando ver aquí el sol naciente. Sí, también ruedan los cócteles (y los sakes).

7. Donde menos te lo esperas. A veces ocurre el milagro y uno está de visita en el fabuloso monasterio de Sant Pere de Rodes, un mirador como ninguno sobre el Cabo de Creus, allá donde el Port de la Selva, y de repente se topa, entre las piedras centenarias, con la terraza de un imprevisible restaurante-bar. Es un ejemplo. Pero hay más. A uno se le ha podido ocurrir la feliz idea de irse a volar a Empuriabrava (también en Gerona), porque los túneles de viento son así, o a surfear al Windoor Wave Club, donde las olas, incluida la gigante, el vóley-playa y el skate sobre el agua, y terminar la faena en su beach club de espíritu californiano, con chef italiano, concierto y mojito. De ahí a los bellos Pals y Begur hay ya solo un paso. Puede ser un buen plan.

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Cuando llegan estas fechas, nos pasa como al minúsculo y casi de cuento Bután, que se nos dispara el índice de felicidad y nos sentimos hasta los bordes de una pongamos adolescente alegría. Nosotros no estamos, por supuesto (al menos de momento), a los pies del Himalaya y tampoco de momento tenemos salida al mar (o puede que sí), pero hay algo de ese aire tan especial en nuestras esquinas, nuestros barrios, nuestros pueblos y nuestras ciudades. En nuestro caso, el reino secreto son las terrazas, las azoteas y otros refugios de tronío similar.

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