Miguel Vilanova, guitarrista y amigo de Antonio Flores: "Me dijo que el día que faltase Lola no podría soportarlo"
El argentino fue uno de los grandes amigos del recordado artista, que falleció un 30 de mayo de 1995, hace justo 30 años. Vanitatis habla con él de la personalidad y el legado del artista
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Que Antonio Flores muriese dos semanas después de Lola, madre y guardiana oficial de su sensibilidad, provocó un terremoto mediático hace ya 30 años. Para entender lo que ocurrió ese 30 de mayo de 1995 quizá habría que haberlo vivido en primera persona. Explicar aquel luto nacional a las nuevas generaciones es difícil.
Cantautor fundamental y artista que iba por libre pese a movimientos musicales contemporáneos como la ‘Movida’, que su muerte estuviese tan vinculada a la de su famosísima madre quizá impidió un duelo propio o la conciencia social de haber perdido a una figura imprescindible de nuestra música, fuese o no fuese hijo de la Faraona.
Uno de los testigos del éxito y la personalidad de Antonio fue, sin duda, el guitarrista Miguel Vilanova. También conocido como Don Vilanova o Botafogo, el músico argentino es la amabilidad personificada cuando nos ponemos en contacto con él vía telefónica.
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Conoció a ‘Antoñito’ (así lo llama él) a finales de los 70 o principios de los 80, en un Madrid en ebullición y gracias a Jorge Álvarez, director artístico de Sony.
“Te hablo del año 79, 80, 81 o por ahí. Me convocaron varias veces para grabar y me decían ‘Esto es para un chico que es el hijo de Lola Flores’. La verdad es que no tenía idea de quién era. A Lola Flores sí la conocía, por supuesto. En Argentina fue siempre como una diosa”.
Básicamente, Miguel grabó sin haberse cruzado una sola vez con el joven, al que iban a lanzar por todo lo alto.
Un día, Jorge Álvarez volvió a llamarlo. “Me dijo: ‘el muchacho te quiere conocer, ¿eh?’ Vamos a hacer una reunión aquí en la Sony”. Aquel día fue el principio de una hermosa amistad como la que Bogart anunciaba al final de ‘Casablanca’. “Con él me pasó una cosa muy mágica, porque nos dimos la mano y nos miramos y ahí mismo nos hicimos amigos. Ipso facto”.
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La llegada de la fama
La reunión también tenía otros motivos profesionales. Flores quería formar una banda y el papel de Miguel sería crucial en ello. “Quería que yo fuera el director musical. La charla de los directivos de Sony fue muy loca. Los tipos nos decían: ‘Mira, el artista va a ganar el 99 por ciento y los músicos el 1’. Cuando nos íbamos, bajamos Antonio y yo solos y caminamos unas cuadras por las que fue imposible caminar. Ahí te dabas cuenta de la envergadura de su fama. Caminamos cien metros y se le acercaron por lo menos 50 chicas y chicos y señoras. Era increíble”.
Antonio Flores puso en tela de juicio aquellos porcentajes, dada su “enorme generosidad” y le manifestó a Miguel las ganas que tenía de ponerse manos a la obra. Su objetivo era meter cabeza en el rock madrileño.
“Le dije: ‘Mirá, tengo que ser un poco crudo contigo. A mí me gustan tus temas, me gusta cómo cantas, me gusta tu imagen, pero si vas a salir al mundo del rock con violincitos y coritos de chicas, nos van a matar. Si vamos a tocar con Barón Rojo o gente así tenemos que hacerlo con otra impronta’. Él me decía que estaba encantado con lo que le decía y ahí arrancó la aventura musical y la amistad, porque nos veíamos mucho para hablar, para programar cosas…”.
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Las sesiones musicales y la colaboración entre ambos llevó a Miguel a conocer bien a la familia Flores y al propio Antonio, al que con su característico acento argentino define como un chico “familiero”. “Amaba sobremanera a su mamá, a sus hermanas, a su papá… Estaba muy orgulloso de su raza gitana y era muy buen chico, muy buen compañero. Era generoso con el dinero y con todo”.
Nos recuerda cuando, un día de ensayos, un productor “con muy mala leche” metió a gente en ese ensayo de ambos, sin respetar un momento en el que los dos artistas necesitaban dar rienda suelta a su música en privado. “Antonio empezó a correr como un loco entre la gente, a lo Forrest Gump, y se los ganó por completo. Poco después actuamos y aquel productor se tuvo que meter sus intenciones por ahí abajo”.
El Mercedes de Lola
Miguel también recuerda cierta noche en la casa de los Flores, el Lerele, en la Moraleja, cuando él y Antonio habían terminado de trabajar a altas horas de la noche. “Cuando me iba, la Lola me dijo: ‘Pero, ¿a dónde vas tú? ¿Cómo te vas a ir a esta hora?’ Yo le dije que iba a coger un taxi y ella me dijo: ‘No, no, no. Tú eres padre, tienes un niño y esposa y no puedes irte así, que puede ser peligroso. Toma, llévate mi auto’. Y me dio las llaves de su Mercedes Benz blanco. Me volví con él a mi barrio de Moratalaz”.
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Antonio también adoraba a la familia de Miguel. Tanto que incluso les invitó a pasar unas vacaciones en la casa familiar de Marbella. “No nos dejó gastar un centavo. Fue una cosa hermosa”, observa él.
En el 85, cuando la carrera de Antonio Flores estaba aún en su apogeo, Miguel volvió a Buenos Aires. Sin embargo, el contacto con Antonio siguió vivo durante unos años más.
“Una vez estaba en mitad de una montaña con mi familia, en una carpa, en medio de un bosque, ahí en un cerro. Me levanté una mañana y el dueño del camping me dijo: ‘Hay un tipo acá buscándote, un negro así peludo’. Fui caminando y vi a Antoñito ahí parado con una guitarra en un bolso y le dije: ‘¿Pero cómo llegaste hasta acá?’ Había venido a Argentina y averiguó dónde estaba el camping donde yo me alojaba. Se vino para mostrarme unas canciones y lo que después fue un exitazo, un disco en el que le cantaba un tema a su hija Alba”.
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Otro acto de generosidad
La amistad entre Botafogo y Antonio se puede dividir en los dos o tres años en los que el guitarrista grababa para él sin conocerle en persona. Otros dos en los que tocaron juntos y una tercera época, antes de irse a Argentina, en la que el hijo de Lola Flores estuvo haciendo la mili.
“Recuerdo que a veces lo iba a buscar y lo llevaba al cuartel. De repente apareció Sabina, al que le gustaba mucho la banda de Antonio porque hacíamos una versión muy linda de ‘Pongamos que hablo de Madrid’. Me dijo que había hablado con Antonio. ‘Me ha dicho que todo este año va a estar en la mili. Que estaría dispuesto a que su banda esté conmigo. Y bueno, arreglamos y empezamos a tocar con él”.
Cuando fue a Argentina a enseñarle a Miguel sus canciones, este se quedó de piedra. “Le dije: ‘Antonio, has hecho una fusión entre tus raíces, la rumba flamenca de tu padre y la poética del rock que es formidable’. Se quedó varios días en el cámping. Jugaba con mis hijos y los llevaba al arroyo”.
Aquellos días de música y vacaciones, Antonio demostró que era un alma libre, un ser especial que se autodefinía, recuerda Miguel, como un nativo cherokee. “Lo veía de noche, solo bajo la luna llena, gritando como un lobo. Él tenía esas cosas, esas locuras. Me decía que era como un Cherokee. Y la verdad que lo parecía. Además, tenía un cuerpo privilegiado. Un día, hablando en la casa de su mamá me dijo que había copiado los movimientos que hacía Bruce Lee en las películas y me los mostró. Tenía una coordinación y hacía unas piruetas de artes marciales impresionantes”.
La época oscura y el contacto con la familia
De todos es sabido que la adicción a las drogas fue, como en el caso de muchos otros músicos de los 80 y de ese Madrid, el gran talón de Aquiles del músico. “Para los seres tan sensibles como él y como otros artistas que conocí en esa época, esa porquería les caía en el alma, en el cuerpo. La gente los ve en discos, en conciertos, en fotos, pero no tienen ni idea de qué nivel de sensibilidad tienen. El pobrecito cayó en eso y por momentos conseguía desprenderse de ello”.
Uno de los momentos en los que se desprendió de la adicción fue, precisamente, cuando en 1986 nació su hija Alba, hoy una actriz de bandera que brilla por sí misma; un bebé al que Miguel tuvo en sus brazos y con el que, por cierto, le gustaría volver a contactar. “Yo lo vi en un estado de ternura a flor de piel como no lo había visto nunca (...) Cuando vi a Alba en ‘La casa de papel’, casi me muero. Tiene parte de la belleza increíble de Lola y esa cosa gitana hermosísima”, resalta.
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Otro de los lugares comunes sobre Antonio es que estaba muy ligado a su madre. Una simbiosis que incluso los llevó a morir con apenas 14 días de diferencia. “Me acuerdo una de esas noches en las que nos quedamos solos tocando y charlando me dijo: ‘El día que mi madre se vaya yo no sé si lo voy a poder soportar’. Y yo le decía: ‘Pero no te gusta tu bebé? ¿La vida? ¿La gira? ¿No te parece linda esa vida privilegiada?’ Y me dijo: ‘Sí, pero hay algo dentro de mí que me mortifica y yo me meto dos centímetros de esta porquería y ya sé que no lo tengo que aguantar más”.
Desde aquella muerte del 30 de mayo del 95, de la que se enteró por los medios, Botafogo ha tenido el reconocimiento de Lolita y Rosario, que no olvidan lo cercano que estuvo a su hermano. La primera lo mencionó en el programa de Mirtha Legrand.
“Dijo que yo era su mejor amigo, que estuve con él en los buenos y en los malos momentos. Me hizo llorar. Lolita se acordaba de las cosas que hicimos juntos y me mandó un beso a cámara”.
Con Rosario también tuvo un encuentro muy especial. “La fui a ver y me recibió. Después nos invitó a cenar a un lugar al que van todos los músicos que se llama ‘Soul Café”, nos dice.
Mucho tiempo después de aquellos primeros 80, se percibe el amor de este “soñador de la música” hacia los Flores y hacia aquel chico espiritual que, por casualidad, también era hijo de una de las grandes artistas de nuestro país.
Si “siete vidas tiene un gato”, como él cantaba, el recuerdo de Antonio Flores parece tener las mismas vidas treinta años después de irse. “Me voy con mi sombra al bar de la esquina. Un bourbon con hielo y una aspirina. Y arriba los corazones”.
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