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De ostras por París
  1. Gastronomía

De ostras por París

Un paseo por París es siempre aconsejable; si en ese paseo, además, incluimos alguna pausa gastronómica, la experiencia puede convertirse en algo inolvidable... aunque no se

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De ostras por París

Un paseo por París es siempre aconsejable; si en ese paseo, además, incluimos alguna pausa gastronómica, la experiencia puede convertirse en algo inolvidable... aunque no se trate de disfrutar de la gran sabiduría coquinaria de los franceses, cuya cocina, dígase lo que se diga, sigue siendo la mejor del mundo, sino de su despensa.

Porque si hay algo que, a priori, parece la antítesis de la cocina es embaularse un par de docenitas de ostras tal cual, sin más tratamientos. Los franceses son los reyes de las ostras. Usted se pasea por alguno de los maravillosos mercados callejeros de París y, al llegar a un puesto de ostras, se encandila, a poco que le gusten a usted estos bivalvos. Allí están, perfectamente clasificadas y diferenciadas, diez, doce, catorce tipos distintos de ostras.

Que, desde luego, se puede usted llevar a casa. Pero lo suyo es proceder al aperitivo in situ. Usted selecciona sus ostras favoritas, pongamos que unas fines de claires, pide y paga su docenita y le dice al ciudadano que atiende el puesto que se las vaya abriendo. Va usted sorbiendo sus ostras -las ostras se sorben- al ritmo al que se las abren, se bebe usted media botella de champaña, y sale del mercado nuevo, optimista, feliz. Ah: y sin gastarse demasiado dinero, que las ostras, hoy, ya no son un lujo inasequible.

Ostras... Apreciadas por el hombre desde que el hombre es hombre, vistos los yacimientos de cáscaras de ostras del paleolítico que aparecen por ahí. Normal. La ostra es una cosa fácil de comer, porque como mejor está es sin hacerle nada. Ya, ya sé que hay montones de recetas para cocinar ostras, y que hasta hay a quien le gustan las ostras Rockefeller -ostras con espinacas, qué crimen-, pero el amante de las ostras no admite ninguna desviación.

Ostras planas -Ostrea edulis-, ostras cóncavas -Crasostrea gigas-, pero ostras al fin y al cabo. Vivitas y no diremos que coleando, porque las ostras no tienen cola. Se van abriendo -si no se tiene práctica y se quiere seguir teniendo diez dedos en las manos lo mejor es que se las abra un propio experimentado- y colocando sobre un lecho de hielo picado. Junto a ellas, unos cuartos de limón: digan lo que digan los ultraortodoxos, el limón potencia el sabor yodado de la ostra, siempre que se trate de un par de gotas por ejemplar, no más. Los franceses les suministrarán, además, pan de centeno, mantequilla y, quizás, pimienta. Una rebanada de pan negro untada con buena mantequilla cada tres ostras va bien, la verdad; la pimienta, en cambio, mejor dejarla.

Vino blanco, naturalmente. Un riesling será perfecto, como lo será, si están en España, un albariño; pero nada como un buen champaña, muy brut y muy frío, y a poder ser un blanc de blancs, es decir, un champaña elaborado solamente con uvas blancas, que serán de la variedad chardonnay. No es que el champaña haya sido inventado para acompañar las ostras, pero... qué bien les va.

¿La medida? Ya queda dicho: la docenita. Como poco, la media docena. Es curioso, pero el hombre, que tiene diez dedos en las manos y tiende a contar por el sistema decimal, estas cosas las cuenta por docenas. Una docena es una buena medida; hubo romanos -y franceses- que presumían de desayunarse con una gruesa -que en este caso no es una señora gorda, sino doce docenas- de ostras. Muchas son.

Pero una cosa les diré: por muy bien que se las pongan en un restaurante, incluso en bandeja de plata... si van a París no dejen de disfrutar de su docena de ostras en la calle, en el mercadillo al aire libre. Saben de otra manera, saben casi a transgresión. Y todos sabemos lo que nos gustan las transgresiones. Así que... ostras, pero callejeras.

 

Un paseo por París es siempre aconsejable; si en ese paseo, además, incluimos alguna pausa gastronómica, la experiencia puede convertirse en algo inolvidable... aunque no se trate de disfrutar de la gran sabiduría coquinaria de los franceses, cuya cocina, dígase lo que se diga, sigue siendo la mejor del mundo, sino de su despensa.