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Empanadillas, recuerdos de otra cocina
  1. Gastronomía

Empanadillas, recuerdos de otra cocina

Los españoles de mi generación conocíamos Móstoles porque en el colegio nos enseñaban que había sido su alcalde el que había lanzado el grito que desencadenó

Foto: Empanadillas, recuerdos de otra cocina
Empanadillas, recuerdos de otra cocina

Los españoles de mi generación conocíamos Móstoles porque en el colegio nos enseñaban que había sido su alcalde el que había lanzado el grito que desencadenó la sublevación contra las tropas de Napoleón allá por 1808; eso, y que era un pueblo de la provincia de Madrid, era todo lo que sabíamos de Móstoles.

Con el tiempo, Móstoles creció y se convirtió en la tercera ciudad de las dos Castillas por número de habitantes, sólo por detrás de Madrid y Valladolid. Hoy son muchos los chavales que saben que existe Móstoles, no por la guerra de la Independencia, sino porque allí nació Iker Casillas. Pero, entre ambas cosas, algo sucedió. Y ese algo tomó la forma de una empanadilla, por obra y gracia de Josema y Millán, los inolvidables Martes y Trece.

Ya ha llovido, porque el gag de la empanadilla de Móstoles, o que hacía la mili en Móstoles, cumplirá el próximo diciembre nada menos que un cuarto de siglo: fue en la Nochevieja de 1985. Ya ha llovido, pero son muchísimos los ciudadanos que oyen hablar de empanadillas y piensan en Móstoles, o en Martes y Trece o, los que recuerdan bien el episodio, en la desaparecida Encarna Sánchez.

 

Recuerdo de otro tiempo, solución de urgencia

Empanadillas. Recuerdos de tiempos difíciles, de economías flacas... Comida de estudiantes, viajantes de comercio, cómicos y demás huéspedes de tantas y tantas pensiones en las que empanadillas, croquetas y albóndigas estaban a la orden del día, y no todas serían, seguro, como esas maravillosas empanadillas "de nada" que servía a sus hospedados los jueves doña Cándida en la pensión que regentaba en Pamplona y que tan bien describe el magnífico y hoy políticamente proscrito escritor navarro Rafael García Serrano en su Plaza del Castillo. García Serrano es a las albóndigas lo que Proust a las madalenas o magdalenas, que ambas voces valen.

Las empanadillas han sido, tradicionalmente, solución de urgencia, aprovechamiento más o menos disimulado de sobras... Hablo, claro, de las empanadillas que hacían plato, no de la versión 'mini' que se sirve en cócteles, aperitivos, entremeses y demás saraos, que tienen un bocado o, como mucho, dos. Las empanadillas son algo más que una versión de bolsillo de las empanadas: tienen personalidad propia. Y, si se hacen bien, pueden ser una cosa bien rica.

Si se hacen bien... por fuera y por dentro. Lo exterior es muy importante: la cubierta ha de estar crujiente, pero no quebradiza; en este caso se pone uno perdido de fragmentos de masa. Lo que es muy importante es que ese exterior esté bien seco, sin rastro de aceite: pocas cosas son más tristes que unas empanadillas grasientas, de ésas que requieren, para limpiarse los dedos, medio paquete de servilletas de papel. Unas empanadillas grasientas son, sin duda posible, un fracaso.

La masa para empanadillas es de fácil confección; pero hoy en día tenemos a nuestra disposición en el mercado magníficas masas ya preelaboradas que dan muy buenos resultados. En cuanto al relleno... vale casi todo. Las clásicas son las de carne, las de bonito en conserva, las de bacalao... pero pueden hacerse de un montón de cosas: verduras, mariscos, pescados, aves, carnes y, cómo no, dulces: unas empanadillas de cabello de ángel son una delicia. La verdad es que las empanadillas, a poco que uno se lo proponga, pueden albergar auténticas delicias y aceptan perfectamente rellenos imaginativos: pueden hacerse empanadillas de fantasía.

Manos a la obra

El relleno de unas empanadillas clásicas puede ser anodino o tener gracia; todo está en ponérsela. Partamos de un cuarto de kilo de carne, pongamos que un poco más de ternera que de cerdo, que picaremos en nuestra propia cocina. Requerida la sartén, con un poco de aceite, sofreiremos en ella una cebolla pequeña y un diente de ajo, en ambos casos muy picados. Cuando vayan perdiendo su orgullo e insinuando una tendencia a colorearse, añadimos un pimiento verde, también reducido a daditos pequeños. En seguida, las carnes. Damos a todo ello unas cuantas vueltas e incorporamos un tomate maduro, desprovisto de piel y semillas, también troceado.

Ponemos sal... y añadimos ese toque: unas vueltas de molinillo de pimienta, generosas; un aire de nuez moscada, una pizca de canela, un poco de perejil picado... Dejamos hacer entre diez y quince minutos: el relleno ha de quedar jugoso, pero más espeso que suelto: las manchas de relleno de empanadilla en corbatas, camisas o pantalones son muy espectaculares y tenaces. Una opción final es, terminado el guiso, ponerle un poco de queso rallado.

Así las cosas, colocamos una cucharada de relleno en cada oblea, las cerramos dándoles la clásica forma semicircular y cerramos los bordes mojando un poco la pasta y aplastando con un tenedor, para formar las no menos clásicas estrías de toda empanadilla que se precie. Sin más, bien calentitas, a la mesa. El toque ligeramente picante y especiado las hace particularmente agradables: piden un tinto ligero con el que brindar, si se quiere, por el alcalde de Móstoles, por Iker Casillas y, desde luego, por esos enormes humoristas que han sido y, por fortuna, siguen siendo, Josema y Millán.

Los españoles de mi generación conocíamos Móstoles porque en el colegio nos enseñaban que había sido su alcalde el que había lanzado el grito que desencadenó la sublevación contra las tropas de Napoleón allá por 1808; eso, y que era un pueblo de la provincia de Madrid, era todo lo que sabíamos de Móstoles.