Tres horas tomando el té en casa de Isabel Preysler: emoción, misterio y cintas de vídeo
La reina de corazones organizó una premier casera en su mansión de Puerta de Hierro para un grupo de periodistas, quienes pudieron ver los dos capítulos de ‘Isabel Preysler: Mi Navidad’, que se estrena el 5 de diciembre en Disney+
Llego al número indicado de la avenida de Miraflores en Madrid poseído por el ánimo voyeurista del John ‘Scottie’ Ferguson (James Stewart) de la película ‘Vértigo’. No me ha contratado un marido celoso para vigilar a su esposa, como en aquel mítico filme de Alfred Hitchcock, pero vengo igualmente financiado, al menos en cierto sentido, por la obsesión de varias generaciones por conocer la vida (privada), la obra (quizá maestra) y los milagros (más mundanos que divinos) de la rebautizada por la crónica social como reina de corazones, Isabel Preysler. La Preysler.
A ella apenas le unen lazos con la Madeleine (Kim Novak) de ‘Vértigo’ salvo quizá un par de flecos argumentales: ambas representan el ideal femenino en sus respectivos relatos y las dos también están inexorablemente ligadas (puede que incluso atadas) a su pasado. Se podría decir que no más que cualquier otra persona, salvo por el hecho de que los retazos de la vida de Preysler han sido habitualmente impresos con tinta indeleble en multitud de portadas que, aunque los esnobs se empeñen en negarlo, también han ayudado a construir gran parte de nuestro imaginario colectivo. Por eso esta visita a su casa de Puerta de Hierro resultaba en verdad tan estimulante. Era la invitación irrechazable a darse un baño de unos 180 minutos en la espuma de la vida, tal como definió el mundo del cuore Eduardo Sánchez Junco, a la sazón propietario y director de ‘¡Hola!’, su revista de cabecera.
Se trataba de libros, no de bombones
Es lunes, 27 de noviembre. Cuatro de la tarde. Un grupo de reporteros de agencia espera a la puerta de la casa de Isabel en busca de alguna noticia. Pasa muy a menudo; el signo inequívoco de que, unos 50 años después de su llegada a España procedente de Filipinas, sigue generando interés y moviendo mucha pasta. Recorro los aproximadamente 30 metros de asfalto que separan el portón de entrada del porche de la mansión imbuido en ensoñaciones placenteras que me invitan a conjeturar acerca de los centímetros, quizá metros, que podría llegar a medir la pirámide de bombones dorados con la que, estoy seguro, una de las personas del servicio me estará esperando a mi llegada. Creo escuchar a lo lejos una voz en off masculina que asegura que “las fiestas en casa de Isabel son famosas por el buen gusto de la dueña”.
La doña aparece con un atuendo de andar por casa: un suéter de cashmere, unos vaqueros acampanados y unos cómodos botines
Pero mi gozo, en un pozo. Al entrar en aquella casa un hombre perfectamente uniformado y ataviado con guantes blancos me recoge amablemente el abrigo. Y ya. Ni rastro de los chocolates. Ni suizos ni italianos, por lo que empiezo a pensar que es posible que vaya a vivir esa tarde una experiencia lejana a la que me había imaginado. La que todos habríamos imaginado. No en vano, elevo unos segundo la mirada y compruebo, para mi sorpresa, que en la casa de Isabel, además de jarrones de la dinastía Ming, o de cualquier otra familia milenaria, de esos que te da miedo mirar por si se rompen, quedan libros a pesar de la sonata y fuga del Nobel. Muchos libros, de hecho. En las estanterías del recibidor, en los pasillos superiores, en la biblioteca…
Muchos más libros que bombones.
Una aparición escasamente estelar
Atravieso el alféizar de la puerta que da paso al salón principal del inmueble y descubro allí sentados a 14 o 15 compañeros de profesión a los que estoy acostumbrado a encontrarme casi a diario. Todos estamos congregados allí para ver junto a la propietaria de aquellos muros la docuserie de dos capítulos ‘Isabel Preysler: Mi Navidad’, que se estrena el 5 de diciembre en Disney+. La aparición repentina de la protagonista en aquella estancia acabará confirmando la inadecuación de mis expectativas. Isabel abandona sus aposentos en lo alto del palacio y baja, avisada por su equipo, eso sí, una vez que todos habíamos realizado nuestra entrada, dejando claro quién era la personalidad en esa fiesta. La doña aparece, sin embargo, con un atuendo de andar por casa, nunca mejor traído: un suéter de cashmere, unos vaqueros acampanados y unos cómodos botines. La elección de su estilismo, en realidad medida y nada baladí, pasaba por la intención de acercarnos a la señora que se despide de la diva una vez entra en esa casa y se baja de sus tacones.
Aquella aparición me condenaba, de forma inexorable, al patetismo. Quizá también al ‘paletismo’. Por muchas razones, pero sobre todo por la equivocada elección de mi indumentaria, compuesta por el que quizá era el mejor de mis trajes e indudablemente el más aspiracional de mis relojes. Solo los candelabros de plata que decoraban la mesa del comedor anexo o el cuadro abstracto (no desvelaré su autoría para no alertar a los cacos) que gobernaba la habitación en la que estábamos reunidos justificaban mi paso previo por la tintorería. Ella no lo había hecho. Tampoco el servicio. Había bajado simplemente Isabel, no la Preysler. Pero ¿acaso se pueden separar esas dos realidades?
Tras la ronda de presentaciones, las peticiones de aguas y cafeses y el desfile impecable de tazas de porcelana y cucharillas de plata, el equipo de Disney le da al play. La docuserie arranca con un desayuno (con pomelos, pero sin diamantes) y termina con un deseo (con buenas intenciones, pero sin sorpresas). Entre esos dos momentos de interés digamos moderado se barrunta un pasacalles de personajes habituales en la casa de Isabel. Los miembros de su servicio, con Ramona a la cabeza, sus amigos de toda una vida o sus hijos y nietos, que acuden a la llamada de mamá en cuerpo y alma o por vía telemática.
El misterio
No les puedo desgranar mucho más el contenido de la docuserie porque he firmado un documento de confidencialidad en el que me comprometo a no desvelar el argumento y centrarme únicamente en los sentimientos que me provoca el material grabado, que indudablemente deberían ser buenos si quiero volver a ser invitado en otra ocasión a la casa de Isabel Preysler. Mi colega de profesión (y todavía amiga, a pesar de todo) Beatriz Miranda aseguraba el pasado sábado en las páginas de ‘La Otra Crónica’ de ‘El Mundo’ que todos los que íbamos a acudir el lunes a esta cita éramos periodistas “de confianza” de Isabel y que no nos atreveríamos a hacer valoraciones o preguntas incómodas durante la velada. Aplicando sus máximas solo y exclusivamente a mi caso, la confianza que existía entre la protagonista del documental y un servidor antes de la cita del lunes era aproximadamente la misma que tienen a día de hoy Joe Biden y Vladímir Putin. Ahí erraste, Miranda. Pero debo reconocerle a Bea, la Bea, que en mi caso acertó con la segunda de sus premoniciones.
En efecto, al terminar los cerca de 80 minutos que componen el metraje de la docuserie, Isabel pidió a los presentes valoraciones realistas y sinceras de lo que habíamos visto. Y un servidor, de naturaleza inequívocamente cobarde, prefirió echar mano al jamón que estaba pasando en ese momento por la sala (de excelente calidad, por cierto) y guardar silencio con la excusa de tener la boca llena. Y eso aun cuando la propia Isabel se mostró autocrítica con la declamación o cadencia de alguna de sus intervenciones. Debí decirle entonces, y no ahora, fundamentalmente por no darle la razón a Beatriz Miranda, que hay cosas en esta producción muy logradas y otras que no funcionan del todo.
Al terminar los 80 minutos que componen el metraje de la docuserie, Isabel pidió a los presentes valoraciones realistas y sinceras
La palabra esencial que lo resumía todo, lo bueno y lo malo de la docuserie de Disney, la pronunció una rubia sentada justo a mi izquierda en un sofá tan mullido del que temí por un momento tener que ser rescatado. La mujer en cuestión era una tal Susanna Griso, que es rubia, como la mayoría de las musas de Hitchcock, pero también muy lista. “Te vemos en el documental como nunca antes lo habíamos hecho, Isabel, pero aun así permanece el misterio”, sentenció. Misterio, esa era la clave maestra. Recordé entonces que yo había acudido a aquella casa disfrazado del James Stewart de ‘Vértigo’. Efectivamente, la mujer a la que debía vigilar esa tarde, la dama de la que lo quería saber todo, ha logrado durante estas cinco décadas mantener vivo ese halo de misterio.
Lo indescifrable es uno de los grandes pilares sobre el que se sostienen los mitos. Es el cemento con el que cinceló su trono, por ejemplo, otra Isabel, Isabel II de Inglaterra. Ella era la verdadera maestra del misterio, y no Hitchcock. Por eso prohibió durante 50 años las imágenes de un documental, idea equivocada de su marido, en el que incluso aparecía lavando lechuga, como cualquier hijo de vecino, como un simple mortal. Ella entendió de inmediato que ser como los demás necesariamente debía significar el principio del fin de la monarquía.
Preysler es una alumna aventajada de esa escuela. Vestía en la reunión de este lunes un jersey como el que todos tenemos en nuestro armario, pero jamás la veremos cortar una cebolla. En este documental tampoco. Ella baja a desayunar maquillada como una puerta porque sabe que hay cámaras en su comedor. Y ese es probablemente el gran acierto de la propuesta. Preysler se asoma al balcón de lo mundano, pero nunca se arroja al vacío porque sabe que sería un suicidio. La eutanasia de su propio mito.
El suspense
Aun así, cuidado, ya lo dijo el propio Hitchcock, no es lo mismo el misterio que el suspense. El primero es intelectual y el segundo estrictamente sentimental. Una cierta frialdad dominaba la pantalla, por lo que yo me dediqué a ver la docuserie de marras reflejada en los ojos de la propia Isabel, de la que apenas me separaba un metro de distancia en aquel salón. Sus reacciones ante las imágenes me dieron más información sobre la mujer que se esconde tras la leyenda que el propio documental. Su sonrisa cómplice y entregada cada vez que aparecía uno de sus nietos, su gesto sereno al oírse a sí misma reflexionando acerca de la muerte y sobre todo sus ojos vidriosos ante las imágenes extraídas de las cintas de vídeo que almacenaba en su sótano de sus cinco hijos juntos celebrando la Navidad, pero sobre todo de Miguel Boyer disfrutando junto a ellos los momentos felices que se vivieron en aquella estancia, la misma que ese día hacía las veces de sala de prensa. En esos ojos se percibía la añoranza quizá no de tiempos mejores, porque Isabel de cerca desprende vitalidad, pero quizá sí más ruidosos.
Justo antes de abandonar aquella mansión de Puerta de Hierro hice una visita obligada al baño de cortesía. No pude resistir la tentación de visitar el epicentro semántico de “Villa Meona”, como la prensa bautizó esta casa por el gran número de aseos que alberga en su interior. Le dieron este sobrenombre para hacer pupa a Boyer, superministro socialista. Sé de buena tinta que Isabel odia que a su casa se la llame así, pero este chascarrillo era del todo necesario en esta crónica, porque representa exactamente la construcción en mi cabeza de la forma de Preysler, no del fondo, que es lo que estaba llamado a descubrir aquella tarde.
Asegura hablar todas las madrugadas con Chábeli, que vive en Miami. Allí viajará con toda su familia para pasar las próximas Navidades
Tras mi indudable hazaña historiográfica, comparto un instante con la anfitriona en la maravillosa biblioteca de la casa, sin duda la estancia con más solera. Allí Boyer pasaba las horas muertas. Preysler disfruta por primera vez en muchos años de la soledad, aunque habitualmente rodeada de sus hijos y nietos. Asegura hablar todas las madrugadas con Chábeli, que vive en Miami. Allí viajará con toda su familia para pasar las próximas Navidades.
Superada la ronda preliminar de cuestiones familiares, le pregunto entonces por el cuadro que preside la estancia, en el que aparece ella misma, pintada cuando tenía 30 o 40 años menos. De nuevo, el ideal de mujer, quizá la mujer ideal, frente a frente con su pasado, como había ocurrido instantes antes, mientras contemplaba los fragmentos grabados de las Navidades de antaño. Junto a ella en esa sala, el detective, o periodista, tanto monta, cumpliendo los anhelos de voyeurismo de todo un país. ¿Me he vendido por un café en una taza de porcelana, querida Beatriz Miranda? Lo cierto es que no lo sé, pero lo que sí sé es que los periodistas tenemos el deber de contrastar las noticias y quizá también de escrutar las miradas. Solo contemplando los ojos de Isabel por primera vez, con nuestras dos napias, la suya y la mía, separadas apenas por escasos 15 centímetros de oxígeno, nitrógeno y argón aristocráticos, he creído ver cosas que en ocasiones se habían fugado sigilosamente por los vértices de los tipos de una imprenta, o habían sido igualmente desdibujados por el Photoshop u ocultados intencionadamente tras un muro pretendido (y legítimo y necesario) de misterio.
Sin embargo, en esta historia también hay suspense. Hay una persona tras el androide que protagoniza los cuentos y las leyendas de ciencia ficción que nos han narrado nuestras madres y abuelas mientras soñaban con azulejar sus galaxias con Porcelanosa. La mujer perfecta puede que no lo sea tanto, quizá no a todas horas. Y, lo que es más importante, hay hiel debajo de la piel. Lo dicen sus ojos cuando se enfrentan a lo pasado, a lo vivido, a su mero reflejo al óleo. Solo hace falta que alguien nos lo desvele sin que ese viaje, a ella, a Isabel Preysler, la Preysler, le provoque ningún vértigo. Palabra de Hitchcock.
Llego al número indicado de la avenida de Miraflores en Madrid poseído por el ánimo voyeurista del John ‘Scottie’ Ferguson (James Stewart) de la película ‘Vértigo’. No me ha contratado un marido celoso para vigilar a su esposa, como en aquel mítico filme de Alfred Hitchcock, pero vengo igualmente financiado, al menos en cierto sentido, por la obsesión de varias generaciones por conocer la vida (privada), la obra (quizá maestra) y los milagros (más mundanos que divinos) de la rebautizada por la crónica social como reina de corazones, Isabel Preysler. La Preysler.