Jill Biden, ¿una primera dama que no quiere serlo?
Casada en segundas nupcias con el viudo Biden, deberíamos prepararnos para una posible primera dama que no quiera dejar su carrera
Las labores de una primera dama son tan poco específicas que a lo largo de la historia, y con la incorporación de la mujer al trabajo, han ido pasando de la acompañante más o menos carismática hasta adquirir una agenda política propia. Desde la lucha contra la droga de Nancy Reagan a la siempre misteriosa labor de Melania Trump contra el cyberbullying o la campaña contra el sobrepeso de Michelle Obama.
Sin embargo, mientras Joe Biden se acerca ya a la Casa Blanca como candidato demócrata (va ganando en los estados en los que aún se demora el recuento), deberíamos ir preparándonos para una posible primera dama que no quiera dejar su carrera para acompañar al que sería el 46 presidente de los Estados Unidos.
Jill Biden, nacida el 3 de junio de 1951 en Hammonton, Nueva Jersey, es el apoyo fundamental de su marido, pero nunca ha querido ser consorte de nadie. De hecho, hizo historia al ser la primera segunda dama (Joe Biden fue vicepresidente en la era Obama, entre 2009 y 2017) que se negó a interrumpir su propia carrera para figurar en cada viaje de su marido.
Siguió dando clases en el Northern Virigina Community College, donde los alumnos ni siquiera eran conscientes de que su profesora de Lengua y Literatura llegaba a casa y tenía que recibir a las más altas personalidades del país. “La mayoría de las noches teníamos una recepción, así que llegaba a casa de la escuela y tenía media hora para mí en la que, seguramente, simplemente me echaba en la cama intentando poner en orden mi cabeza. Después, me levantaba y bajaba a recibir a la fila de invitados”, explicó en una entrevista con 'Vogue' en junio del año pasado.
Su carrera, de hecho, no solo no fue interrumpida por la primera aventura presidenciable de Joe Biden (allá por 1988, cuando se retiró por una polémica de plagio en sus discursos), sino que una vez él ascendió a la primera línea política, ella decidió estar a la altura (y no del brazo) y se sacó dos másteres y un doctorado. En este último se matriculó con su nombre de soltera para evitar tráfico de influencias y a día de hoy no quiere ser llamada miss Biden, sino doctora Biden.
¿Ese sería su deseo si se convirtiera en primera dama? En España tuvimos el caso de Carmen Romero, la esposa de Felipe González, que era más que reticente a dejarlo todo por la Moncloa. Pero ¿cómo procesarían esto en Estados Unidos?
Al margen de las expectativas, es cierto que Jill, menos vivir en la Casa Blanca oficialmente, puede no encontrar muchos estímulos en el papel que muchas envidian. ¿Escribir un libro con sus memorias? Ella ya lo ha hecho, y lo público el año pasado. Se tituló 'Where the Light Enters: Building a Family, Discovering Myself', y versaba sobre la unidad familiar y obviaba deliberadamente la política.
Como los Obama, los Biden también salieron con contrato editorial tras terminar su mandato (ellos por 8 millones de dólares, los Obama por 60).
¿Luchar por una causa humanitaria? Lleva haciéndolo toda la vida: la educación y la lectura han sido sus pasiones y contenido troncal de su trabajo.
¿Hacerse amiga de sus predecesoras Michelle y Hillary? Ya lo es.
¿Ser un icono de la moda? No parece interesarle demasiado. Jill se quejó de que estar subida a unos tacones durante 8 años le privó del que era uno de sus placeres: correr unos cuantos kilómetros cada día. Ahora practica la bicicleta.
En cierta manera, Jill es la parte más progresista o la savia más nueva de un matrimonio que representa el lado 'old school' del partido demócrata. La que realmente viene de clase media (hija de un empleado de banco y un ama de casa), la que entendió enseguida el nuevo modelo de familia al casarse en 1977, en segundas nupcias, tras su matrimonio de seis años con Bill Stevenson, y después de cuatro peticiones de mano fallidas, con el viudo Joe Biden.
Aceptó como suyos a sus hijos huérfanos, Hunter y Beau, y los ayudó a superar el trauma del accidente de coche en el que murió su madre Neilia y una de sus hermanas, Naomi.
Ya en 1981 tuvo a su única hija biológica, Ashley, pero nunca ha hecho distinción. También es Jill la que defiende a toda costa el movimiento #MeToo, que a punto estuvo de llevarse por delante a su propio marido (pues fue acusado de contacto indebido por varias mujeres y tiene el peso histórico de haber presidido las audiencias del caso de acoso a Anita Hill en 1991).
Entre los demócratas, de hecho, Jill tiene mejor aceptación que Joe. Y de entre todas las cosas que sucedieron en el supermartes que resucitó las opciones presidenciables de su marido, el gran momento viral lo protagonizó ella, cuando defendió como una auténtica leona a un Biden desubicado ante la aparición espontánea de unas agresivas manifestantes contra los lácteos. Unos reflejos de hierro en uno de los momentos más surrealistas de la noche.
Pero su apoyo, igualmente férreo, no es incondicional. Su fidelidad es la de seguir siendo crítica con él. Famosa es la anécdota según la cual, en 2004, le expresó a Joe su opinión sobre un tercer intento de ser presidente pintándose un NO en mayúsculas en la tripa y paseándose por la casa en bikini.
Esta vez, por alguna razón y tras la tragedia vivida en la familia tras la muerte de Beau Biden a causa de un tumor cerebral, ha decidido posicionarse un SÍ en mayúsculas que se ha tatuado en el cerebro. ¿Formará parte del mismo rendirse a la única labor de ser primera dama?
Las labores de una primera dama son tan poco específicas que a lo largo de la historia, y con la incorporación de la mujer al trabajo, han ido pasando de la acompañante más o menos carismática hasta adquirir una agenda política propia. Desde la lucha contra la droga de Nancy Reagan a la siempre misteriosa labor de Melania Trump contra el cyberbullying o la campaña contra el sobrepeso de Michelle Obama.
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