Alimentación y salud emocional: por qué comes diferente cuando estás estresada, triste o agotada
Nuestro estado de ánimo influye en nuestras elecciones alimenticias y en los patrones que seguimos con los alimentos que consumimos
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La relación entre la alimentación y la salud emocional es mucho más profunda de lo que solemos imaginar. No comemos siempre por hambre fisiológica, sino que nuestras emociones, estados de ánimo y niveles de estrés influyen directamente en cómo, cuándo y qué elegimos llevarnos a la boca.
Cuando estamos estresadas, tristes o agotadas, los mecanismos biológicos y psicológicos que regulan el apetito se alteran. Las emociones activan áreas específicas del cerebro vinculadas al placer o la ansiedad, generando cambios en nuestros patrones de alimentación que muchas veces pasan desapercibidos hasta que se convierten en hábitos difíciles de romper.
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El estrés dispara la producción de cortisol, la hormona que prepara al cuerpo para afrontar amenazas. A corto plazo puede reducir el apetito, pero cuando el estrés se vuelve crónico, suele tener el efecto contrario: favorece el deseo de alimentos ricos en azúcares, grasas y carbohidratos. Estos alimentos activan momentáneamente el sistema de recompensa del cerebro, proporcionando una sensación inmediata de alivio y bienestar que en poco tiempo vuelve a desaparecer llevándonos al punto de partida.
En estados de tristeza o desánimo, el apetito puede fluctuar en extremos: hay quienes pierden totalmente las ganas de comer y quienes experimentan un deseo incontrolable de consumir alimentos hipercalóricos.
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Este comportamiento busca compensar el vacío emocional, proporcionando un refugio momentáneo. Los alimentos dulces, por su rápida capacidad de elevar los niveles de serotonina y dopamina, se convierten en los preferidos en estos momentos. Cuando el cuerpo está agotado, el cerebro interpreta la falta de energía como una necesidad urgente de recarga, lo que puede traducirse en antojos de comida rápida o porciones más grandes de lo habitual.
Además, el cansancio afecta la toma de decisiones, reduciendo la capacidad de elegir opciones saludables y potenciando las elecciones impulsivas. El primer paso para cambiar estos patrones es reconocer el vínculo emocional que existe detrás de cada elección alimentaria.
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No se trata de prohibirse alimentos ni de juzgarse, sino de aprender a identificar cuándo comemos por necesidad física y cuándo lo hacemos por gestionar emociones. Comprender esta conexión nos permite recuperar el equilibrio en nuestra vida emocional.
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La relación entre la alimentación y la salud emocional es mucho más profunda de lo que solemos imaginar. No comemos siempre por hambre fisiológica, sino que nuestras emociones, estados de ánimo y niveles de estrés influyen directamente en cómo, cuándo y qué elegimos llevarnos a la boca.