Los 18 años del matrimonio de Felipe y Letizia: ¿cuál es el costo del desgate?
En medio de la tormenta, los Reyes han cerrado filas, se han calado las botas y, estoicos y de la mano junto con sus hijas, han arrostrado todas las tormentas sin perder el sitio
Dieciocho años han transcurrido ya desde aquel lluvioso 22 de mayo de 2004 en el que, con tanta curiosidad, todos nos preguntábamos en qué derivaría, en un futuro, el matrimonio de don Felipe, el primer príncipe de Asturias que se casaba en España desde el lejano 1901.
La expectación era grande. Para algunos la decepción también lo era. El día venía enlutado por los atentados del mes de marzo en Madrid. El largo trayecto del coche nupcial por las calles dejó una imagen de poco calor popular y la Casa Real, siempre temerosa de los decires del público y de la prensa, prefirió que las bellas carrozas de la monarquía española continuasen acumulando polvo en los sótanos de palacio. Una jornada un tanto deslucida porque, una vez más, se había buscado una escenografía de nuevo cuño y un tanto minimalista que no hacía guiños ni concesiones a las ricas tradiciones de la corte de España y, además, la nueva princesa no procedía de ninguna de las sacrosantas dos primeras partes del Almanaque de Gotha.
Un escenario difícil para los novios, por quienes, en general, se apostaba poco a pesar de la espléndida aparición de doña Letizia, tan solo una semana antes, en su maravilloso traje rojo de Lorenzo Caprile en la boda real danesa en Copenhague. Una aparición de cuento que había levantado algunos ánimos y generado ciertas esperanzas, pues dejaba atrás el tan cacareado “déjame hablar a mí” del día de la presentación oficial de la princesa que había soliviantado algunas mojigatas conciencias.
La rancia nobleza hispana andaba enfurruñada, pues una vez más había sido orillada y la princesa no había salido de sus filas tan prietas; los poderosos del establishment patrio miraban de soslayo a la recién llegada; y los románticos afectos a las formas simbólicas de la monarquía, que tanto habíamos anhelado la llegada de una princesa comme il faut, nos sentíamos desazonados, pues no teníamos genealogías brillantes en las que poder bucear. Así, y como en tantas ocasiones, fueron las personas del común las que pusieron menos pegas, encontrando, afortunadamente, “normal lo que es normal”.
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Don Felipe y doña Letizia tenían frente a sí un reto similar al martirio de Sísifo, condenado eternamente a empujar cuesta arriba una pesada piedra para, al llegar a la cima, verla rodar hacia abajo. Un camino con escasos apoyos y con gruesos guijarros en la ruta que, por conocidos, no pueden dejar de enumerarse: el caso Nóos, el escándalo de Botswana, el oscuro papel de Corinna Larsen, la traumática abdicación de don Juan Carlos, las acusaciones de corrupción vertidas sobre este último, las salpicaduras caídas sobre miembros de la familia del Rey como Álvaro de Orleans-Borbón (que él siempre ha contestado) y, finalmente, la marcha a Abu Dabi de un rey emérito sentido, dolido, con carácter y bastante ingobernable.
Desde un comienzo, ningún viento sopló a favor de la pareja real, pues las críticas que se han vertido sobre ella han sido constantes (en ocasiones hemos escuchado comentarios feroces). Se llegó a crear la Plataforma Anti Letizia Ortiz y no faltaron los rumores intencionadamente esparcidos sobre unos supuestos amores clandestinos de don Felipe con la insustancial Eva Sannum. Por otra parte, el exceso de énfasis de ella en su imagen estética y externa y su pérdida de papeles en la catedral de Palma han contribuido a transmitir una imagen fría y estratégica. La familia extendida del Rey no ha estado a la altura (con excepciones notables como las de los hermanos Zurita Borbón) y la dolorosa fractura familiar en el seno de la Casa de España ha tenido hondas repercusiones de las que los oportunistas de turno se han apresurado a sacar tajada. Un contexto muy complicado al que, por si era poco, también vinieron a sumarse los ataques a la monarquía desde la arena política.
A la Reina se le ha achacado el ser mandona, autoritaria, fría, displicente y carente de un concepto claro de lo que es la majestad, y de don Felipe se ha querido presentar a momentos una imagen un tanto pusilánime de hombre sin carácter e inmovilista. Imágenes muy estereotipadas y un tanto de caricatura que cubren un vacío del que sabemos muy poco, pues la pareja ha preservado su privacidad con un celo acaso excesivo. Algo comprensible dado que desde ciertos circuitos de la pequeña realeza destronada y cada vez menos relevante en la esfera social, se ha esnobeado a la reina, se la ha comparado con doña Sofía hasta la saciedad, y muchos de sus grandes opositores han estado en los rangos de la vieja aristocracia y del establishment a pesar de que, gran paradoja, es justamente en los palacios de las monarquías en ejercicio (tal ha sido el caso de Buckingham) donde ella ha encontrado el mayor reconocimiento y donde ha sido más valorada por su hacer, su rigor discursivo, su presencia y una elegancia fuera de cuestión.
En medio de la tormenta, los Reyes han cerrado filas, se han calado las botas y, estoicos y de la mano junto con sus hijas, han arrostrado todas las tormentas sin perder el sitio, sin moverse de la baldosa y en una inmensa orfandad. Un viaje en solitario en el que únicamente han podido contar con el apoyo firme de doña Sofía, de cuyo padre, el rey Pablo de Grecia, don Felipe ha heredado el temple y quizá una cierta metafísica en la que sostenerse. Parapetados en una unión que desde fuera se percibe sin fisuras, aunque no sepamos lo que se cuece en casa porque nada se filtra, han resistido y resisten tanto los embates contra la monarquía desde el interior del propio gobierno como la presencia ahora de moda del mantra del republicanismo, pues reconocer algún valor a la corona ya no es correcto, si bien ahí están figuras como Sergio Vila San Juan que define a don Felipe como el monarca del rigor y la calidez.
Dieciocho años después, y contra toda expectativa, don Felipe y doña Letizia han ganado enteros, se han labrado un lugar propio a golpe de esfuerzo y de trabajo y hasta muchos de los románticos de la realeza, que en su momento tanto anhelamos la llegada a la corona de una auténtica princesa, hemos ablandado nuestras voces para reconocer que la reina se ha ganado el prestigio del que goza y el respeto que merece, pues, probablemente, ninguna princesa al uso, aunque descendiente de grandes imperios, hubiera podido estar a la altura de estas pruebas en tiempos que requieren de inteligencia, una clara visión de futuro y una gran delicadeza en la acción. Toda una lección de entereza y de aplomo que deja claro el acierto de don Felipe en 2004 aunque, de forma lógica, en el camino haya habido un gran desgaste para el matrimonio real que aquí sería muy fácil prejuzgar. Los tiempos vienen difíciles y todavía requieren de esa imagen pulcra e incontaminada que tanto se ha trabajado desde el palacio de la Zarzuela, pero cuyos costos han sido una clara pérdida de naturalidad y espontaneidad y un exceso de aislamiento de una familia real muy nuclear y vuelta sobre sí misma. Pero cabrá ver si en un futuro, menos hostil y más amable, la real pareja podrá recuperar una tibieza, una naturalidad auténticamente popular y un calor necesarios que también permitan poder desplegar un sentido de dinastía que dé espacio a tradiciones y a simbolismos necesarios, y vividos sin vergüenza, de los que la monarquía de 1975 siempre ha carecido.
Dieciocho años han transcurrido ya desde aquel lluvioso 22 de mayo de 2004 en el que, con tanta curiosidad, todos nos preguntábamos en qué derivaría, en un futuro, el matrimonio de don Felipe, el primer príncipe de Asturias que se casaba en España desde el lejano 1901.