Joaquín Sabina, ahora que caigo…
Me atrevo a afirmar que el de Úbeda es el mejor guionista de las películas que todos nos hemos montado en la cabeza. El más prolífico y artista. Nunca le pagaremos lo suficiente
Me ha pasado lo que a Joaquín, y ahora que caigo me doy cuenta de que le conozco de toda la vida. Me ha hecho caer en ello el recién anunciado premio Ondas a su trayectoria. Y, perdón por la simpleza al encadenar mis pensamientos, precisamente las extrañas ondas del pelo que le recuerdo llamaron mi atención la primera vez que le vi en televisión mucho más que su canción, y no exagero.
Lo del españolito viendo la tele, sucumbiendo a las terribles noticias de entonces en alguno de los dos únicos canales que se emitían tenía gracia consonante y ritmo pegadizo de moderno cantautor, pero es que lo del pelo me impactó muchísimo. En el escenario un enjuto y no muy hábil guitarrista vestido a colores random, que dejaba ver dos pómulos picudos y unos ojos muy pequeños. Los dejaba ver no sin dificultad debido a la llamativa singularidad anatómica de estar perfectamente coronado por una masa ingente de pelo, de densidad mamífera preglacial, que contra su tendencia natural Joaquín se empeñaba en concentrar, raya mediante, en el lado izquierdo de su cabeza. De ahí las ondas, concluí tan rápido como pude, para tratar de concentrarme en ese ritmo que, de pegadizo, aún recuerdo.
Me gustó la canción mucho, por ser coplilla y por contener rima consonante a la que soy musicalmente aficionado. Encajaban perfectamente letra y música para los estándares de los cantautores de la época, acostumbrados a alargar las últimas sílabas de las palabras persiguiendo una música que parecía compuesta para otras frases. Además el mensaje, crítico, ácido y sarcástico, rimaba con sorprendente facilidad haciendo encajar palabra exacta tras palabra exacta dando gran sonoridad a la burla y buenos medios nemotécnicos de metáforas ocurrentes al oyente para poder recordarla. Me sigue encantando esa canción y le tengo el cariño añadido y el agradecimiento infinito de que me arrastrara cual flautista de Hamelin a conocer La Mandrágora. Un grupo de revisita obligatoria para reconciliarse con el mundo, reconocer el talento ajeno, desternillarse con lo absurdo y cargar las pilas de la broma que tan agotadas por desgracia tenemos en estos tiempos. Lo crítico de Joaquín, lo ácido de Krahe y lo sarcástico de Alberto Pérez en perfecta combinación y con una alquimia milagrosa siguen dándome la alegría de recordar con mil detalles una juventud sana aunque canalla, inquieta pero naif, comprometida aunque prudente. La recuerdo sobre todo curiosa e irreverente, pero también integrada a la fuerza en los pequeños huecos que dejaba el rígido marco de lo que suponía la definición del respeto en una España que aún olía demasiado a Franco muerto.
Fan absoluto
De ahí pasé, ya completamente entregado, al disco de 'Joaquín Sabina y Viceversa'. Llegué a cantarlo con tal precisión que replicaba perfecto las frases de presentación de las canciones, los gritos del público, los tres cortes secos y los patinajes que hacía la cinta de cromo y que no fui capaz de evitar cuando lo grabé en mi radiocasete Sanyo reproduciéndolo del tocadiscos de Arturo, mi vecino loco y pudiente del primero. Soy fan absoluto desde entonces y no hay canción que incluso ahora no me sepa. Me escandalizaba 'Juana la loca'. Me emocionaba 'Princesa'. Me hacía pensar en aprovechar mi momento 'Cuando era más joven' y 'Calle melancolía'. Me retorcía de risa con 'Cuervo ingenuo' (bendito Krahe). Me despertaba mi lado más feminista y empatizante 'Pisa el acelerador'. Todas y cada una de las canciones me provocaban algo. Hasta 'Pongamos que hablo de Madrid', que me cansaba un poco, la ponía una y otra vez esperando el siguiente concierto para asegurarme de poder impresionar a alguna fan. Trataba de elegirla también enjuta y con melena y con una exigencia musical que le permitiera algún mal tono de este fan pretendiente, también por aquel entonces por extraño que hoy parezca, enjuto y con melena. Reseñaré humildemente que había veces que funcionaba (bendito Sabina).
Ahora caigo que en el 87, cuando publicó 'Hotel dulce Hotel', yo cumplí 18 años. Ahí me cebé, corazón roto por medio, con 'Así estoy yo sin ti'. Aún hoy la canto por otros motivos aunque evitaré detalles. Se juntaban en el álbum 'Amores eternos', 'Que se llama soledad' y 'Cuernos'. Salta a la vista que no fue el mejor año de mi vida en lo concerniente a amores si digo que de estas también hoy recuerdo perfectas las letras a base de repetirlas entonces. Como me sigo acordando de la madre que parió a Lourdes que, por cierto ahora que caigo, no tenía culpa alguna y que espero aún no tenga Dios en su gloria.
La vida en 3 minutos
Después, con 'el hombre del traje gris' me di cuenta de que me gustaba el rap, admiraba a los okupas, a la pasión no es bueno ponerle freno, siempre habrá perdedores en la vida, los ladrones son los buenos y otras ideas, más contestatarias que progresistas, que suscribía sin dificultad a cambio de que siguieran cuadrando perfectas las rimas. Pero, sobre todo, caí en la cuenta de que ese pedazo de artista, ya popular hasta decir basta y que era parte esencial de mi vida, podía en solo tres minutos resumirte con sus esbozos cualquier complicada biografía. Las canciones se volvían en tu mente cortos cinematográficos de 180 segundos que producías con el guion de sus letras, y contaban lo que cuentan ahora series de seis temporadas. Con el don añadido, casi mágico, de producir en cada oyente una historia que, sobre la misma sencilla base, siempre tenía protagonistas con matices diferentes, desenlaces variopintos y rasgos tan personales que hacen que cada uno de sus admiradores se identifique con Sabina de una forma intima e intransferible. Me atrevo a afirmar que Joaquín es el mejor guionista de las películas que todos nos hemos montado en la cabeza. El más prolífico y artista. Nunca le pagaremos, ni siquiera con nuestro cariño, lo suficiente.
Después de miles de experiencias, todas musicalizadas en unos recuerdos que lo son hoy más de quinientas noches que de diecinueve días, me sigo rindiendo a Sabina. Ha sido la banda sonora de las fiestas en las casas que disfruté, los momentos inolvidables de los conciertos de juventud a los que acudí, ha sido el hilo musical en todos los coches y kilómetros que me han hecho avanzar en la vida, incluso cuando no iban en la dirección correcta. Miles de tequilas después, me ayudó a buscarme dentro el bohemio que yo creía que tenía cuando se acercó a la ranchera. Sigo admirando su talento, su criterio y hasta la dignidad con la que sobrelleva su inevitable decadencia física. Ha dado todo a sus seguidores sacrificando su vida en la búsqueda y ejecución de experiencias intensas y hasta extremas para contárnoslas, y así alegrarnos o entristecernos la vida dependiendo de las Lourdes que cada uno haya conocido a lo largo de su historia. Se me hace corto un premio Ondas. Ahora que caigo hay muchos premios mayores a los que yo le postularía. Ojalá se le haga suficientemente bueno el de tener un hueco tan grande como su repertorio en mi corazón y en la historia de mi vida, y en la de tantos millones de admiradores que hoy son legión y que han perdido el miedo a las caídas y a las recaídas por inesperadas o lógicas que hoy nos puedan resultar.
Me ha pasado lo que a Joaquín, y ahora que caigo me doy cuenta de que le conozco de toda la vida. Me ha hecho caer en ello el recién anunciado premio Ondas a su trayectoria. Y, perdón por la simpleza al encadenar mis pensamientos, precisamente las extrañas ondas del pelo que le recuerdo llamaron mi atención la primera vez que le vi en televisión mucho más que su canción, y no exagero.
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