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La isla de las tentaciones: embestir y desvestirse
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OPINIÓN

La isla de las tentaciones: embestir y desvestirse

Reconozco que me hace gracia el planteamiento y me dejo llevar por la trama y por el drama que acaba interesándote mientras te aprieta a golpe de bombo enlatado

Foto: Sandra Barneda. (Mediaset)
Sandra Barneda. (Mediaset)

Tentar, en el argot taurino, es poner a prueba a las vacas en un rito que se llama precisamente tentadero y cuyo resultado determina que la cornúpeta forme parte de las elegidas del ganadero para procrear o que forme parte de un paquete en un estante de un lineal de Mercadona y en el mejor de los casos resultar elegida, por partes, para darle capricho de hamburguesa sana a algún niño un viernes por la noche. En un tentadero sale la vaca a la plaza de tientas, generalmente en primavera que la sangre altera, y se encuentra un pedazo de caballo retador y pertinentemente protegido por un grueso peto que con pequeños y sutiles movimientos trata de captar la atención de la aspirante a ser la madre de los hijos del mejor semental de la ganadería. Caso de que los pequeños y sutiles movimientos no resulten suficientes para despertar la acometividad de la becerra, el caballo, diestramente dirigido por su jinete, aumentará su área de movimiento, hará ruido con el estribo, levantará la vara de picar y soltará algún improperio campero hasta que la erala (normalmente se tientan las vacas cuando tienen entre dos y tres años, su edad más fértil) decida pararse en el centro de la plaza, fijarse en el caballo y responder al reto acometiendo con furia al parapetado caballo.

Caballo, por cierto, que ya casi todas las ganaderías eligen de raza percherona por su desarrollada musculatura y mayor resistencia y rendimiento físico en las labores de tienta. Total que cuando la vaca, intentando demostrar su bravura, se estrella contra el ciclado equino y trata, generalmente sin ningún resultado, de empujarle hasta el derribo, el jinete hace uso de una larga vara de picar equipada con una puya de campo suficientemente grande y afilada para que duela pero a la vez suficientemente pequeña y limitada para que no hiera profundo y pueda repetirse el lance tantas veces como la bravura de la vaca se lo permita. El número de envites o puyazos tiene proporción matemática con la puntuación que obtiene la vaca por parte del ganadero en esta primera y vital fase de la evaluación de nuestra protagonista. Cuando la susodicha da muestras de no querer recibir más castigo o demuestra que su acometividad es infinita, y siempre antes de poner en riesgo su vida, el director del tentadero da paso a la siguiente prueba: la faena de muleta. Ahí es cuando la vaca debe demostrar suficiente energía, sobrada voluntad de embestida y fijeza en el empeño suficiente. Pero por si fuera poco debe hacer alarde además de grandes dosis de nobleza y temple en una proporción suficiente y casi mágica que permita convertir su fuerza bruta en estéticos encuentros que generen efímera belleza e inolvidable arte.

Para los feministas desconocedores de esta práctica ganadera, escandalizados a estas alturas con los machistas métodos de selección de las madres, subrayar que el proceso con los candidatos a padrear y vivir como verdaderos dioses el resto de su vida es exactamente el mismo con el agravante de que solo se someten a la prueba a los machos con reata y físico de diez. El resto carece de la oportunidad de librarse de acabar con su rabo, no ya entre las piernas, si lo piensas mal relativamente menor para un verdadero macho, sino en el plato de algún castizo restaurante rodeado de zanahorias o patatas fritas.

El tentadero catódico

Cuando veo en mi tele la entradilla que reanuda el programa de Telecinco de 'La isla de las tentaciones', pienso que he perdido mi natural interés y sociológica curiosidad por la publicidad nacional y que mi distraída mente se ha puesto a rebuscar en los recuerdos más lejanos que conserva de la bizarra, violenta, inspiradora y maravillosa experiencia de juventud de vivir en el campo y, en concreto, en una ganadería de toros bravos sin más motivo aparente.

Cuando Carlos Sobera aparece detrás de su propia perilla contextualizando los avatares de casi una veintena de jóvenes sometidos a la justificable dictadura del exceso de hormonas y la menos entendible y aún más férrea dictadura de la falta de neuronas, caigo en la cuenta de que no ha sido así en absoluto. A medida que me reengancho a la trama del programa identifico eralas, no creo que haga falta dar nombres. Veo claramente percherones musculados haciendo sutiles movimientos al principio y escandalosas prácticas de cortejo después. Veo a Sandra Barneda dando puyazos a diestro y siniestra, que alguna hay también, y veo en un plató a lo que bien podrían ser ganaderos tomando notas y dando explicaciones sobre las embestidas de machos y hembras queriendo acreditar conocimiento casi veterinario de los comportamientos de los que, entiendo hasta ese momento, son candidatos a padrearse entre sí. Reconozco que me hace gracia el planteamiento y, tratando de no distraerme en la interpretación de los tatuajes de los concursantes (supongo que serían obligatorios en el casting porque no hay uno solo que no tenga), me dejo llevar por la trama y por el drama que con ese 'tonillo Mediaset' acaba interesándote mientras te aprieta a golpe de bombo enlatado o aplausos provocados el nudo que el planteamiento del reality te ha puesto desde el principio en el estómago.

placeholder Carlos Sobera, en 'Supervivientes 2020'. (Mediaset España)
Carlos Sobera, en 'Supervivientes 2020'. (Mediaset España)

Bueno, todo eso y una de las contertulias cuya belleza me deja realmente absorto y enganchado a la pantalla. Cuando veo que además sus comentarios responden a un estándar intelectual a años luz del resto y que sus formas casi no tienen cabida en esa especie de pelea de gallos vestidos de Dolce & Gabbana de mercadillo, me doy cuenta de que me tengo que enterar bien de las bases del concurso porque estoy condenado a no perdérmelo ni un día en el que ella esté anunciada.

Síndrome de Stendhal

Dejo el ipad en la mesa y trato de entender la relación de becerros y becerras en lo que parecen dos plazas diferentes de tientas. En una, parece que prueban machos; en otra, parece que hembras. Reconozco que se me erizan hasta los pelos de las piernas con algunas cosas que escucho y que a punto estoy de llamar al teléfono del maltrato y hacer una denuncia anónima, pero coinciden dos hechos que me lo desaconsejan: que no tengo ni idea de dónde están rodando el show y que aparece de nuevo la inasumible belleza de María Zabay a 60 pulgadas en mi pantalla, aparición que requiere nuevamente mi total atención. Absorto por su sonrisa y sobrecogido por su impacto que aprieta del todo el nudo del estómago redirijo mi atención a los crípticos mensajes escritos que se amontonan y suceden poniendo a prueba mis capacidades visuales y mi comprensión lectora tratando de recopilar la información suficiente para terminar de entender lo que a mí me está pareciendo un aquelarre reguetonero. Decido referenciarlo a experiencias conocidas y sigo identificando embestidas violentas, muletazos con cierta gracia, volteretas inesperadas, picadores y picados, sangre y testosterona y, sobre todo, deseo animal e irrefrenable de ser elegido para la perpetuación de la especie, me temo que no para su mejora.

A la media hora larga de contemplación del gallinero, caigo en la cuenta de que algunos becerros y becerras sufren o disfrutan, según se vea, de cierto vínculo sentimental. Resulta que el juego consiste en separar parejas consolidadas y encerrarlas y tentarlas, nunca fue tan literal, con el claro objetivo de convertirlas en cornúpetas populares y bravíos. Me quedo de piedra, no reacciono ni al siguiente bloque de publicidad que, por cierto, a medida que avanza el programa es cada vez más y más largo. Sujeto las ganas de vomitar, de insultar y de demandar mientras busco el mando por los huecos del sofá. Cuando lo encuentro, lo único que se me ocurre es ponerme a rezar para que alguien con un poco de cabeza contrate a ese ángel de Zabay lo antes posible en alguna otra cadena.

Tentar, en el argot taurino, es poner a prueba a las vacas en un rito que se llama precisamente tentadero y cuyo resultado determina que la cornúpeta forme parte de las elegidas del ganadero para procrear o que forme parte de un paquete en un estante de un lineal de Mercadona y en el mejor de los casos resultar elegida, por partes, para darle capricho de hamburguesa sana a algún niño un viernes por la noche. En un tentadero sale la vaca a la plaza de tientas, generalmente en primavera que la sangre altera, y se encuentra un pedazo de caballo retador y pertinentemente protegido por un grueso peto que con pequeños y sutiles movimientos trata de captar la atención de la aspirante a ser la madre de los hijos del mejor semental de la ganadería. Caso de que los pequeños y sutiles movimientos no resulten suficientes para despertar la acometividad de la becerra, el caballo, diestramente dirigido por su jinete, aumentará su área de movimiento, hará ruido con el estribo, levantará la vara de picar y soltará algún improperio campero hasta que la erala (normalmente se tientan las vacas cuando tienen entre dos y tres años, su edad más fértil) decida pararse en el centro de la plaza, fijarse en el caballo y responder al reto acometiendo con furia al parapetado caballo.

La isla de las tentaciones
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