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Miguel Bosé, el hijo del Capitán Trueno
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Miguel Bosé, el hijo del Capitán Trueno

El cantante y su padre, Luis Miguel Dominguín, tenían algo en común: una apabullante seguridad en sí mismos que les llevaba a innovar y reinventarse de forma constante

Foto: Luis Miguel Dominguín y Miguel Bosé. (Getty)
Luis Miguel Dominguín y Miguel Bosé. (Getty)

El hijo del Capitán Trueno tiene la edad con la que recuerdo a su padre. Concentran ambos, por diferentes motivos, gran porcentaje de la admiración que profeso a mis dos grandes pasiones: los toros y la música. Crecí soñando con ser el torero capaz, valiente, exitoso y rebelde que fue Luis Miguel Dominguín. Admiraba su soberbia técnica, su espíritu iconoclasta y ese estilo vanguardista que le llevó a vestir trajes diseñados por Picasso o a trascender del mundo del toro hasta convertirse en un personaje importante de la cultura, popular y culta, y de la sociedad internacional de la época.

Arreglé los desajustes de mi adolescencia, que -me repito sin parar (para ver si se cumple)- terminó a los cuarenta años, con las canciones de Miguel Bosé. Las más alegres para tratar de conquistar cantando y bailando a alguna ochentera de pelo inexplicable hoy para nuestros hijos. Las más lentas o tristes para, después de perseguirlas como un lobo, superar que finalmente nunca pasara lo del bambú.

“Nena, seré tu Super-Superman en… Sevilla si hace falta. Morena mía, si tú no vuelves, linda, puede que… morir de amor y aunque los chicos no lloran...”. Y así, casi tres décadas, eligiendo frases de sus canciones que cantaba al oído de la mujer de mi vida de esa noche tratando de convertir en subliminal un mensaje que daban a voz en grito todas y cada una de mis revolucionadas hormonas. Conseguía así asegurarme de que, si decía algo que no tuviera eco en la asediada de minifalda con leotardos, o que le pareciera demasiado fuera de tono a la interpelada de debajo de las hombreras, podría refugiarme en la excusable práctica del karaoking. Si no funcionaba, tenía que pasar al plan b de escaparme avergonzado a través de la densa niebla con la que los impunes fumadores de entonces se encargaban de asegurar el trabajo de los neumólogos de hoy.

placeholder Miguel Bosé, en una imagen de 1978. (Getty)
Miguel Bosé, en una imagen de 1978. (Getty)

Pero mi admiración por ambos va más allá de sus aportaciones a mis abundantes y generalmente frustrados buenos ratos de disfrute en las pistas de baile o ruedos. Ambos tenían algo en común: personalidad. Apabullante seguridad en sí mismos que les llevaba a innovar y reinventarse en sus distintos frentes de forma constante y casi compulsiva. Ambición artística y personal, y ego al mando seguramente, que les llevó a ser los números uno de sus oficios.

Luis Miguel se autoproclamó como tal en las Ventas y a punto estuvo de comenzar la segunda guerra civil española. Le plantó cara nada menos que a Sinatra cuando vino desesperado a sacar a Ava Gardner de su propia cama. Fascinó a Hemingway con la salvaje competencia artística que mantuvo con su cuñado, Antonio Ordóñez, hasta hacerle escribir uno de sus más famosos libros. Le decía a Franco, en las cacerías que compartían, cosas por las que hubieran encerrado de por vida a cualquier otro. Llegó al final en todo, llevaba al extremo todo lo que emprendía.

A la sombra del padre-genio

Sin embargo, Trueno padre y Trueno hijo no tenían una buena relación. Miguel Bosé nos lo contó a todos en la primera estrofa de una canción que es himno para aquellos que han crecido a la sombra de un padre-genio y arrastran de por vida la lucha y la duda de haber superado a su progenitor. “El hijo del Capitán Trueno nunca fue un hijo digno del padre, nació poeta y no una fiera, hijo de su madre”. Normal. Luis Miguel, con todas sus virtudes, era el prototipo de bruto total. Macho alfa, alfísimo, con las mujeres, en especial con la suya, con sus hijos, con su corte de admiradores y palmeros. Recuerdo su simpatía natural pero también las formas rudas e intransigentes de sus últimos años. Siempre tuvo, como dicen los toreros, “gatos en la barriga”. Añádele que, como todos sabemos, el ego nunca envejece bien.

placeholder Lucía Bosé y Luis Miguel Dominguín, con Miguel Bosé de niño en Roma. (Getty)
Lucía Bosé y Luis Miguel Dominguín, con Miguel Bosé de niño en Roma. (Getty)

Miguel, mucho más sensible por la mezcla de los cromosomas maternos, y a pesar de, con seguridad, estar dotado de una dosis similar a la de su padre de esa fórmula mágica que produce la personalidad, ha tenido una vida mucho más contenida. No ha expuesto nunca su vida privada, su condición sexual, ni recuerdo que se haya implicado en nada públicamente que no sea su música. Hasta ahora. Ahora Miguel tiene la edad que tenía su padre, tal y como yo le recuerdo en sus últimos años. Murió con 70 y Miguel tiene 64. No parece que sea el momento adecuado para tratar de liderar causas perdidas o extrañas. Mucho menos si es la primera vez que lo intentas, existe Twitter y la parrilla de televisión se alimenta de la humillación, del derribo de los ídolos, de la tergiversación y de la infamia. Pero está en su derecho.

Miguel puede decir lo que quiera. Tiene bagaje, coraje y ¿se puede decir todavía cojones? para hacerlo. Y tiene derecho a equivocarse, a rectificar o justificarse. Quizá lo que me tiene más triste es que tenga que dar esas explicaciones o defender sus convicciones con mucha menos energía y lucidez de la que normalmente le quedaría a un hombre de la edad con la que recuerdo a su padre.

El hijo del Capitán Trueno tiene la edad con la que recuerdo a su padre. Concentran ambos, por diferentes motivos, gran porcentaje de la admiración que profeso a mis dos grandes pasiones: los toros y la música. Crecí soñando con ser el torero capaz, valiente, exitoso y rebelde que fue Luis Miguel Dominguín. Admiraba su soberbia técnica, su espíritu iconoclasta y ese estilo vanguardista que le llevó a vestir trajes diseñados por Picasso o a trascender del mundo del toro hasta convertirse en un personaje importante de la cultura, popular y culta, y de la sociedad internacional de la época.

Miguel Bosé
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