Hablamos con los allegados de Francisco Rivera, Paquirri, en su 75º cumpleaños
Familiares y compañeros de profesión del torero lo recuerdan con emoción en esta fecha tan señalada
Se dio de bruces con él; era una tarde de octubre, con el veranillo de San Miguel alargándose hasta esos primeros días del otoño. Paquirri salía de un comercio, el Bazar Victoria, un clásico en el centro de Sevilla; ella andaba mirando al suelo jugando a no pisar las llagas de las baldosas en la acera siguiendo los pasos de su madre, que caminaba un par de metros adelantada.
De repente, la mujer pareció engullida por el chaflán de entrada a la tienda que aún se encontraba ubicada en el tramo de la calle Entrecárceles, casi a la vuelta del consistorio sevillano. Entonces, la niña echó a correr sin abandonar su propósito de pisar en liso y sin reparar que alguien salía de la tienda a la par que ella hacía por entrar. Solo en el encontronazo, cuando sintió que se estrellaba contra un cuerpo, levantó la cabeza. Al verlo, se quedó inmóvil, turulata: la robustez del diestro y el azul turquesa intenso de sus ojos la dejaron pasmada.
Aquel hombre caminaba con apostura pero con naturalidad y hablaba a los niños como un adulto normal, con afecto. Pero no era un hombre normal, no: por entonces era ya una de las máximas figuras del toreo.
Años más tarde, cuando lo de Pozoblanco, aquella niña quiso acompañar a sus padres -como muchos otros sevillanos- a darle el adiós último, en la que sería su vuelta al ruedo póstuma maestrante, antes de recibir cristiana sepultura.
La víspera, al domicilio conyugal de Francisco Rivera, Paquirri, y su mujer, Isabel Pantoja, solo pudieron acceder los más cercanos a la familia y algunos compañeros de profesión. Así, cuenta Luis Calderón (nieto del célebre Calderón, descubridor de Juan Belmonte) que vio cómo Curro Romero caminaba despacio, cabizbajo, por el pasillo que conducía a uno de los salones de la vivienda donde Paquirri se encontraba de cuerpo presente. “Allí, ante el féretro, Curro permaneció en silencio un tiempecito, solo, muy impresionado, con semblante tristísimo. Después habló un momento con Riverita -hermano de Paquirri- y se marchó sin hacer ruido”, recuerda Calderón para Vanitatis.
En otro salón del inmueble estaba la ya viuda del diestro, Isabel, destrozada y rodeada de los suyos. “Acceder al piso no era fácil, la Guardia Civil montó un dispositivo para mantener el orden público en la calle, que llevaba horas abarrotada de gente. Yo lo pude subir gracias a la amistad de Manuel Cansino con uno de los sargentos. Es difícil, a pesar de los años transcurridos, olvidar las sensaciones que tuve al ver el cadáver de Paquirri amortajado. Hoy hubiera cumplido 75 años. Increíble”, se asombra ahora Luis Calderón.
Pozoblanco supuso un antes y un después para la familia Rivera. Así lo reconoce Antonio Rivera, el hermano pequeño de Francisco, el primero en echarse al ruedo cuando el toro Avispado le destrozaba las entrañas. “Iba muy mal. En la enfermería nos quedamos todos ‘dormidos’, nadie supo reaccionar como las circunstancias requerían: a nadie se le ocurrió poner pinzas en la femoral ni en la ilíaca, y llamar a un helicóptero para trasladarlo al hospital de Córdoba. Lamentablemente las cosas se hicieron de otra manera, con el fatal desenlace que todos conocemos. Yo, casi 40 años desde que se fue, sigo hablando con él a diario. Le echo de menos para todo. No lo he superado, aunque la vida sigue y hay que ser fuerte. ¡75 años, madre, 75 años!”, dice emocionado.
Paquirri fue obra de Antonio Rivera Alvarado, su padre, quien le hizo torero. “Era tan exigente con él que jamás le dio la enhorabuena. Recuerdo un día que salió a hombros por la Puerta del Príncipe, en Sevilla. Paco se estaba duchando en la habitación del hotel. Mi padre llegó y le abrió la puerta del baño para decirle que si no le daba vergüenza haber dado los zapatillazos que había dado. Eso después de haber cortado tres orejas en La Maestranza. Ná”.
De la madre, Agustina Pérez, cuenta el menor de los Rivera que “embarazada de mi hermano Paco, una mañana estando ella lavando ropa en el río, al pasar por allí a caballo el ganadero don Carlos Núñez, éste le dijo: ‘Agustina, vas a tener a un macho, se va a llamar Paquirri, lo va a apoderar Camará y va a ser figura del toreo’. Así se lo dijo, ¡y acertó en todo!”.
Doña Agustina, a la que adoraban sus hijos, era una gran aficionada: “Mi madre iba a ver torear a Paco a la plaza. No soportaba quedarse en el hotel, prefería estar presente para tener claro cuándo pasaba el peligro. Sufrió lo que no hay en los escritos. Era curioso, porque lo picaba mucho, y si estaba mal, le echaba una bronca como nadie más. Decía siempre que para ser torero y figura no valían las medias tintas, que había que amarrarse bien los machos”.
Hay que recordar que a Francisco Rivera, Paquirri, le costó mucho posicionarse en los primeros puestos del escalafón porque daba guerra y eso no lo permitían, si podían, los entonces mandones. Él salió en una época en la que había una serie de toreros ya figurones entre los que era muy difícil destacar; estaban los Viti, Camino, Benítez, Ordóñez… “Le hicieron muchas cabronadas porque Paco era de los que molestaba en la plaza a los grandes, y estos no querían a nadie haciéndoles sombra. Pero Paquirri lo logró, ¡ya lo creo!”. Cuentan quienes le vieron muchas tardes de triunfo que Francisco Rivera, Paquirri, fue un diestro con unas cualidades fuera de lo normal: amor propio, casta, capacidad de decisión, valentía, de los que con los muslos abiertos quería seguir en la cara del toro. Y que vivía para su profesión y para sus hijos, nada más.
¿Cómo era como padre y como hijo?
Como padre era chapó, quería con locura a sus hijos, los atendía como pocos. Igual que como hijo, que era excepcional. Muy bueno, serio y respetuoso.
Si hoy pudiera celebrar sus 75 años, ¿a qué cree que se dedicaría?
Creo que sería apoderado. Nunca se habría cortado la coleta, para seguir siendo torero siempre. Se hubiera retirado, pero no cortado la coleta. Él tenía pensado irse al año siguiente en que el toro lo mató. Su idea era hacerlo en Cantora, montando allí una placita de toros portátil, y así poder invitar a todos sus amigos y matar seis toros para ellos. Hoy, si estuviera aquí, seguro lo celebraría en una de las fincas, comiendo y en reunión familiar y con amigos, con cantecito flamenco y buen ambiente. Rodeado de los suyos, que era como más le gustaba estar. De esa manera es como me gusta recordarle.
Se dio de bruces con él; era una tarde de octubre, con el veranillo de San Miguel alargándose hasta esos primeros días del otoño. Paquirri salía de un comercio, el Bazar Victoria, un clásico en el centro de Sevilla; ella andaba mirando al suelo jugando a no pisar las llagas de las baldosas en la acera siguiendo los pasos de su madre, que caminaba un par de metros adelantada.