Isabel I, la reina que no quiso casarse para evitar que su poder recayera en un marido
No podemos decir que fue una mujer feminista puesto que en su contexto histórico no cabe hablar de este movimiento, pero sí tuvo claro siempre que no quería compartir vida a través del matrimonio por temor a perder el poder
Mujer que acumuló un gran poder, una de las monarcas más longevas de la historia de Inglaterra con permiso de la actual Isabel II, Isabel I es una de las reinas más enigmáticas que ha tenido Inglaterra. Sus cuadros demuestran rasgos de su carácter, siendo una constante en todos ellos una mirada fría y la plasmación del rostro de una mujer por la que no pasan los años, algo totalmente irreal. Cierto es que Isabel sufrió la viruela, que dejó severas marcas en su rostro, lo que hizo que siempre fuese retratada con un espeso maquillaje que ocultaba realmente su aspecto. En todos los retratos que se conservan de ella se observa el mismo rictus, la misma mirada perdida y una edad indeterminada. Es como si quisiera esconder su verdadera personalidad también a través de la pintura. Quienes trabajamos con la historia, y más de esas épocas, nos valemos de dos vías muy valiosas para despejar las incógnitas de lo sucedido hace siglos: los retratos y lo que los personajes dejaron por escrito, bien en cartas, bien en diarios o en testamentos (el de Isabel la Católica, por ejemplo, está tan detallado que solo con ese documento se puede analizar perfectamente su personalidad). Isabel I, a diferencia de otros gobernantes, no dejó diarios ni correspondencia que hayan servido a los historiadores para saber exactamente qué pensaba.
Cabeza de la Iglesia anglicana, si su predecesora María Tudor fue una ferviente católica, Isabel no demostró en modo alguno, al menos de manera pública y notoria, su fe, aunque la historiografía la sitúa, lógicamente, como anglicana. Tampoco fue especialmente sangriento su reinado en cuanto a la persecución de católicos aunque esto no implica que no hubiese ajusticiamientos. No debemos olvidar al analizar su figura que hablamos del siglo XVI y, sobre todo, de una monarquía autoritaria.
Fue la segunda hija de Enrique VIII y la única que tuvo con la malograda Ana Bolena, que fue decapitada por su marido cuando Isabel apenas contaba 3 años de edad. Este hecho, el de que su madre fuese ejecutada, le arrebató durante años la posibilidad de ser la heredera del trono, algo que cambió porque su padre, a pesar de todos sus esfuerzos por conseguir un heredero varón, solo lo logró en la figura de Eduardo VI quien reinó tan solo seis años debido a su mala salud. Al no existir una ley sálica en Inglaterra, no fue un problema que Isabel ascendiera al trono, como así sucedió.
Podemos reivindicar su figura como la de una mujer independiente, aunque siempre teniendo en cuenta que hablamos del Quinientos, una época donde las mujeres no acumulaban el poder tal y como hoy lo interpretamos. Sí supo jugar sus cartas para ser una reina autoritaria, todo lo que podía serlo con la anuencia del Parlamento inglés, que recortaba en cierta medida hacia el absolutismo. Una de las decisiones que más caracterizaron su personalidad fue el hecho de negarse de manera sistemática a contraer matrimonio, algo poco usual en una reina.
Las razones por las que nunca accedió a casarse pudieron ser varias, pero la que cobra más fuerza entre los historiadores es que ella sabía perfectamente que la lucha de la nobleza haría todo lo que estuviera en su mano para tenerla apartada del poder, favoreciendo así al que fuese su marido. La guerra de las Dos Rosas, que enfrentó a las dinastías York y Lancaster y que dio como resultado el ascenso al trono de la dinastía Tudor, pesaba en el recuerdo.
Una infancia difícil
Isabel no tuvo una infancia en absoluto feliz. El desgraciado final de su madre, Ana Bolena, la hizo crecer sin la figura materna, lógicamente, pero también sin padre y, lo más importante teniendo en cuenta su estatus, sin derecho alguno, ya que el matrimonio de sus progenitores fue declarado inválido y ella, por consiguiente, pasó a ser una hija ilegítima sin ningún privilegio y, por descontado, se la desposeyó de su título de heredera del trono.
Enrique VIII replicaba así lo mismo que previamente había hecho con su hija mayor, la princesa María, hija de su primera esposa Catalina de Aragón y futura María Tudor, reina de Inglaterra. El monarca que llevó a Inglaterra a la ruptura con Roma no se detenía ante nada y antepuso siempre sus intereses, o más bien caprichos, a los asuntos de Estado. Romper con Roma no fue un problema, no pareció importarle humillar a su primera esposa, la reina Catalina de Aragón, hija de los Reyes Católicos (ya muertos en el momento de ser repudiada) y tía, por tanto, de Carlos V, ni más ni menos que el emperador, el gobernante más importante del mundo conocido de esa época.
Enrique se encaprichó de Ana Bolena y de la misma forma que todo fue rápido para poder contraer matrimonio con ella, todo se precipitó apenas tres años después de la boda. Adujo adulterio, probablemente para poder deshacerse de ella de la manera más eficaz: cortándole la cabeza. No hay que olvidar que ser acusada de tal delito era alta traición al rey y el castigo era, inexorablemente, el ajusticiamiento. Eso sí, por ser noble, se tenía el detalle de que fuese mediante una fina espada y no en la horca.
La historia de los matrimonios de Enrique VIII es de sobra conocida pero cabe mencionar aquí el papel de su última esposa, Catalina Parr, quien utilizó toda la diplomacia que pudo para convencer a su esposo de la necesidad de restituirle sus derechos a la pobre Isabel que no tenía la culpa lo ocurrido, ni siquiera de la supuesta infidelidad de su madre que, con el tiempo, se demostró que era mentira.
La relación con su hermana, María Tudor
Cuando Isabel nació, María ya contaba con 17 años. Mientras Isabel fue una niña indefensa, María, sin tener un amor profundo hacia ella, de una manera u otra, la protegió. Las cosas cambiaron, no obstante, varias veces en su complicada relación. Cuando ascendió al trono el hermano de ambas, Eduardo VI, la situación se volvió más tensa, pero el monarca apenas reinó seis años ya que su debilitada salud terminó con su vida enseguida. Justo después de su muerte ascendió al trono, aunque jamás llegaría a ser coronada, Juana Grey, quizás la reina inglesa que ostenta el récord de menos tiempo reinando, exactamente nueve días. ¿Quién era Juana Grey y, sobre todo, por qué llegó a reinar? Juana era la bisnieta de Enrique VII y sobrina segunda del joven Eduardo VI, quien la nombró en su testamento su heredera, probablemente porque su hermana, María Tudor, era una ferviente católica y ella era una gran defensora de la fe anglicana. En dicho testamento, el rey Eduardo VI eliminó a sus medio hermanas, María Tudor y a la futura Isabel I, de la línea de sucesión al trono, alterando así sus reclamaciones a través de la Tercera Ley de Sucesión.
De poco sirvió, sin embargo, la disposición del difunto rey ya que el poderoso Consejo Privado cambió de criterio y proclamó reina de pleno derecho a María Tudor. Juana era la nuera del poderoso duque de Northumberland, pero no importó ya que este fue acusado de traición y, por lo tanto, ejecutado. Juana correría la misma suerte, no de manera inmediata pero sí meses después; tanto ella como su esposo, fueron también ajusticiados.
Reinado de María Tudor
María era hija, como hemos dicho anteriormente, de la muy católica y devota Catalina de Aragón, quien inculcó en su hija sus creencias religiosas. Llegaba, pues, al trono de Inglaterra una soberana de pleno derecho que cambiaba por completo el panorama religioso y de poder de su padre, Enrique VIII. Además, por si fuera poca la devoción de María, se casó, por motivos de estrategia política como era habitual, con el también católico (y poderoso) Felipe II, quien era, por cierto, su sobrino. El reinado de María se caracterizó por una cruenta persecución sobre todo de luteranos, unos hechos que le valieron el apodo de María la Sanguinaria por cuantos ajusticiamientos llevó a cabo durante su corto reinado. En el primer mes de su ascenso al trono y a través de un edicto se mostró “comprensiva y tolerante” con los protestantes, pero poco les duró esa alegría ya que la monarca enseguida dio a conocer su peor cara.
En connivencia con el Parlamento, lo primero que hizo fue declarar válido el matrimonio de sus padres, un hecho que la acercaba, lógicamente, a Roma. Por descontado abolió todas las leyes promulgadas por su hermano y padre, y la doctrina de la Iglesia católica fue restaurada (incluido el celibato clerical). La labor de María Tudor y su esposo Felipe II para derogar todo lo anterior fue una larga y tediosa tarea donde hubo que hacer muchas concesiones, pero lo más reseñable fue la cruenta persecución que se cobró la vida en la hoguera de cientos de personas, entre ellas Cranmer, el artífice de la anulación del matrimonio de los padres de María, quien, en un gesto de auténtica venganza, le prometió el indulto y, una vez retractado este, lo quemó igualmente. Estas persecuciones, llamadas marianas y que duraron hasta la muerte de la reina, provocaron en los ingleses un profundo sentimiento antiespañol y anticatólico.
Subida al trono de Isabel I
Cuando la reina María falleció, su media hermana Isabel subió al trono. Como si de un juego se tratase, esta revirtió todo lo que su hermana había hecho en cuestiones religiosas y el trono inglés recuperó su anglicanismo, algo que nunca más hasta la fecha ha vuelto a perder.
Cuestiones religiosas aparte, el reinado de Isabel I pasó a la historia por ser de gran prosperidad a todos los niveles, principalmente el económico, al convertir a su país en una gran potencia marítima, incluso a pesar de su gran contrincante, España en manos del poderoso Felipe II. Pero no solo eso, durante su reinado Inglaterra vivió su siglo de oro en las artes, la literatura, la cultura en general y, desde luego, una gran expansión, especialmente en el norte de América.
Enfrentamiento con María Estuardo
Si la vida de Isabel fue apasionante, no lo fue menos la de María Estuardo, aunque sus finales fueron bien diferentes. María Estuardo era la hija de Jacobo V de Escocia, quien falleció en medio de una batalla cuando María tenía seis días de vida. Al ser su única heredera, se convirtió en reina siendo un bebé, lógicamente, bajo una regencia. La infancia de María transcurrió en Francia, lejos de su Escocia natal, ya que enseguida fue prometida al Delfín, futuro Francisco II. Recluida y escondida en conventos por temor a ser asesinada, cuando por fin llegó la hora de su matrimonio, poco le duró ser reina de Francia ya que al año de la boda enviudó.
María partió de Francia a Escocia, ya viuda, para tomar posesión de su trono y fue entonces cuando las relaciones entre ambas reinas (Isabel era su tía, además) comenzaron a ser paralelas. Aunque no se tiene constancia de que se conocieran nunca, María siempre fue una constante amenaza para Isabel por reclamar la primera para sí la legitimidad del reino inglés, alegando que la reina Isabel era fruto de un matrimonio que había sido declarado nulo por la Iglesia católica. No olvidemos que la Estuardo era católica.
Isabel siempre la tuvo bajo vigilancia porque siempre pensó que podría llegar a provocar una revuelta. De hecho, para curarse en salud, Isabel encerró a María en un castillo, eso sí, sin llegar a tener carácter de prisionera. Este hecho hizo despertar la conciencia católica de la zona del norte de Inglaterra, lugar donde estaba ubicado el castillo de Fotherinhay. Isabel había sido, por otra parte, excomulgada por el papa Pío V, lo que suponía que, automáticamente, los católicos no le debía obediencia civil.
No se equivocó Isabel en sus sospechas y enseguida fue informada de la revuelta que Sir Anthony Babington encabezaba para asesinarla y colocar en el trono a María Estuardo. Por este hecho, considerado alta traición, fue ejecutada por decapitación el 8 de febrero de 1578, convirtiéndose en una mártir católica. Isabel reinaría 25 años más después de la muerte de María Estuardo. Cuando la monarca inglesa falleció, se extinguió con ella la dinastía Tudor dando comienzo a la Estuardo ya que, al morir sin descendencia, el trono pasó, cosas de la vida, al hijo de la decapitada María Estuardo, Jacobo I de Inglaterra y VI de Escocia.
Gema Lendoiro es periodista y doctoranda en Historia Moderna por la Universidad de Navarra.
Mujer que acumuló un gran poder, una de las monarcas más longevas de la historia de Inglaterra con permiso de la actual Isabel II, Isabel I es una de las reinas más enigmáticas que ha tenido Inglaterra. Sus cuadros demuestran rasgos de su carácter, siendo una constante en todos ellos una mirada fría y la plasmación del rostro de una mujer por la que no pasan los años, algo totalmente irreal. Cierto es que Isabel sufrió la viruela, que dejó severas marcas en su rostro, lo que hizo que siempre fuese retratada con un espeso maquillaje que ocultaba realmente su aspecto. En todos los retratos que se conservan de ella se observa el mismo rictus, la misma mirada perdida y una edad indeterminada. Es como si quisiera esconder su verdadera personalidad también a través de la pintura. Quienes trabajamos con la historia, y más de esas épocas, nos valemos de dos vías muy valiosas para despejar las incógnitas de lo sucedido hace siglos: los retratos y lo que los personajes dejaron por escrito, bien en cartas, bien en diarios o en testamentos (el de Isabel la Católica, por ejemplo, está tan detallado que solo con ese documento se puede analizar perfectamente su personalidad). Isabel I, a diferencia de otros gobernantes, no dejó diarios ni correspondencia que hayan servido a los historiadores para saber exactamente qué pensaba.