90 años de Anthony Perkins: la complicada vida del hombre tras la ducha de 'Psicosis'
Repasamos la vida del hombre que encarnó a Norman Bates, uno de los psicópatas más reconocibles e imitados de la historia del cine
Unos violines sonando de fondo, como si fuesen cuchilladas traspasando la piel de un cuerpo cualquiera. Los gritos de una joven bajo el agua de una ducha mientras el asesino (o asesina, para aquellos que no sepan el truco final de la película) no deja de empuñar el cuchillo contra ella. Un montaje sincopado y frenético, plano tras plano en un austero blanco y negro, como nunca se había visto en la historia del cine. Esas son algunas de las claves de la escena más icónica de 'Psicosis', la película que cambió para siempre el cine de terror, la obra maestra de un Hitchcock que quiso rodar una cinta de bajo presupuesto con un equipo casi televisivo y que, por fortuna, acabó sacando oro de aquel material de derribo. El protagonista de la historia, Norman Bates, el amable chico que regenta un motel de carretera y es en realidad un psicópata traumatizado por su madre, se convirtió en la prueba de que el terror puede tener, muchas veces, el rostro de la virtud.
El actor que lo interpretó, Anthony Perkins, quedó marcado de por vida por aquella interpretación (prueba de ello son las varias secuelas que siguieron al original en los 80, cuando su carrera inició un descenso a los infiernos). La vida personal del actor estuvo influida por una homosexualidad que tuvo que esconder a marchas forzadas y por la lacra del sida, que se lo llevó para siempre en 1992.
Muchos años antes de aquello, Perkins era un niño mimado por su madre y huérfano de un padre que también había hecho sus pinitos en Hollywood (era uno de los policías que aparecían en la mítica 'Scarface' de los años 30 dirigida por Howard Hawks). Cuando llegó a Hollywood solo era uno más de aquella ola de actores con imagen vulnerable que habían promovido Montgomery Clift y James Dean. Su pequeño empujón profesional llegó de la mano de William Wyler y 'La gran prueba', en la que se codeó con una estrella del calibre de Gary Cooper. Pero el espaldarazo de su vida profesional fue, sin duda, 'Psicosis'. Algo nada extraño teniendo en cuenta la serie de circunstancias que rodearon a la película.
Las colas para verla en todas y cada una de las ciudades donde se estrenaba eran kilométricas. Por expresa petición del propio Hitchcock, los espectadores que llegasen tarde a la sala no podían entrar. Además, estaba muy mal visto hacer 'spoilers' y revelar el dramático final de Janet Leigh a mitad del metraje. La combinación de factores hizo de la película un fenómeno y de Tony Perkins un paradójico y retorcido símbolo de idolatría para las quinceañeras de aquella época. Su imagen de buen chico ocupó las paredes de los dormitorios de muchas jóvenes en los años 60, poco antes de que la contracultura y el sueño hippie pusiesen a los 'malotes' de verdad, los que además de serlo también lo parecían, de moda. 'Psicosis' hizo que a la carrera de Anthony Perkins llegasen propuestas de calidad como 'El proceso', de Orson Welles, y otros títulos de diversa índole.
En una época en la que la homosexualidad era un tema tabú, Perkins mantenía encuentros sexuales a escondidas con coetáneos suyos tan conocidos como Tab Hunter o Rock Hudson. Todo el mundo en Hollywood sabía que era gay, pero su nivel de fama no era tan elevado como para que el estudio o el agente de turno lo condenasen a casarse con una mujer. Según sus propias palabras no se acostó con ninguna hasta que tuvo 40 años. Esa mujer fue otra actriz, y de culebrones televisivos para más señas, Victoria Principal. Un año después, y quizá por una censura autoimpuesta a su verdadera naturaleza, contrajo matrimonio con la fotógrafa Berry Berenson, hermana de Marisa, la actriz. Tuvieron dos hijos: Osgood y Elvis. Con su familia, Tony Perkins pareció arrinconar su pasado en la cama de tantos y tantos hombres.
Pero su vida oculta y los encuentros furtivos con otros de su mismo sexo siguieron estando presentes en su vida. Cuando contrajo sida a finales de los 80 quiso que su agente ofreciese un comunicado a los medios. En él manifestaba cuál era la realidad de su estado, tal y como había hecho años antes su compañero Rock Hudson. Durante aquellos años también confesó haberse sentido abandonado por la comunidad del cine. La enfermedad, todavía estigmatizada, lo condenó al ostracismo y, tal y como él mismo dijo, solo encontró consuelo en aquellos que también la padecían. El sida, entonces mortal, se lo llevó en silencio un 12 de septiembre de 1992. Tenía 60 años.
En los estudios Universal de Los Ángeles, que cada año visitan miles y miles de turistas, todavía impone la casa de madera de estilo gótico que sirvió de decorado para una de las películas más míticas de la historia del cine. Y entre sus paredes muchos de esos visitantes aún recuerdan a aquel chico tímido y perturbado; a aquel jovenzuelo aparentemente inocente y desgarbado que sirvió como manual de instrucciones para todos los actores que interpretaron a asesinos en serie años después. Aunque Anthony Perkins sufriese la indignidad del olvido, la sombra de Norman Bates aún es alargada.
Unos violines sonando de fondo, como si fuesen cuchilladas traspasando la piel de un cuerpo cualquiera. Los gritos de una joven bajo el agua de una ducha mientras el asesino (o asesina, para aquellos que no sepan el truco final de la película) no deja de empuñar el cuchillo contra ella. Un montaje sincopado y frenético, plano tras plano en un austero blanco y negro, como nunca se había visto en la historia del cine. Esas son algunas de las claves de la escena más icónica de 'Psicosis', la película que cambió para siempre el cine de terror, la obra maestra de un Hitchcock que quiso rodar una cinta de bajo presupuesto con un equipo casi televisivo y que, por fortuna, acabó sacando oro de aquel material de derribo. El protagonista de la historia, Norman Bates, el amable chico que regenta un motel de carretera y es en realidad un psicópata traumatizado por su madre, se convirtió en la prueba de que el terror puede tener, muchas veces, el rostro de la virtud.
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