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Rocío Carrasco, Juana Rivas y el telepopulismo
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OPINIÓN

Rocío Carrasco, Juana Rivas y el telepopulismo

El autor hace un paralelismo entre el tratamiento mediático de ambos casos y reflexiona sobre la pornografía de la intimidad y el populismo político más feroz

Foto: Rocío Carrasco. (Vanitatis)
Rocío Carrasco. (Vanitatis)

Para entender qué demonios ha ocurrido en España con Rocío Carrasco no hay que escucharla a ella, ni a su hija, ni a su exmarido. Tampoco a Jorge Javier ni a Irene Montero: olvídate de los presentadores y colaboradores de 'Sálvame', de las secciones especializadas en otras tertulias, de las redes sociales y demás parásitos que se alimentan de la criatura. Rocío Carrasco es, como la Dolorosa de la Semana Santa, un icono. Y el sentido de los iconos se comprende, siempre, atendiendo a su eco. Hagamos un poco de antropología con el fenómeno televisivo más bestia en lo que va de siglo XXI.

La historia no empieza con Rociito, ni con su madre, ni con el nacimiento de Jorge Javier de una costilla de Pedro Ruiz. Todo empieza cuando el Monstruo (Mediaset, Telecinco, La Fábrica, etc) compra 'Gran Hermano' en el siglo pasado. Aquel programa se alabó (¿os acordáis?) como un experimento sociológico. Vale. Pero los enteradillos y culturetas se equivocaban. Era un experimento, pero al contrario de lo que pudiera parecer, las cobayas no eran los concursantes, sino los espectadores. Todos nosotros.

Foto: zoom-influyente-caso-rociito-exclusiva-vanitatis

Veamos cómo funcionó el “experimento sociológico” y qué consecuencias tuvo. Allí participaba gente corriente, y gente corriente somos todos. Con esto estaba demoliéndose la esfera íntima en España. La tele venía a decirte que tú también tienes madera de famoso, y desde ese momento no hubo nada que pudiera ser considerado irrelevante en la vida privada de nadie. Desde las conversaciones de la hora de comer a los ronquidos, desde el comentario lascivo en la discoteca al odio contra un compañero de oficina, desde el ruido de masticar al de la defecación: cualquier cosa podía ser susceptible de comentarse por ahí.

La tele clonó esta fórmula en todos sus programas, y salió bien. El truco, alejar la cámara del famoso y arrimarla a las entrañas del show: a la guerra entre colaboradores, a los desplantes y plantones, a lo que está pasando fuera de foco, tras la cámara. Por eso hoy encendemos la tele como cotilleamos Instagram. No es por Cristiano Ronaldo que se mira 'El chiringuito', sino por los gritos histéricos de Roncero; ni se atiende a 'La Sexta Noche' por Pedro Sánchez, sino por la pelea entre Maestre e Inda. El efecto 'Gran Hermano' hizo que el famoso se convirtiera en la excusa de unos cuantos para obtener sendos minutos de fama.

Los que juzgaban a los demás, en el plató y fuera del plató, en las redes, obtenían un protagonismo creciente y se convertían también en personajes famosos. De esta manera, una gigantesca máquina de dinero y reputación (dinero para los listos, reputación para los demás) se puso a girar en torno a personajes intercambiables. Dado que estos se parecían cada vez más a la gente normal y eran necesarios menos méritos para acabar en el disparadero, empezó a proliferar la idea de que esa gente representaba a la gente normal. Belén Esteban fue una pionera.

Así que, resumiendo, durante los últimos años pasaron estas cosas en la tele y fuera: 1) se normalizó la idea de que el cotilleo es algo digno de llegar a todas partes; 2) se normalizó la idea de que cualquiera es susceptible de vender su vida íntima en pantalla; 3) se normalizó la idea de que los problemas personales han de someterse al juicio popular; y 4) finalmente, se acabó normalizando la idea de que el juicio público a un personaje afecta a la justicia de los demás, porque el muñeco de la pantalla puede representarnos a todos.

Hoy airear tus intimidades en público y llamar cabrón a tu exmarido no es telebasura, ¡es política! ¡Y progresista!

¡Por ahí resopla Rocío Carrasco! Hoy airear tus intimidades en público y llamar cabrón a tu exmarido no es telebasura, ¡es política! ¡Y progresista! Dijeron en Mayo del 68 que lo personal es político y me pregunto cómo se les quedaría el culo a los filósofos franceses, tan aficionados a criticar la televisión, si vieran adónde nos ha llevado la frasecita. Ejemplos hay a patadas, no hace falta mencionarlos. Pero vayamos a uno sangrante: ¿alguien sabe dónde terminaba la política y empezaba el 'Sálvame' en el caso de Juana Rivas? No. Si le quitamos todas las capas de propaganda, lo que se oyen son las voces estridentes de 'Sálvame'.

Juana Rivas fue un boceto incompleto de Rocío Carrasco. Un prototipo para este telepopulismo que confunde la lucha política con la pornografía de la intimidad. Juana Rivas se hizo famosa, como la gente normal de 'Gran Hermano', y pidió ser juzgada, como aquellos concursantes, por la audiencia y no por los jueces. Grave error, porque los juzgados funcionan de otra forma. Pero el pato solo lo pagó ella, porque las mismas señoras que la empujaron irresponsablemente por un barranco judicial aparecen ahora como “expertas de género” en lo de Rocío Carrasco.

Foto: Rocío Carrasco. (Vanitatis)
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Esta es la historia tras las bambalinas. Nuestros son los pies que asoman bajo el paso de esta Dolorosa de quita y pon, que vende la destrucción de su familia para que unas cuantas trepas se dediquen a pontificar. Rocío Carrasco no representa a las mujeres maltratadas por el machismo, sino a las personas maltratadas por el telepopulismo.

Para entender qué demonios ha ocurrido en España con Rocío Carrasco no hay que escucharla a ella, ni a su hija, ni a su exmarido. Tampoco a Jorge Javier ni a Irene Montero: olvídate de los presentadores y colaboradores de 'Sálvame', de las secciones especializadas en otras tertulias, de las redes sociales y demás parásitos que se alimentan de la criatura. Rocío Carrasco es, como la Dolorosa de la Semana Santa, un icono. Y el sentido de los iconos se comprende, siempre, atendiendo a su eco. Hagamos un poco de antropología con el fenómeno televisivo más bestia en lo que va de siglo XXI.

Rocío Carrasco