Madrid-Moscú en un SEAT 133: el fascinante viaje de Ana de Rojas en 1975
Instalada en su refugio de Ciudad Rodrigo, en Salamanca, la hija del conde de Montarco recuerda un periplo que la llevó de la España franquista a la Rusia comunista recorriendo más de 10.000 kilómetros en dos semanas
“Desde pequeña, en mi casa siempre escuché hablar de política”, me cuenta Ana de Rojas (Madrid, 78 años) a través de una videollamada de WhatsApp, una de las múltiples tecnologías que utiliza con pericia. Su padre, el político y ganadero Eduardo de Rojas, V conde de Montarco, formaba parte del consejo privado de don Juan de Borbón, fue uno de los primeros miembros de Falange y era ávido lector de ‘ABC’ y ‘Le Monde’. “Se lo traían en un sobre cerrado porque durante la dictadura estaba prohibido”, continúa con un cigarro entre los dedos y envuelta en una nube de humo. “Fumo como un cosaco. Tengo toneladas de Ducados sobre mis pulmones. Hace poco me caí y me operaron el codo. Cuando me hizo la radiografía avisé al médico: ‘No quiero ni un sarcasmo’. Luego resultó que estaba sanísima”, añade.
Como buen defensor de la patria, su padre formó parte de la División Azul, con la que pasó mucho tiempo en las trincheras de Smolensko, en Rusia. “Vivió verdaderas calamidades junto a sus compañeros. Las autoridades españolas los habían medio abandonado y los alemanes los trataban muy mal. Las cartas que mi padre le envió a mi madre en aquella época eran reveladoras”, continúa Ana, la menor y única superviviente de los cinco hijos que tuvo el matrimonio formado por el conde con su primera esposa, María Pardo Manuel de Villena. La propia Ana publicó algunas de esas misivas en la novela ficcionada sobre su familia ‘La carta perdida. En memoria de las condesas de Montarco’, que ella misma autoeditó en 2019.
10.000 kilómetros en dos semanas y media en un Seat 133
IDA (133 horas, unos seis días):
Madrid (España) – Clermont-Ferrand (Francia) – Ginebra (Suiza) – Zúrich (Suiza) – Stuttgart y Nuremberg (Alemania) – Pilsen y Praga (República Checa) – Varsovia (Polonia) – Bialystok, Minsk, Smolensko (Bielorrusia) – Moscú (Rusia)
VUELTA (sin límite de horas, tardaron unos 10-12 días):
Moscú (Rusia) – Minsk (Bielorrusia) – Budapest (Hungría) – Viena y Salzburgo (Austria) – Verona, Milán y Génova (Italia) – Mónaco, Niza (Francia) – Andorra – Madrid (España)
Esta mujer enérgica e indomable igual se lanza a teorizar sobre el nuevo orden mundial, la guerra de Ucrania o las vacunas, saltando de un tema a otro con la energía de una ardilla. Si a sus 78 años parece incombustible, imagínenla con 31, cuando en el verano de 1975 se le puso entre ceja y ceja que quería viajar a Moscú. En la España de Franco, la Rusia comunista era algo tan lejano, salvaje y terrorífico como una expareja y ya saben que no hay nada más atractivo que un destino prohibido. “Surgió una tarde: ‘¿Qué hacemos?'. Nos vamos a Moscú”, contestó con la determinación de un toro Miura a la pregunta de su entonces marido, el economista Luis Lazcano.
Por entonces, Ana trabajaba en la publicación 'Autorevista' y había participado en un rally femenino organizado por RACE, en el que quedó tercera al volante de un 850: “Me encantaba conducir”. En paralelo, Seat acababa de lanzar el modelo 133 –“algo muy básico, un segundo coche para que las mujeres hicieran la compra y llevaran a los niños al cole”– y para promocionar sus coches, la firma había puesto de moda financiar viajes de aventura a bordo de su vehículo. “Se presentaban varios dosieres, pero el mío ganó a todos. Proponía recorrer Madrid-Moscú en 133 horas. ‘Ha encantado’, me dijo el director de marketing”. Y así fue como dos matrimonios amigos –Ana y su marido, y el formado por el pediatra Anulfo González Díaz y su esposa, Carmen ‘Meme’ Redondo–, se subieron a dos Seat 133 y recorrieron en seis días los 5.000 kilómetros que entonces separaban Madrid de Moscú, el franquismo del comunismo.
La primera gran prueba apareció antes de salir: necesitaban una autorización oficial por parte de la URSS para poder atravesar sin peligro el telón de acero. “Así llegó a mi vida Igor Ivanov. Nos caímos bien al instante y seguimos siendo amigos hasta hoy”. El señor Ivanov era (supuestamente) el agregado cultural de la URSS en Madrid –aunque sorprenda la existencia de una delegación del país comunista en la capital del franquismo, así era– y vivía con su esposa Katia en un chalet en el Viso. Fue el encargado de poner a punto el papeleo y una vez con todos los documentos en regla, la agencia de viaje soviética InTourist se ocupó de reservar y pagar los hoteles en los que se albergarían tras el telón de acero.
Y así, un caluroso día de julio de 1975, las dos parejas se subieron a dos Seat 133 dispuestos a vivir su gran aventura. “La noche anterior cubrimos los coches con las banderas de todos los países que íbamos a cruzar. La primera era la española con el pollo [en alusión al águila de San Juan, utilizada durante el franquismo] y la última, la comunista de la hoz y el martillo. Cuando llegamos a la frontera con Francia se nos acercó un tipo alucinado: ‘¿Habéis cruzado toda España con esa bandera?’. No daba crédito”.
¿Cómo se aclaraban con la ruta?
Teníamos un mapa, entonces no existía Google Maps y elegimos el camino más directo: Suiza, Alemania, Checoslovaquia, Polonia, Bielorrusia y Moscú. Para la ida, intentamos ajustarnos al reto de las 133 horas. Aunque sabíamos que no podríamos hacerlo, queríamos aproximarnos lo más posible. La vuelta nos importaba menos. Podíamos tardar lo que nos diera la gana. En total el viaje se prolongó un poco más de dos semanas.
¿Cuántos kilómetros conducían al día?
Muchos, del orden de 600 o 700 km. Con aquel coche era una proeza. Todos conducíamos menos Meme. Anulfo aguantaba a base de cafeína. Yo a veces cogía su coche para que pudiese descansar.
¿Cómo era su rutina?
Salíamos muy pronto y no parábamos a tomar nada, porque tampoco se podía. Subsistíamos gracias al kit de supervivencia que traíamos de España con galletas, leche condensada, frutos secos… Hasta que llegabas a la ciudad de turno y comías lo que fuera.
¿Pasaron miedo en algún momento?
Sí, en la frontera checoslovaca, donde empezaba el telón de acero. La policía nos pidió los visados y pasaportes y se los llevó a la oficina. No teníamos ni una embajada ni un consulado ni una delegación en aquellas tierras. Me sacaron del coche a empujones y nos examinaron hasta los bolígrafos. Cruzar el telón de acero en aquella época era casi como perderse en el gulag.
¿Cómo se comunicaban con la gente?
Pensábamos que el alemán era el idioma 'oficial', pero todo el mundo lo odiaba, así como a los alemanes. Preferían usar el inglés o el francés. Cuando llegamos a Praga, estaba plagada de cubanos que nos intentaron estafar con el cambio. Fue una experiencia desagradable. Y otra curiosidad, aunque parezca mentira, en la Europa comunista nos hinchamos a comprar: las vajillas checas tenían fama; juegos de té, de café… Shopping puro y duro. InTourist estaba empezando a abrir el camino al turismo alemán, francés e italiano y las tiendas para turistas eran un hecho.
¿Qué monumento le pareció más increíble?
La catedral de Praga, maravillosa. Y por otros motivos, el museo del Holocausto de Varsovia, terrible. Más que la documentación gráfica, que era estremecedora, me impresionó escuchar los llantos incesantes de la gente.
¿Qué población les cayó mejor?
Los polacos. Son muy amables y de carácter muy español. Nuestros amigos tuvieron un accidente con una señora que les intentó timar y un taxista los salvó. Les arregló el coche y no nos cobró nada, nos invitó a su casa… Un encanto.
¿Cometieron alguna imprudencia?
Cuando pasamos la frontera con Bielorrusia entramos en la URSS y la cosa se puso seria. Aunque nos habían prohibido expresamente desviarnos de la autovía, yo estaba empeñada en conocer un pueblo. Los hombres estaban acojonados: “¡Estás loca! ¡Nos llevas al gulag!”. Pero convencí a Meme. Paramos en la plaza de un pueblito y empezó a salir gente. Los niños nos pedían ‘chewing gum’ y las mujeres, ropa interior. Al rato de estar ahí llegó la policía y nos echó de inmediato. Aunque estábamos en medio de la nada, en la URSS estabas siempre vigilado.
Por fin llegaron a Moscú. ¿Qué le pareció la ciudad?
Me impactó. Eran todo bloques inmensos de viviendas iguales. Personalización cero. A través de las ventanas veías incluso la misma lámpara de techo en todas las casas. La cosa cambió cuando llegamos a nuestro hotel de superlujo, muy cerca de la Plaza Roja: había buffet libre de caviar y estaba lleno de hombres de negocios. La visita al Kremlin me dejó impresionada.
¿Hubo alguna tensión durante la aventura?
¡Los viajes con amigos son siempre la guerra! Mi madre tenía una frase predilecta: “Funciona siempre con ética y estética”. Hambre, sed, sueño… Eran cosas íntimas de las que uno no debía quejarse. Yo lo llevaba a rajatabla, pero Meme era un poco menos disciplinada.
El viaje de vuelta recorriendo Hungría, Austria, Italia y la Costa Azul francesa fue algo menos apresurado –ya no tenían la presión del tiempo–, aunque igualmente una odisea. “Estábamos agotados. La vuelta fue pesada y ya no teníamos ni un duro. Los precios en Austria nos dejaron impresionados. ¡Un desayuno nos costó como una comida en Zalacaín! Nunca me perdonaron que no pasáramos por Venecia. Estábamos al lado, pero yo estaba derrumbada. ¡El coche era durísimo, una lata de sardinas!”
Llegados a España eran casi héroes y la periodista Mari Cruz Soriano los entrevistó en su magacín de TVE, ‘Gente Hoy’. Al poco de volver, Anulfo y Meme se divorciaron, algo que también hicieron Ana y Luis, aunque ellos tardaron aún diez años. Las cenas en casa de los Ivanov recordando las peripecias del viaje también se abortaron. “Expulsaron a Igor de nuestro país tras acusarlo de ser espía de la KGB. Yo no tenía ni idea”, confiesa Ana, algo que no impidió que siguieran siendo amigos. Quien también desapareció del mapa fue el general Francisco Franco, que ese mismo noviembre fallecía tras 36 años de dictadura. Habría que esperar a 1989 para que cayera el telón de acero y la URSS dejara de ser algo lejano, salvaje y terrorífico. Hasta hoy, desgraciadamente.
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“Desde pequeña, en mi casa siempre escuché hablar de política”, me cuenta Ana de Rojas (Madrid, 78 años) a través de una videollamada de WhatsApp, una de las múltiples tecnologías que utiliza con pericia. Su padre, el político y ganadero Eduardo de Rojas, V conde de Montarco, formaba parte del consejo privado de don Juan de Borbón, fue uno de los primeros miembros de Falange y era ávido lector de ‘ABC’ y ‘Le Monde’. “Se lo traían en un sobre cerrado porque durante la dictadura estaba prohibido”, continúa con un cigarro entre los dedos y envuelta en una nube de humo. “Fumo como un cosaco. Tengo toneladas de Ducados sobre mis pulmones. Hace poco me caí y me operaron el codo. Cuando me hizo la radiografía avisé al médico: ‘No quiero ni un sarcasmo’. Luego resultó que estaba sanísima”, añade.