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Primeras páginas de 'La soledad de la Reina'
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Primeras páginas de 'La soledad de la Reina'

Majestad, ¡cuidado! ¡La cabeza!Sofía se agacha llevándose instintivamente la mano al cuello, donde flamea el largo fular que intenta proteger su frágil garganta del frío que

Foto: Primeras páginas de 'La soledad de la Reina'
Primeras páginas de 'La soledad de la Reina'

Majestad, ¡cuidado! ¡La cabeza!

Sofía se agacha llevándose instintivamente la mano al cuello, donde flamea el largo fular que intenta proteger su frágil garganta del frío que la penetra como un punzón de hielo. Las peligrosas aspas del helicóptero emiten un zumbido ensordecedor y levantan ráfagas de nieve que le golpean la espalda; la luz inmisericorde de los focos delimita un triste perímetro espectral como de decorado de teatro. La reina rechaza toda ayuda con un gesto imperioso:

—Gracias, estoy bien, no se preocupen.

Las erres suenan más germánicas que nunca; el miedo a lo desconocido nos empuja, inmisericorde, a la infancia más profunda. Bajan la escalerilla y una voz, en la que se mezcla el respeto y la piedad, le indica:

—Señora, ponga el pie aquí.

Lleva unos mocasines de piel fina que ya están completamente empapados. Todo lo que se ha puesto es inadecuado, porque se ha vestido deprisa y corriendo. El pantalón no combina con el jersey, y lleva encima una vieja pelliza que la doncella, Maribel, ha sacado de algún armario remoto y huele ligeramente a naftalina. Del brazo le cuelga un bolso como un lenguado mustio.

Dos horas antes, cuando ha sonado el teléfono en la casa de la Pleta de Baqueira, adonde han llegado por la mañana, Sofía se estaba arreglando para ir a cenar a Casa Irene, en Arties, con el general Armada, que había sido secretario de la Casa y ahora es gobernador de Lérida. Es un ritual; la primera noche que pasan en el Valle tienen que ir a probar la olla aranesa que Irene les prepara con tanta ilusión, aunque la receta, según les dice siempre, «es fácil, se la podrían preparar en casa; es como un cocido pero con butifarras y “pilota”». Y Juanito se ríe siempre:

—Sí, eso, que la «pilota» no falte nunca, ¡y si son varias, mejor!

A Juanito le gusta tanto que siempre se despide con un beso de la cocinera. Sofía se ve obligada entonces a repartir también besos, cuando ella es de natural distante y la verdad es que no le gustan las demostraciones afectuosas ni el contacto físico con nadie que tenga más de cuatro años o menos de cuatro patas.

Ha oído el teléfono, pero, naturalmente, no se ha puesto. Además, nunca es para ella. Está abstraída escogiendo las joyas que Maribel le presenta sobre una bandeja:

—No, las perlas en la montaña no pegan.

Desecha el collar que le regaló su suegra, herencia de la reina Victoria Eugenia, un hilo de perlas muy gruesas que había formado parte de un collar largo, y escoge una cadena de plata, que va muy bien con la camisa de seda con lazo anudado al cuello de color salmón y amplias hombreras que piensa ponerse. Se mira en el espejo. 6 de febrero de 1981. Cuarenta y dos años, ojeras, el rostro algo cansado, ¡ha sido tan dura esta semana! Hace tres días han viajado al País Vasco y en la sala de juntas de Guernica los han insultado y los diputados han cantado el Eusko Gudiarak, puño en alto. Aguantaron estoicamente, pero sudando por dentro. El rey incluso había tenido la humorada de ponerse la mano detrás de la oreja y decir:

—No se oye muy bien.

Hay ruido de sables en el ejército. El convulso gobierno de un desfondado Adolfo Suárez está dando los últimos y agónicos coletazos y nadie sabe lo que puede pasar.

Y Juanito, ay, Juanito.

Las infantas, tan Borbón, están en plena adolescencia, su única ilusión ahora es arreglarse para ir a bailar a Tiffanys esta noche. Empiezan a pasar por sus primeras penas de amor, aunque a ella no le cuentan nada. Aquí, en el Valle de Arán, apenas las ve, aunque se las oye mucho: las botas de esquiar sobre el parqué, el timbre de la puerta, música en su habitación, ¡la prima Alexia, que habla tan alto! Pero la sonrisa solo le surge a Sofía, como brota el agua de la fuente, al pensar en Felipe. Se enrojecen sus mejillas, sus ojos brillan, sus pómulos se alzan, ¡así sonreía cuando se enamoró de Juanito, cuando bailaban juntos en la pista pequeña del Dorchester y sus alientos se mezclaban, se enredaban sus dedos y sentía el turbador roce de sus pestañas en la mejilla mientras la vida estaba todavía por estrenar!

Pero Felipe no ha venido, no es buen estudiante.

Cuando le preguntan qué asignatura le gusta más, siempre contesta:

—¡La siesta y la hora del recreo!

Y esta respuesta, que en sus hijas le hubiera enfadado, le hace reír a carcajadas aunque esté sola. A veces, cuando va en el coche, que Gaudencio conduce con tanta prudencia que parece que fueran andando, y se ve reflejada en el cristal mientras piensa en su hijo, tan formal en su uniforme gris y azul marino, intenta borrar el reflejo con la mano porque no le gusta esa mezcla de debilidad e indulgencia que denota su expresión. Por dentro se dice:

—Soy una imbécil.

Felipe tiene un examen pendiente, y se ha tenido que quedar en Madrid bajo la tutela de su abuela, Federica, la que fue reina de Grecia durante veinte años, el periodo más convulso de la historia de este país. Se ha quedado protestando, claro, porque por algo tiene solo trece años:

—Jo, mami, siempre tengo que fastidiarme.
Y se acercaba a ella, mimoso, y le enseñaba el aparato de los dientes:

—Mami, me duele mucho… yo creo que el fin de semana en el Valle me iría muy bien.

La abuela lo miraba desdeñosamente mientras, para que el príncipe no la entendiera, le comentaba en alemán a Sofía con un tono que nadie se atrevía a emplear con la reina de España:

—Qué blanda eres con este niño, Sofía, qué maleducado está, qué diferencia de los chicos Wurtenberg. ¡Eberhard me dijo el verano pasado que quería dedicar su vida a su país y que para entrenarse duerme sobre una tabla! ¡Si hubieras enviado a Felipe a educarse a Alemania en vez de a ese Rosales o Rosalos!

—Mamá, ¡te recuerdo que Wurtenberg no es un país y que Eberhart duerme encima de una tabla porque tiene la espalda torcida! Y que estamos muy contentos con el colegio Los Rosales.

Y luego se permitía esta pequeña pulla, de la que enseguida se arrepentía:

—Tú también educaste muy mal a Tino.

Pero ya Federica agitaba la mano por encima de su cabeza con tintineo de abalorios y pulseras, se envolvía en su chal multicolor, daba media vuelta y se alejaba rumbo a su habitación hablando sola por el pasillo, sin posibilidad de réplica:

—Bueno, bueno, yo solo digo que unos se sacrifican mucho y otros muy poco. Haced lo que queráis…

Y se ponía a cantar la única canción española que conocía y que le había enseñado la reina Victoria Eugenia:

—Se va el caimán, se va el caimán, se va para Baggganquilla…

Sofía debía apretar los puños y echar mano de toda la disciplina que había aprendido en su internado alemán para no estrangular a su madre allí mismo, pero lo cierto es que había estado a punto de ceder y llevarse al chico a esquiar, pero se sintió obligada a frenarse por miedo a los vitriólicos comentarios de la que fue reina de Grecia pero podría haber sido tranquilamente sargento de las SS en Buchenwald. Sofía sabe que el resto de la familia llama a Federica «la sargento prusiana» y que su nombre aún se utiliza en Grecia para asustar a los niños, y en el fondo lo comprende. Sus visitas, aunque deseadas, le dan siempre un poco de miedo. Federica, limitada ahora por fuerza al ámbito doméstico, escudriña a la familia y al palacio de La Zarzuela como si llevara incorporada mira telescópica en sus pupilas color acero:

—Este tono amarillo de los sofás no me convence, ¡no hace palacio!

—Este niño está muy mimado.

—Cristina es mona, pero ¡muy chicazo!

—Y para Elena, ¿qué buenos partidos tenemos en el horizonte?

Ojalá se ennoviara con Eberhart, pero como la dejáis ir con jinetes y gente así, terminará maleándose. ¡Yo, a su edad, ya estaba casada!
Sofía intentaba protestar débilmente: «Mamá, no mientas, ¡tú te casaste a los veinte años!», pero Federica ya no la escuchaba, estaba tomando posesión de la casa, ¡con ella siempre hay por medio una maleta abierta, telas indias llenas de colores extendidas por los sofás, un collar de ojos de tigre colgando de una lámpara, velas aromáticas, estampas de santones que pone de pie en las estanterías, risas y conversaciones interesantes! Ahora había venido para hacerse cargo de los principitos mientras los reyes viajaban al País Vasco. Esta era la excusa oficial, pero la verdad es que quería someterse a una pequeña operación de estética:

—Mira, ¿ves —se acercaba a su hija para enseñarle unos quistes insignificantes— estos bultitos? ¿A que son horrendos? Pues me los quito y después de paso me eliminan un poco de piel de los párpados para hacerme la mirada más joven.
Para qué quería estar más joven su madre, que vivía en un ashram en Madrás con la única compañía de Irene y de un gurú indio llamado Mahadevin, era un misterio para Sofía, pero ¡prefería no preguntar!

Se pone los pendientes, estos sí, de perlas y se da un golpe de cepillo, levanta una mecha con el peine y se echa laca, así, una y otra vez, hasta que el pelo le queda impecable, ¡es una de sus manías! Distraídamente, oye como cuelgan el teléfono.
Prefiere pensar que era para Elena o Cristina antes que plantearse otra dolorosa posibilidad en forma de rubia de largas piernas. Apoya los codos en la mesa del tocador, se mira de cerca en el espejo, se estira la piel del rostro y se pregunta si ella necesitaría también algún retoque. Carlos Zurita le ha dicho con la autoridad que le da ser médico que lo de mamá es insignificante, pero aun así le ha prometido quedarse a su lado durante toda la intervención, ¡es tan buena persona y tan digno de confianza! La clínica es la Paloma y el médico de cirugía plástica, el doctor Vilar Sancho; se lo había recomendado Carmen Franco a la reina de Grecia:

—Nos ha hecho la nariz a todos y ya ve vuestra majestad el resultado, hasta Jaime ha quedado bien.

Es verdad. Las nuevas narices de la familia Franco se han convertido en el canon de belleza de los españoles, y además «Carmen madre», como la llaman en Zarzuela para distinguirla de la odiada duquesa de Cádiz, también se ha «hecho» los párpados:

—Nada, es una tontería, te sacan una tirita de piel; a mí me lo hicieron con anestesia local.

Pero Federica quería que la durmieran por completo; como es hiperactiva temía moverse o alterarse si oía como cortaba el bisturí. Le detectan la tensión alta, pero aun así nadie se alarma. La anestesia correrá a cargo del doctor Aguado.

Sofía había pensado quedarse para hacerle compañía, pero su madre le había advertido, con esa sabiduría que solo tienen las mujeres de largo recorrido:

—Vete con Juanito, Sofía, no seas tonta… —Y después le había preguntado distraídamente—. ¿Quién es ahora? ¿Sigue con la vedette?

Sofía, que no quería hablar de este tema con nadie, ni siquiera con su madre, había enrojecido y mirado hacia otro lado. Federica, meneando la cabeza, le había dado con el abanico en el brazo, tan fuerte que le hizo daño:

—No lo dejes solo; tienes un marido muy atractivo y ¡Borbón! Acuérdate de los horrores que nos contaba Victoria Eugenia de Alfonso XIII, por no hablar de tu suegro. ¡Hija mía, llevan la infidelidad en los genes!

Y las dos se habían mirado suspirando al unísono pensando también ambas lo mismo, ¡por desgracia, no todos los hombres pueden ser santos como el pobre papá!

En ese momento, el marido atractivo y con su problemática carga genética a cuestas entra en el cuarto y con él una ráfaga de aire frío y rubio, olor a tabaco y a colonia inglesa, el jersey anudado descuidadamente sobre los hombros, la camisa arremangada hasta el codo; ¡cómo duele estar tan enamorada! Pero el desconcierto pronto sustituye a ese sentimiento de insatisfacción cotidiano.

¡Qué raro! Él nunca viene a su cuarto. El rey tiene sus propias habitaciones en el otro extremo de la casa.

La doncella, que está arreglando la ropa encima de la cama, cuando entra don Juan Carlos, hace una reverencia y sale. Sofía lo mira a través del espejo, de codos todavía sobre la mesa. Su marido tiene esa expresión que ella conoce bien; parece estar furioso, porque se le unen las cejas y frunce los labios, pero por las líneas horizontales de su frente su mujer advierte que en realidad está preocupado.
La reina se pone en pie.

—¿Qué pasa? —Y enseguida, ante su silencio, el boquete en el estómago, el pánico—. ¡Felipe! ¡Un atentado!

Con un gesto de mano impaciente, el rey corta:

—¡No, no, coño, qué dices! Felipe está bien, es tu madre.

Sofía se extraña primero, balbucea después:
—¿Mamá? ¿Qué ha pasado?

Juanito se encoge de hombros, no la mira a los ojos:

—Una complicación, ¡la puta manía de las mujeres de haceros cosas! Algo ha fallado… el corazón…
Sofía retrocede, tropieza con el tocador, caen las cosas al suelo, laca, joyas, el cepillo, masculla:

—Pero… cómo… —No se atreve a preguntar si ha muerto.

Lo intenta de nuevo:

—Pero cómo ha sido… si estaba bien… si no era nada…

—Me ha llamado Sabino, le había avisado Carlos, es un follón, la estaban operando en la Paloma y le ha dado un ataque al corazón… La están llevando a casa. Laura está intentado localizar a tus hermanos...

Sofía no reacciona. Federica de Brunswick-Lüneburg de Schleswig-Holstein, la invulnerable, ¡nada le puede pasar a su madre! Federica, que no se ha doblegado nunca, ni ante los comunistas, ni ante las bombas; ¡si los generales curtidos en mil batallas temblaban delante de ella y el sudor traspasaba sus guerreras! ¿Muerta? ¿Vencida por la muerte? ¡No! ¡Imposible! ¡Su madre es fuerte, es joven, será joven siempre!

—Mamá.

Lo pronuncia con voz normal, sin gritar. Su marido la coge del brazo y le dice:

—Sofi, es una cabronada, pero es así, es la vida. ¿Qué quieres hacer?

Sofía lo mira con asombro; ¿qué quiere hacer? Ir, ¡ir, por supuesto!, cruzar ríos, montañas, valles, caminar con la nieve por las rodillas, coger las manos de su madre, ¡besarlas! ¡Cubrir su rostro de besos! ¡Tapar sus pies desnudos! ¿Por qué le pregunta qué quiere hacer?

—Ir, irnos, ¡claro!, ¡qué esperabas!

Incómodo, Juan Carlos aparta la vista de ella y con gesto severo, para evitar recriminaciones, le dice:

—Puedes ir en helicóptero a Zaragoza y allí te recoge un avión militar… Yo tengo que quedarme aquí… Armada… la cena… la situación del país… Sabino te ayudará en todo. Y Laura y Domínguez…

Sofía lo mira con ojos desorbitados, ella, con tanto dominio de sí misma, está pálida como la vieja máscara de las ceremonias que se interpretaban en los anfiteatros atenienses en honor de los dioses antiguos de los cuales desciende su linaje.

—No vienes… me dejas sola…

Juan Carlos le dice con prisa:

—Mujer, no seas exagerada, ¡si voy mañana! ¡Qué más te da! Llévate a las niñas si quieres, voy a decir que lo preparen todo.

Sale dando voces. Como una autómata, Sofía se deja vestir, el traje que no combina, la pelliza que huele vagamente a naftalina, el fular. Las infantas, que tienen dieciocho y dieciséis años, llevan sus gruesos anoraks, han estado todo el día esquiando y se van quemadas por el sol, con la cara brillante de Nivea y la cabeza cubierta por gorros de lana; parecen nórdicas. No se atreven a mirarla.
Observan con curiosidad el helicóptero girando como un abejorro gigante en la pequeña explanada cerca de casa donde ha tomado tierra. Un grupo de gente de la casa golpea el suelo con las botas como caballos impacientes, el comandante Pepe Sintes, ayudante de jornada del rey, y miembros de los servicios de seguridad, también un general Armada jadeante que ha llegado corriendo y que se ofrece «para lo que sea, para acompañar a su majestad al fin del mundo si fuera preciso».

El hombre que la traicionará, a ella y a la patria, dos semanas más tarde. Sí, también está.

Como los coreutas de una tragedia de Sófocles, todos la contemplan con piedad, porque todos saben que Federica ya ha muerto.

La única que no lo sabe es la reina.

Don Juan Carlos les da un beso a sus hijas y una palmada en las mejillas lustrosas, y después se dirige pensativamente a su mujer. Lleva un chaquetón militar, con el cuello subido. Se detiene y la mira en silencio, se inclina hacia ella, intenta una caricia, pero el gesto torpe e infrecuente se pierde en el aire. Se da media vuelta y se va renqueando ligeramente antes de que el helicóptero despegue. De espaldas a ella, levanta la mano con los dedos abiertos y muy separados, despidiéndose, y se mete en el coche.

—Majestad, cuidado con la cabeza.

Majestad, ¡cuidado! ¡La cabeza!

Sofía se agacha llevándose instintivamente la mano al cuello, donde flamea el largo fular que intenta proteger su frágil garganta del frío que la penetra como un punzón de hielo. Las peligrosas aspas del helicóptero emiten un zumbido ensordecedor y levantan ráfagas de nieve que le golpean la espalda; la luz inmisericorde de los focos delimita un triste perímetro espectral como de decorado de teatro. La reina rechaza toda ayuda con un gesto imperioso:

—Gracias, estoy bien, no se preocupen.

Las erres suenan más germánicas que nunca; el miedo a lo desconocido nos empuja, inmisericorde, a la infancia más profunda. Bajan la escalerilla y una voz, en la que se mezcla el respeto y la piedad, le indica:

—Señora, ponga el pie aquí.

Lleva unos mocasines de piel fina que ya están completamente empapados. Todo lo que se ha puesto es inadecuado, porque se ha vestido deprisa y corriendo. El pantalón no combina con el jersey, y lleva encima una vieja pelliza que la doncella, Maribel, ha sacado de algún armario remoto y huele ligeramente a naftalina. Del brazo le cuelga un bolso como un lenguado mustio.

Dos horas antes, cuando ha sonado el teléfono en la casa de la Pleta de Baqueira, adonde han llegado por la mañana, Sofía se estaba arreglando para ir a cenar a Casa Irene, en Arties, con el general Armada, que había sido secretario de la Casa y ahora es gobernador de Lérida. Es un ritual; la primera noche que pasan en el Valle tienen que ir a probar la olla aranesa que Irene les prepara con tanta ilusión, aunque la receta, según les dice siempre, «es fácil, se la podrían preparar en casa; es como un cocido pero con butifarras y “pilota”». Y Juanito se ríe siempre:

—Sí, eso, que la «pilota» no falte nunca, ¡y si son varias, mejor!

A Juanito le gusta tanto que siempre se despide con un beso de la cocinera. Sofía se ve obligada entonces a repartir también besos, cuando ella es de natural distante y la verdad es que no le gustan las demostraciones afectuosas ni el contacto físico con nadie que tenga más de cuatro años o menos de cuatro patas.

Ha oído el teléfono, pero, naturalmente, no se ha puesto. Además, nunca es para ella. Está abstraída escogiendo las joyas que Maribel le presenta sobre una bandeja:

—No, las perlas en la montaña no pegan.

Desecha el collar que le regaló su suegra, herencia de la reina Victoria Eugenia, un hilo de perlas muy gruesas que había formado parte de un collar largo, y escoge una cadena de plata, que va muy bien con la camisa de seda con lazo anudado al cuello de color salmón y amplias hombreras que piensa ponerse. Se mira en el espejo. 6 de febrero de 1981. Cuarenta y dos años, ojeras, el rostro algo cansado, ¡ha sido tan dura esta semana! Hace tres días han viajado al País Vasco y en la sala de juntas de Guernica los han insultado y los diputados han cantado el Eusko Gudiarak, puño en alto. Aguantaron estoicamente, pero sudando por dentro. El rey incluso había tenido la humorada de ponerse la mano detrás de la oreja y decir:

—No se oye muy bien.

Hay ruido de sables en el ejército. El convulso gobierno de un desfondado Adolfo Suárez está dando los últimos y agónicos coletazos y nadie sabe lo que puede pasar.

Y Juanito, ay, Juanito.

Las infantas, tan Borbón, están en plena adolescencia, su única ilusión ahora es arreglarse para ir a bailar a Tiffanys esta noche. Empiezan a pasar por sus primeras penas de amor, aunque a ella no le cuentan nada. Aquí, en el Valle de Arán, apenas las ve, aunque se las oye mucho: las botas de esquiar sobre el parqué, el timbre de la puerta, música en su habitación, ¡la prima Alexia, que habla tan alto! Pero la sonrisa solo le surge a Sofía, como brota el agua de la fuente, al pensar en Felipe. Se enrojecen sus mejillas, sus ojos brillan, sus pómulos se alzan, ¡así sonreía cuando se enamoró de Juanito, cuando bailaban juntos en la pista pequeña del Dorchester y sus alientos se mezclaban, se enredaban sus dedos y sentía el turbador roce de sus pestañas en la mejilla mientras la vida estaba todavía por estrenar!

Pero Felipe no ha venido, no es buen estudiante.

Cuando le preguntan qué asignatura le gusta más, siempre contesta:

—¡La siesta y la hora del recreo!

Y esta respuesta, que en sus hijas le hubiera enfadado, le hace reír a carcajadas aunque esté sola. A veces, cuando va en el coche, que Gaudencio conduce con tanta prudencia que parece que fueran andando, y se ve reflejada en el cristal mientras piensa en su hijo, tan formal en su uniforme gris y azul marino, intenta borrar el reflejo con la mano porque no le gusta esa mezcla de debilidad e indulgencia que denota su expresión. Por dentro se dice:

—Soy una imbécil.

Felipe tiene un examen pendiente, y se ha tenido que quedar en Madrid bajo la tutela de su abuela, Federica, la que fue reina de Grecia durante veinte años, el periodo más convulso de la historia de este país. Se ha quedado protestando, claro, porque por algo tiene solo trece años:

—Jo, mami, siempre tengo que fastidiarme.
Y se acercaba a ella, mimoso, y le enseñaba el aparato de los dientes:

—Mami, me duele mucho… yo creo que el fin de semana en el Valle me iría muy bien.

La abuela lo miraba desdeñosamente mientras, para que el príncipe no la entendiera, le comentaba en alemán a Sofía con un tono que nadie se atrevía a emplear con la reina de España:

—Qué blanda eres con este niño, Sofía, qué maleducado está, qué diferencia de los chicos Wurtenberg. ¡Eberhard me dijo el verano pasado que quería dedicar su vida a su país y que para entrenarse duerme sobre una tabla! ¡Si hubieras enviado a Felipe a educarse a Alemania en vez de a ese Rosales o Rosalos!

—Mamá, ¡te recuerdo que Wurtenberg no es un país y que Eberhart duerme encima de una tabla porque tiene la espalda torcida! Y que estamos muy contentos con el colegio Los Rosales.

Y luego se permitía esta pequeña pulla, de la que enseguida se arrepentía:

—Tú también educaste muy mal a Tino.

Pero ya Federica agitaba la mano por encima de su cabeza con tintineo de abalorios y pulseras, se envolvía en su chal multicolor, daba media vuelta y se alejaba rumbo a su habitación hablando sola por el pasillo, sin posibilidad de réplica:

—Bueno, bueno, yo solo digo que unos se sacrifican mucho y otros muy poco. Haced lo que queráis…

Y se ponía a cantar la única canción española que conocía y que le había enseñado la reina Victoria Eugenia:

—Se va el caimán, se va el caimán, se va para Baggganquilla…

Sofía debía apretar los puños y echar mano de toda la disciplina que había aprendido en su internado alemán para no estrangular a su madre allí mismo, pero lo cierto es que había estado a punto de ceder y llevarse al chico a esquiar, pero se sintió obligada a frenarse por miedo a los vitriólicos comentarios de la que fue reina de Grecia pero podría haber sido tranquilamente sargento de las SS en Buchenwald. Sofía sabe que el resto de la familia llama a Federica «la sargento prusiana» y que su nombre aún se utiliza en Grecia para asustar a los niños, y en el fondo lo comprende. Sus visitas, aunque deseadas, le dan siempre un poco de miedo. Federica, limitada ahora por fuerza al ámbito doméstico, escudriña a la familia y al palacio de La Zarzuela como si llevara incorporada mira telescópica en sus pupilas color acero:

—Este tono amarillo de los sofás no me convence, ¡no hace palacio!

—Este niño está muy mimado.

—Cristina es mona, pero ¡muy chicazo!

—Y para Elena, ¿qué buenos partidos tenemos en el horizonte?

Ojalá se ennoviara con Eberhart, pero como la dejáis ir con jinetes y gente así, terminará maleándose. ¡Yo, a su edad, ya estaba casada!
Sofía intentaba protestar débilmente: «Mamá, no mientas, ¡tú te casaste a los veinte años!», pero Federica ya no la escuchaba, estaba tomando posesión de la casa, ¡con ella siempre hay por medio una maleta abierta, telas indias llenas de colores extendidas por los sofás, un collar de ojos de tigre colgando de una lámpara, velas aromáticas, estampas de santones que pone de pie en las estanterías, risas y conversaciones interesantes! Ahora había venido para hacerse cargo de los principitos mientras los reyes viajaban al País Vasco. Esta era la excusa oficial, pero la verdad es que quería someterse a una pequeña operación de estética:

—Mira, ¿ves —se acercaba a su hija para enseñarle unos quistes insignificantes— estos bultitos? ¿A que son horrendos? Pues me los quito y después de paso me eliminan un poco de piel de los párpados para hacerme la mirada más joven.
Para qué quería estar más joven su madre, que vivía en un ashram en Madrás con la única compañía de Irene y de un gurú indio llamado Mahadevin, era un misterio para Sofía, pero ¡prefería no preguntar!

Se pone los pendientes, estos sí, de perlas y se da un golpe de cepillo, levanta una mecha con el peine y se echa laca, así, una y otra vez, hasta que el pelo le queda impecable, ¡es una de sus manías! Distraídamente, oye como cuelgan el teléfono.
Prefiere pensar que era para Elena o Cristina antes que plantearse otra dolorosa posibilidad en forma de rubia de largas piernas. Apoya los codos en la mesa del tocador, se mira de cerca en el espejo, se estira la piel del rostro y se pregunta si ella necesitaría también algún retoque. Carlos Zurita le ha dicho con la autoridad que le da ser médico que lo de mamá es insignificante, pero aun así le ha prometido quedarse a su lado durante toda la intervención, ¡es tan buena persona y tan digno de confianza! La clínica es la Paloma y el médico de cirugía plástica, el doctor Vilar Sancho; se lo había recomendado Carmen Franco a la reina de Grecia:

—Nos ha hecho la nariz a todos y ya ve vuestra majestad el resultado, hasta Jaime ha quedado bien.

Es verdad. Las nuevas narices de la familia Franco se han convertido en el canon de belleza de los españoles, y además «Carmen madre», como la llaman en Zarzuela para distinguirla de la odiada duquesa de Cádiz, también se ha «hecho» los párpados:

—Nada, es una tontería, te sacan una tirita de piel; a mí me lo hicieron con anestesia local.

Pero Federica quería que la durmieran por completo; como es hiperactiva temía moverse o alterarse si oía como cortaba el bisturí. Le detectan la tensión alta, pero aun así nadie se alarma. La anestesia correrá a cargo del doctor Aguado.

Sofía había pensado quedarse para hacerle compañía, pero su madre le había advertido, con esa sabiduría que solo tienen las mujeres de largo recorrido:

—Vete con Juanito, Sofía, no seas tonta… —Y después le había preguntado distraídamente—. ¿Quién es ahora? ¿Sigue con la vedette?

Sofía, que no quería hablar de este tema con nadie, ni siquiera con su madre, había enrojecido y mirado hacia otro lado. Federica, meneando la cabeza, le había dado con el abanico en el brazo, tan fuerte que le hizo daño:

—No lo dejes solo; tienes un marido muy atractivo y ¡Borbón! Acuérdate de los horrores que nos contaba Victoria Eugenia de Alfonso XIII, por no hablar de tu suegro. ¡Hija mía, llevan la infidelidad en los genes!

Y las dos se habían mirado suspirando al unísono pensando también ambas lo mismo, ¡por desgracia, no todos los hombres pueden ser santos como el pobre papá!

En ese momento, el marido atractivo y con su problemática carga genética a cuestas entra en el cuarto y con él una ráfaga de aire frío y rubio, olor a tabaco y a colonia inglesa, el jersey anudado descuidadamente sobre los hombros, la camisa arremangada hasta el codo; ¡cómo duele estar tan enamorada! Pero el desconcierto pronto sustituye a ese sentimiento de insatisfacción cotidiano.

¡Qué raro! Él nunca viene a su cuarto. El rey tiene sus propias habitaciones en el otro extremo de la casa.

La doncella, que está arreglando la ropa encima de la cama, cuando entra don Juan Carlos, hace una reverencia y sale. Sofía lo mira a través del espejo, de codos todavía sobre la mesa. Su marido tiene esa expresión que ella conoce bien; parece estar furioso, porque se le unen las cejas y frunce los labios, pero por las líneas horizontales de su frente su mujer advierte que en realidad está preocupado.
La reina se pone en pie.

—¿Qué pasa? —Y enseguida, ante su silencio, el boquete en el estómago, el pánico—. ¡Felipe! ¡Un atentado!

Con un gesto de mano impaciente, el rey corta:

—¡No, no, coño, qué dices! Felipe está bien, es tu madre.

Sofía se extraña primero, balbucea después:
—¿Mamá? ¿Qué ha pasado?

Juanito se encoge de hombros, no la mira a los ojos:

—Una complicación, ¡la puta manía de las mujeres de haceros cosas! Algo ha fallado… el corazón…
Sofía retrocede, tropieza con el tocador, caen las cosas al suelo, laca, joyas, el cepillo, masculla:

—Pero… cómo… —No se atreve a preguntar si ha muerto.

Lo intenta de nuevo:

—Pero cómo ha sido… si estaba bien… si no era nada…

—Me ha llamado Sabino, le había avisado Carlos, es un follón, la estaban operando en la Paloma y le ha dado un ataque al corazón… La están llevando a casa. Laura está intentado localizar a tus hermanos...

Sofía no reacciona. Federica de Brunswick-Lüneburg de Schleswig-Holstein, la invulnerable, ¡nada le puede pasar a su madre! Federica, que no se ha doblegado nunca, ni ante los comunistas, ni ante las bombas; ¡si los generales curtidos en mil batallas temblaban delante de ella y el sudor traspasaba sus guerreras! ¿Muerta? ¿Vencida por la muerte? ¡No! ¡Imposible! ¡Su madre es fuerte, es joven, será joven siempre!

—Mamá.

Lo pronuncia con voz normal, sin gritar. Su marido la coge del brazo y le dice:

—Sofi, es una cabronada, pero es así, es la vida. ¿Qué quieres hacer?

Sofía lo mira con asombro; ¿qué quiere hacer? Ir, ¡ir, por supuesto!, cruzar ríos, montañas, valles, caminar con la nieve por las rodillas, coger las manos de su madre, ¡besarlas! ¡Cubrir su rostro de besos! ¡Tapar sus pies desnudos! ¿Por qué le pregunta qué quiere hacer?

—Ir, irnos, ¡claro!, ¡qué esperabas!

Incómodo, Juan Carlos aparta la vista de ella y con gesto severo, para evitar recriminaciones, le dice:

—Puedes ir en helicóptero a Zaragoza y allí te recoge un avión militar… Yo tengo que quedarme aquí… Armada… la cena… la situación del país… Sabino te ayudará en todo. Y Laura y Domínguez…

Sofía lo mira con ojos desorbitados, ella, con tanto dominio de sí misma, está pálida como la vieja máscara de las ceremonias que se interpretaban en los anfiteatros atenienses en honor de los dioses antiguos de los cuales desciende su linaje.

—No vienes… me dejas sola…

Juan Carlos le dice con prisa:

—Mujer, no seas exagerada, ¡si voy mañana! ¡Qué más te da! Llévate a las niñas si quieres, voy a decir que lo preparen todo.

Sale dando voces. Como una autómata, Sofía se deja vestir, el traje que no combina, la pelliza que huele vagamente a naftalina, el fular. Las infantas, que tienen dieciocho y dieciséis años, llevan sus gruesos anoraks, han estado todo el día esquiando y se van quemadas por el sol, con la cara brillante de Nivea y la cabeza cubierta por gorros de lana; parecen nórdicas. No se atreven a mirarla.
Observan con curiosidad el helicóptero girando como un abejorro gigante en la pequeña explanada cerca de casa donde ha tomado tierra. Un grupo de gente de la casa golpea el suelo con las botas como caballos impacientes, el comandante Pepe Sintes, ayudante de jornada del rey, y miembros de los servicios de seguridad, también un general Armada jadeante que ha llegado corriendo y que se ofrece «para lo que sea, para acompañar a su majestad al fin del mundo si fuera preciso».

El hombre que la traicionará, a ella y a la patria, dos semanas más tarde. Sí, también está.

Como los coreutas de una tragedia de Sófocles, todos la contemplan con piedad, porque todos saben que Federica ya ha muerto.

La única que no lo sabe es la reina.

Don Juan Carlos les da un beso a sus hijas y una palmada en las mejillas lustrosas, y después se dirige pensativamente a su mujer. Lleva un chaquetón militar, con el cuello subido. Se detiene y la mira en silencio, se inclina hacia ella, intenta una caricia, pero el gesto torpe e infrecuente se pierde en el aire. Se da media vuelta y se va renqueando ligeramente antes de que el helicóptero despegue. De espaldas a ella, levanta la mano con los dedos abiertos y muy separados, despidiéndose, y se mete en el coche.

—Majestad, cuidado con la cabeza.

Fundación Reina Sofía