El funeral de Isabel II demuestra por qué la monarquía británica se eleva muy por encima del resto
La magnificencia, la pompa, el protocolo más afinado, la precisión en los horarios, los gestos y las conductas y la solemne liturgia en la hermosa abadía de Westminster rigieron este lunes el impresionante ceremonial
Si a alguien le cabía alguna duda, queda claro que el solemne funeral por el alma de la reina Isabel II ha sido una enorme declaración pública de cómo la monarquía británica se eleva muy por encima del resto de lo que aún queda en pie de la vieja Europa de los reyes. La magnificencia, la pompa, el protocolo más afinado, la precisión en los horarios, los gestos y las conductas y la solemne liturgia en la hermosa abadía de Westminster rigieron este lunes el impresionante ceremonial, que nos ha mostrado un despliegue excepcional, a caballo entre lo medieval, lo imperial y los libros de fantasía épica, tan del gusto británico, con presencia de beefeaters, gaiteros, trompeteros, heraldos, reyes de armas, mariscales de la corte y hasta la policía montada del Canadá, que nos queda para siempre en la retina.
Un enorme tinglado coordinado por el conde mariscal de la corte, el duque de Norfolk, cabeza de la familia noble más rancia de las islas británicas que hasta hoy se ha mantenido fiel al catolicismo romano. El mismo que ha declarado que el funeral aspiraba “a unir a los pueblos a lo largo del planeta y a resonar con las gentes de todas las confesiones”. Una afirmación nada baladí que conecta con el claro interés del nuevo rey tanto por las distintas religiones como por un ecumenismo que se da la mano con su voluntad de compromiso con la idea de fraternidad, de ecología y de cuidado de la tierra.
El primer funeral de un rey de Inglaterra que se celebra en la abadía de Westminster desde el de Jorge II, allá por 1760, y toda una epifanía regia a la que no ha querido faltar ni tan siquiera ese otro soberano de regusto sacro que es el emperador Naruhito del Japón, a la cabeza de toda la cohorte de reyes y soberanos en ejercicio en Europa (España, Noruega, Dinamarca, Suecia, Bélgica, Holanda, Liechtenstein, Luxemburgo y Mónaco), reyes en otro tiempo reinantes como Simeón de Bulgaria y Constantino de Grecia, jefes de casas no reinantes como el príncipe Alejandro de Serbia y la princesa Margarita de Rumanía, y toda una larga ristra de reyes, sultanes y príncipes herederos de Jordania, Marruecos, Brunéi, Omán, Malasia, Lesoto, Tonga, Qatar, Arabia Saudí, Kuwait, Bután y los Emiratos Árabes Unidos. La realeza mundial, junto a las más altas representaciones políticas, ha dado su reconocimiento de facto a la monarquía entre las monarquías, en tiempos de recortes, perfiles bajos y escasa prosopopeya en el resto de las cortes europeas.
Pero la despedida de la reina también tiene una lectura en clave familiar, pues los Windsor han recibido en su casa a todos sus reales primos, hecho que recuerda cómo la realeza europea continúa, a pesar de sus cada vez mayores dificultades, siendo una gran familia unida por lazos fuertemente endogámicos. Un hecho que explica la lógica presencia en Westminster de don Juan Carlos, primo en tercer grado de la difunta, y de doña Sofía, que, paradójicamente, se convierte ahora en la pariente más cercana del rey Carlos III de entre todas las monarquías en pie. Y que también explica el peculiar protocolo de asientos en la nave de la abadía que, sin duda de forma intencionada, ha colocado a la gran tribu real europea por grupos familiares, hecho por el cual los cuatro reyes de España se han sentado juntos codo a codo al lado de sus muchos primos en distintos grados. Además de una clara muestra de apoyo a don Juan Carlos, siempre atento a su dignidad como exsoberano, que no quiso faltar al encuentro a pesar de las gruesas críticas que no van a faltar.
Un cónclave de reyes que recuerda aquel otro de 1910, que congregó en Londres a la mayor parte de los soberanos de Europa, con ocasión de los funerales de Eduardo VIII, en la vana pretensión de que por entonces los vínculos familiares y de afecto entre los monarcas aún serían capaces de impedir el estallido final de la Gran Guerra de 1914. Un encuentro en Windsor que fue el canto del cisne de la belle époque, del mismo modo que cuanto pudimos ver ayer marca también el final de un tiempo en momentos de cambio e incertidumbre.
Mas entre tanto, y mientras se desvela el futuro, recordemos el esplendor del que hemos sido testigos: la reverencia, el vistoso cortejo, el enlutado duelo, los coloridos uniformes, el féretro de la reina por las calles de su ciudad cubierto con el estandarte real acompañado de la corona imperial de Estado, el báculo y el cetro de la majestad, los 600 miembros de las fuerzas armadas de los tres ejércitos, los bellos cantos de los coros de Westminster y de la capilla del palacio de Saint James, el sobrio respeto de la población y de los 2.200 invitados de la más alta crema social y política del mundo, o el sermón del arzobispo de Canterbury, primado de la Iglesia de Inglaterra. Una imagen irrepetible que quizá nunca pueda volverse a ver, y toda una catarsis para el pueblo británico, orgulloso de su historia y de sus tradiciones, que en masa se echó a la calle, en muchos casos muy doliente, en toda la geografía de las islas británicas y en los países de la Commonwealth.
Un adiós memorable a la reina icónica que encarnó algo superior a ella misma, y que desde ayer descansa en la capilla de San Jorge del castillo de Windsor, tras la celebración de un servicio religioso privado al que don Felipe y doña Sofía no quisieron faltar tras la marcha de doña Letizia para asumir otros compromisos y el regreso de don Juan Carlos a los Emiratos Árabes tras dos jornadas muy fatigosas.
La reina fue enterrada junto a sus padres y a su hermana, la princesa Margarita, en la capilla memorial reservada para ese efecto, a la que próximamente se espera que se trasladarán los restos de su esposo, el duque de Edimburgo. Adiós a Isabel II, que ahora pasa el cetro de decana de la realeza europea a su prima, la reina Margarita de Dinamarca, en el momento de declinar de su otro primo, el rey Harald de Noruega, para quien hubo de buscarse un asiento especial, mientras en Grecia el exrey Constantino, el gran ausente, lucha por su salud quebradiza y Gran Bretaña comienza la cuenta atrás para la soberbia coronación de Carlos III una vez pasado el prescriptivo luto de un año.
Si a alguien le cabía alguna duda, queda claro que el solemne funeral por el alma de la reina Isabel II ha sido una enorme declaración pública de cómo la monarquía británica se eleva muy por encima del resto de lo que aún queda en pie de la vieja Europa de los reyes. La magnificencia, la pompa, el protocolo más afinado, la precisión en los horarios, los gestos y las conductas y la solemne liturgia en la hermosa abadía de Westminster rigieron este lunes el impresionante ceremonial, que nos ha mostrado un despliegue excepcional, a caballo entre lo medieval, lo imperial y los libros de fantasía épica, tan del gusto británico, con presencia de beefeaters, gaiteros, trompeteros, heraldos, reyes de armas, mariscales de la corte y hasta la policía montada del Canadá, que nos queda para siempre en la retina.
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