Jackie Kennedy: el vestido manchado de sangre que marcó la historia de la Casa Blanca
Recordamos uno de los episodios más lúgubres de la política norteamericana que también tuvo como protagonista el modelo de la mujer del presidente Kennedy
Truman Capote dijo de ella que era “ingenua y astuta a la vez”. Cuando el 22 de noviembre de 1963 el presidente John Fitzgerald Kennedy fue asesinado en Dallas, Jackie, su esposa, se convirtió en la absoluta e inesperada protagonista del panorama político internacional. La icónica primera dama iba al lado de su marido en el coche en el que recibió un disparo; estaba en el lugar desde donde saltaron pedazos de la cabeza del presidente. La poco agradable escena fue narrada por la propia Jackie, tiempo después, ante la comisión Warren, encargada de investigar el asesinato. Según esa misma comisión, ella no habría podido ver tal imagen, ya que su posición no le permitía ver la cabeza de su esposo al menos hasta un segundo después de que recibiera el disparo, y ella se apresuró a subirse a la parte trasera del vehículo. Dicen que lo hizo para recoger el pedazo de cráneo de Kennedy.
La verdad a medias ejemplificaba lo que muchos historiadores han dicho de ella: que era una fabuladora indomable y moderna. Aquel nefasto día, Jackie quiso que todas las cámaras posibles registrasen su vestido rosa de Chanel manchado de sangre. Quiso, en definitiva, que el mundo viese lo que unos desalmados habían hecho: destrozar su familia perfecta. Aquella fue una puesta en escena milimétrica; un ejemplo que da idea de la dimensión de una mujer que se convirtió en rostro protagonista del siglo XX.
Mecenas de las artes y de la cultura, Jackie fue un icono del siglo XX a partir de aquel día. Como la mayoría de las veces, su protagonismo surgió de necesidades de afecto sembradas en la infancia y del divorcio de sus padres, que la haría correr, durante toda su vida, de unos brazos a otros. Hubo quien dijo que buscaba un canalla que sustituyese a su padre, Black Jack. Pero la verdad de sus sentimientos solo la sabía ella, acostumbrada a un hermetismo absoluto que hizo que jamás se la conociese del todo.
Nacida en Southampton, Nueva York, en 1929, la pequeña Jackie vivió la carga de la separación de sus padres desde muy temprana edad. A Jacqueline Lee Bouvier, como se llamaba cuando aún llevaba trenzas, años antes de que el presidente de Estados Unidos se cruzase en su camino, le fascinaba la literatura romántica y soñaba con emular el vigor y la perspicacia de Scarlett O’ Hara, su personaje favorito.
Su noviazgo con Kennedy fue tan casto como la época en la que se produjo, principios de los años 50. Aunque John tenía fama de ser un mujeriego de mucho cuidado, que acabaría en la cama de Marilyn Monroe y de otras muchas actrices, con su novia fue todo lo respetuoso y virginal que sabía ser. “No esperaba menos de ti”, cuentan que dijo ella, tan segura y confiada en sí misma que asustaba, cuando él le propuso matrimonio. Ambos se convirtieron en marido y mujer en 1953. Las malas lenguas dicen que, poco después de la boda, ya eran otras muchas mujeres las que calentaban la cama de John. La joven se resignaba. Según una de sus biógrafas, Jacqueline se había casado con él presintiendo que se trataba de un golfo.
La llegada de Kennedy a la Casa Blanca la convirtió en una absoluta dama. Por entonces ya establecía sus propias reglas, algo que no habían hecho las anteriores mujeres de los presidentes. Odiaba, por ejemplo, que se la llamase First Lady porque parecía “el nombre de un caballo de carreras”. Sin embargo, le encantaban los privilegios que conllevaba ese título.
No se llevaba bien con los periodistas que querían husmear en su vida y en la de su marido, temerosa de que descubriesen que, más allá de su impecable apariencia, se escondía una pobre cornuda. A Jackie también le gustaba la cultura y se preguntaba si Eisenhower, el presidente que precedió a su marido, leía algún libro ante la escasez de nutridas bibliotecas que se encontró en el edificio presidencial. Sus caprichos eran a menudo tan obstinados y curiosos como ella misma. Una vez se empeñó en comprar un cervatillo después de ver un reestreno de 'Bambi' en el cine. Su marido, además de preguntarse en qué lugar de la Casa Blanca podrían colocar al animal, se dio cuenta de que, después de todo, seguía existiendo una niña dentro de ella.
Pese a su aire desvalido, Jackie fue una señora incluso en los momentos más difíciles. En su fatídico 1963, por ejemplo, también cuando tuvo que lidiar con la pérdida de un bebé de dos días. Ese mismo año, y para superar el trance, su hermana Lee le propuso hacer un crucero con Aristóteles Onassis. De poco sirvió que Kennedy le dijese que no era recomendable tal visibilidad con un extranjero que tenía problemas con la justicia norteamericana. Rebelde e independiente, acabó haciendo lo que le dio la gana, sin sospechar que ese millonario sería su esposo años más tarde. En noviembre del 63, meses después de aquella trifulca de pareja, tuvo lugar el infame asesinato en Dallas que la marcó para siempre. Durante cinco años, y hasta que se casó con Onassis el 20 de octubre del 68, tendría que llevar a cuestas la etiqueta de viuda oficial de América.
Al multimillonario le bastaron un par de años para darse cuenta de que Jackie le salía muy cara. Sus compras de artículos de lujo eran habituales y Onassis seguía demasiado enamorado de María Callas como para permitirlo. Comenzaron a tramitar el divorcio en 1975, pero el destino quiso que él muriese durante ese año, sin completar el proceso de separación. Jackie se llevó una cuantiosa herencia que hizo que la hija de Onassis, Christina, se convirtiese en su más aguerrida enemiga. A ella poco le importó. En los 90, los médicos le diagnosticaron un linfoma que acabó con su vida el 19 de mayo de 1994. Su funeral fue retransmitido por todas las cadenas de Estados Unidos. De haber podido verlo, seguramente habría elegido el mejor vestido para impactar a la prensa. Pese a todo, siempre existió en ella una dicotomía entre su presencia pública y la necesidad de proteger su intimidad.
Más de dos décadas después de su muerte, se la podría considerar la primera dama estadounidense de carácter feminista. Algunas de las perlas que dejó por el camino así lo demuestran: "Lo que es triste para las mujeres de mi generación es que se suponía que no debían trabajar si tenían familias. ¿Qué iban a hacer cuando los niños crecieran: ver las gotas de lluvia que bajaban por el cristal de la ventana?"
Truman Capote dijo de ella que era “ingenua y astuta a la vez”. Cuando el 22 de noviembre de 1963 el presidente John Fitzgerald Kennedy fue asesinado en Dallas, Jackie, su esposa, se convirtió en la absoluta e inesperada protagonista del panorama político internacional. La icónica primera dama iba al lado de su marido en el coche en el que recibió un disparo; estaba en el lugar desde donde saltaron pedazos de la cabeza del presidente. La poco agradable escena fue narrada por la propia Jackie, tiempo después, ante la comisión Warren, encargada de investigar el asesinato. Según esa misma comisión, ella no habría podido ver tal imagen, ya que su posición no le permitía ver la cabeza de su esposo al menos hasta un segundo después de que recibiera el disparo, y ella se apresuró a subirse a la parte trasera del vehículo. Dicen que lo hizo para recoger el pedazo de cráneo de Kennedy.