Diez años sin Elizabeth Taylor, la estrella de ojos violeta de la que España también se enamoró
Se cumple una década de la muerte de uno de los grandes mitos de Hollywood. Recordamos las anécdotas de las ocasiones en las que viajó a nuestro país
La muerte de una estrella pocas veces causó tal impacto. Elizabeth Taylor parecía destinada a vivir eternamente o, como mínimo, a alcanzar esos 104 años a los que llegó Olivia de Havilland antes de dejarnos en el verano de 2020. Liz, la amante de las joyas, la estrella excéntrica que hizo del exceso su forma de vida, era uno de los últimos bastiones del Hollywood dorado y de una época en la que eran habituales las luminarias como ella. Cuando los ídolos no bailaban con TikTok ni mostraban su maquillaje en Instagram.
Fallecida un 23 de marzo de 2011, la niña prodigio que pasó de acariciar a la perra Lassie en las películas de la Metro de los 40 a ser la Cleopatra de los 60 en el descalabro económico de la Fox, también fue un personaje con una relación peculiar con nuestro país.
En primer lugar, porque muchas de sus películas de juventud coincidieron con una posguerra española hambrienta de sueños. Si las jovencitas norteamericanas quisieron comprar aquel vestido blanco de Edith Head que Taylor lucía en 'Un lugar en el sol', las españolas no fueron menos. El esplendor de 'Gigante', estrenada en 1956 y quizá la película que albergó su primer personaje 'serio' y adulto, también impactó a los españolitos. El poder estelar de Liz fue alabado por grandes de nuestra cultura. En 1963, cuando ya nadie dudaba de su etiqueta de star ingobernable (y si no que se lo pregunten a Joseph Leo Mankiewicz, que padeció sus caprichos en el rodaje de 'Cleopatra'), compatriotas tan ilustres como Terenci Moix se quedaron prendados de ella. El escritor recordaba perfectamente la primera vez que había ido a ver la superproducción sobre la reina del Nilo y lo mucho que eso influyó en su vida y en su obra. 'Cleopatra' hizo que se dedicase a la literatura sobre el Antiguo Egipto, uno de los leitmotivs de gran parte de sus libros.
En segundo lugar, hay que recordar que nuestro país la agasajó en dos ocasiones muy destacadas. La primera vez que Liz nos visitó fue con su marido, Michael Wilding, en 1953. Aún quedan imágenes de su paso por el Hotel Castellana Hilton.
La segunda vez fue muchos años después, cuando ya no era la gran estrella de la década de los 50 y los 60. Los tiempos felices de 'Gigante' (1956) o 'La gata sobre el tejado de zinc' (1958) habían dado lugar a otros no tan luminosos y la Taylor aterrizó algo alicaída en San Sebastián. Corría el año 1973 y llegaba a la ciudad donostiarra para asistir a la 21 edición de su festival de cine. La actriz tenía la misión de presentar en España una cinta de bajo perfil, 'Una hora en la noche'.
Su aspecto melancólico tenía razón de ser: su carrera empezaba a declinar y también acababa de finalizar su primer matrimonio (hubo dos) con Richard Burton, al que había conocido en el set de 'Cleopatra' y con el que vivió una relación de amor-odio digna de la mejor telenovela. El mismísimo Papa había condenado aquella relación adúltera que daría origen a páginas y páginas de revistas del corazón.
Nada más pisar el aeropuerto de Hondarribia, la estrella perdió su equipaje. La anécdota la contaba Luis Gasca, el secretario del Festival de San Sebastián en aquella época. A partir de ese momento, comenzaron los contratiempos. Con su ropa aún perdida, Taylor solicitó un espejo de tres cuerpos que hubo que buscar por todo Donosti. Nadie pudo satisfacer el deseo de la estrella. Para empeorar las cosas, una vez recuperó su equipaje en el último momento, llegó tarde a la proyección de la película.
Cuando paseó su palmito por la alfombra roja del teatro Victoria Eugenia, sufrió los abucheos generalizados de fotógrafos y periodistas, molestos por el retraso. “Entiendo perfectamente lo que me gritan, pero lo que quedará para la posteridad será mi sonrisa”, respondió ella. Tras la proyección de la cinta, que no era precisamente de calidad, sí que hubo aplausos para Taylor, que tardaría casi dos décadas en volver a España, cuando le otorgaron el Premio Príncipe de Asturias en 1992.
A principios de los 90, la estrella ya era ese cúmulo de excesos que conocieron los más jóvenes: una figura menuda que adornaba con pieles, pelucas y joyas, su gran pasión. Por aquella época ya no le importaba que hablasen de su rosario de matrimonios (llevaba cinco y aún se casaría dos veces más), de su declarada ostentación o de su amistad con Michael Jackson. El galardón le fue concedido por ser la embajadora de la Fundación Americana para la investigación del sida.
Con su característico cardado, Liz apareció en el teatro Campoamor de Oviedo del brazo del mismísimo Nelson Mandela, otro de los premiados aquella noche. Vestida de un riguroso negro, la actriz parecía dubitativa y nerviosa durante un discurso que hizo referencia al quinto centenario del descubrimiento de América. Nuestro país vivía, con toda lógica, la euforia de 1992. “En este año en el que se conmemora la hazaña de un marino italiano que navegó bajo bandera española, el simbolismo de mi viaje a España no podría ser más hermoso (…). También yo llego hoy a España con el corazón lleno de esperanza y la ilusión de descubrir asimismo un mundo nuevo”, dijo ante las decenas de asistentes.
Un jovencísimo príncipe Felipe también la acompañó en un extenso paseo por Oviedo. Los antojos de estrella parecían ser ya cosa de otro tiempo, ya que ni un solo medio publicó nada sobre exigencias o excentricidades de la actriz en tierras asturianas. La estancia fue breve y agradable para todos los que tuvieron algo que ver con la misma. La reina de Hollywood había alcanzado una madurez que la convirtió también en la reina de la solidaridad. Luchadora incansable a favor de los enfermos de sida desde que la enfermedad se llevó a su amigo Rock Hudson, era fácil verla en galas y organizaciones solidarias.
Todavía son recordadas, por ejemplo, sus emocionantes palabras y sus lágrimas cuando habló de la muerte de Diana de Gales en televisión. Por entonces ya mostraba la fragilidad de su salud. Operada de una traqueotomía durante el rodaje de 'Cleopatra', desde entonces sus achaques fueron interminables. Llegando a la tercera edad, padeció un tumor cerebral operable y varios problemas de movilidad que la llevaron al hospital en varias ocasiones.
Mujer fuerte y empoderada, anglicismo tan de moda en nuestros días, Elizabeth Taylor impuso sus normas hasta el final de sus días. Sus devaneos con la muerte la llevaron a preparar su funeral con pelos y señales. La tumba era digna de una auténtica reina, ya que estaba hecha en madera de caoba y forrada de un llamativo terciopelo rojo. Lo más curioso, sin embargo, fue su petición expresa de que el funeral se retrasase quince minutos. La estrella quiso llegar tarde a su propio entierro, mostrando lo consciente que era de su propia popularidad.
Ganadora de dos Oscar (por la mediocre 'Una mujer marcada' y la genial '¿Quién teme a Virginia Woolf?'), el Hollywood de hoy la sigue echando de menos. En un cine que vive en plena transformación por la pandemia y el streaming; en una industria que ya no necesita a grandes estrellas para vender blockbusters plagados de superhéroes y efectos digitales, Elizabeth Taylor fue algo así como uno de los últimos resquicios de un mundo repleto de dioses de la pantalla; un universo cada vez más lejano del que ella fue la auténtica joya de la corona.
La muerte de una estrella pocas veces causó tal impacto. Elizabeth Taylor parecía destinada a vivir eternamente o, como mínimo, a alcanzar esos 104 años a los que llegó Olivia de Havilland antes de dejarnos en el verano de 2020. Liz, la amante de las joyas, la estrella excéntrica que hizo del exceso su forma de vida, era uno de los últimos bastiones del Hollywood dorado y de una época en la que eran habituales las luminarias como ella. Cuando los ídolos no bailaban con TikTok ni mostraban su maquillaje en Instagram.