Miguel Bosé, Nacho Palau y un error fatal
La perspectiva de que mis hijos se pudieran convertir en monedas de cambio siempre me ha resultado un riesgo aterrador
No estoy familiarizado. Quiero decir que no he tenido cojones a montar una familia propia. Repasando los motivos de haber inhibido el mandato natural, poderoso y silente de la reproducción de mi especie descarto en primer lugar la posibilidad de no haber dado con la portadora de los genes perfectos para una combinación fructífera que pusiera a circular por el futuro una versión mejorada de mí mismo. Sin ser una lista extensa puedo presumir de que el motivo de acabar con mi estirpe no ha sido el de no cruzarme con la persona perfecta para proveer a mis padres de algún nieto que rematara el sentido de su existencia y sus esfuerzos. Ya sabemos que los conceptos vitales fundamentales, en la inmensa mayoría de su generación, están claramente basados en las leyes naturales de toda la vida y en una educación más bien tirando a tradicional que obligatoriamente les llevaba a acabar fotocopiándose y que yo, como hijo, debería haber hecho más esfuerzo por honrar.
Tampoco el análisis de mi situación socioeconómica durante los mejores años de mi fertilidad, y virilidad, me obligaban a descartar la producción de un par de humanos que además consolidaran de forma definitiva mi compromiso con la verdadera fabricante de los bichos (conociendo a la madre hubieran salido traviesos seguro). Conceptualmente incluso me llegó a ser atractiva la idea de una versión 2.0 de mi persona sobre la que influir discretamente, sin descartar algún cachete, ayudándole a llegar a la madurez sin los fallos de programación mental, léase complejos y falta de autoestima, con los que me justifico no haber resultado hasta ahora más influyente en la mejora de mi entorno y de mis congéneres. También valoré, muy positivamente, la integración social que facilita la creación de una familia, sobre todo desde la aparición de los grupos de Whatsapp, y la comodidad de seguir unas pautas escritas y aceptadas por la gran mayoría de las personas y que te permitan, por ejemplo, asegurarte un par de paellas o barbacoas al mes o una agenda llena de traslados durante el fin de semana de absurda actividad extraescolar en absurda actividad extraescolar. Eso me hubiera evitado seguro el devaneo de sesos que produce la soltería empedernida a la hora de identificar actividades realmente atractivas prácticamente a diario. La familia ocupa un tiempo extenso, según veo en mis amigos, y no miento si digo que no me siento demasiado orgulloso de los días que he acabado en el sofá viendo televisión como lo haría un vegetal o arrastrando a mi ego a bares imposibles a la caza de un encuentro que lo alimentara al menos las dos siguientes semanas cuando otras opciones más edificantes no te venían a la mente.
La otra razón de peso en la balanza para despreciar el uso de los medios anticonceptivos habituales era, sin duda, la perspectiva de mi yo mayor, del viejo que seguramente seré. El menor esfuerzo de crear los hijos y el mayor de hacerlos crecer se cobra con los años. La perspectiva de una ancianidad solitaria y melancólica siempre me resultó aterradora. Es cierto que rentabilidades pasadas no garantizan rentabilidades futuras, pero el porcentaje de hijos que cuidan de sus padres mayores permite ser bastante optimista a la hora de recuperar tamaña inversión de tiempo y dinero en forma de cariño y atención en esas fases últimas de la vida tan preocupantemente parecidas a las primeras.
Desgranaría más alicientes vitales que me han abordado durante décadas, pero a lo que se ve por mi casa, no me impactaron con la suficiente fuerza como para obligarme a enfrentarme a lo que hubiera sido uno de los grandes dilemas de mi vida: si ponerle a mi hijo mi nombre, que es el mismo que el de mi padre y que, a su vez, es el mismo que el de mi abuelo. Dilema evitable solo en caso de que Dios me hubiera mandado una niña con la mala idea de hacerme reflexionar sobre mi concepto del feminismo o con la aún peor idea de dotarla de la misma liberalidad del padre en el asunto de la materialización de las relaciones esporádicas. Sí, siempre hubiera preferido un chico; y, sí, en el comentario puede haber trazas del machismo que te instala en el cerebro un colegio de los años setenta que nunca se permitió ser mixto.
En resumen
Cada vez que me he planteado tener un hijo de forma racional y responsable he acabado descartándolo por algún razonamiento de peso o alguna influencia externa y ajena a mi verdadera voluntad. Pero justo estos meses, envuelto en una ya consolidada crisis de los cincuenta, me lo he vuelto a plantear muy en serio. Tengo a la madre perfecta, he ahorrado bastante con los confinamientos, restricciones de horarios y limitaciones de viajes, ya me divierto hablando con mi sobrino (es de lo que más me ha influido) y veo el respeto y cariño con el que me mira mi hermano de ocho años (echen cuentas y ya se lo cuento otro día). Además me he convencido de que mi hijo, con esa madre, sí que ayudaría a mejorar el mundo y, como argumento definitivo, si no lo hago ahora nunca tendrá la edad suficiente para cuidarme cuando yo no me pueda valer ya solo.
Juro que lo tenía decidido. Hasta, después de muchas vueltas y opciones, sabía el sitio y modo de planteárselo a los otros genes necesarios. Pero he cometido un error fatal: he seguido de forma accidental el juicio de paternidad de Miguel Bosé y Nacho Palau. Debería decir de forma inevitable, dada la cobertura informativa con la que nos han machacado. No creo que necesite dar muchas más explicaciones para justificar mi marcha atrás. La decisión es irrevocable a pesar de que me acaban de confirmar que no me devuelven el dinero del puñetero spa rural, tengo que pagar la mitad de lo que me pidieron los mariachis y tiro por la borda horas de ensayo del ‘Somos novios’ de Luis Miguel.
Pero es que la perspectiva de que mis hijos se pudieran convertir en monedas de cambio, tener en mi mano, en momentos de ofuscación, decisiones que claramente afectan a sus sentimientos, mostrarles mi incapacidad de llegar a un acuerdo sensato por despecho o poner en evidencia el egoísmo de no pensar en ellos siempre primero me ha resultado un riesgo aterrador. Tan aterrador que estoy escribiendo esto en un banco de la calle Alcalá esperando que abran de una vez la maldita farmacia. No tenía que haberlos tirado todos. Ya abren. Voy a hacer acopio. No quiero ni riesgos ni ningún error fatal más, al menos esta semana. O hasta que, de forma inevitable, me entere de la sentencia.
No estoy familiarizado. Quiero decir que no he tenido cojones a montar una familia propia. Repasando los motivos de haber inhibido el mandato natural, poderoso y silente de la reproducción de mi especie descarto en primer lugar la posibilidad de no haber dado con la portadora de los genes perfectos para una combinación fructífera que pusiera a circular por el futuro una versión mejorada de mí mismo. Sin ser una lista extensa puedo presumir de que el motivo de acabar con mi estirpe no ha sido el de no cruzarme con la persona perfecta para proveer a mis padres de algún nieto que rematara el sentido de su existencia y sus esfuerzos. Ya sabemos que los conceptos vitales fundamentales, en la inmensa mayoría de su generación, están claramente basados en las leyes naturales de toda la vida y en una educación más bien tirando a tradicional que obligatoriamente les llevaba a acabar fotocopiándose y que yo, como hijo, debería haber hecho más esfuerzo por honrar.