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Pedro Sánchez mata a besos a Felipe VI
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OPINIÓN

Pedro Sánchez mata a besos a Felipe VI

Haga lo que haga el Rey en relación con su padre, habrá quedado claro que lo hace presionado por el Gobierno

Foto: Pedro Sánchez y el rey Felipe. (Getty)
Pedro Sánchez y el rey Felipe. (Getty)

Matar a besos al monarca: eso es lo que suponían este pasado martes los encendidos elogios de la portavoz María Jesús Montero a la Corona por sus pasados y futuros cordones sanitarios hacia el todavía rey emérito don Juan Carlos. Cuanto mayor era el aplauso -tan explícitamente condicionado-, más pequeña se iba haciendo la efigie real en su trono. Una presión que se hizo intolerable el jueves, minutos después del homenaje de Estado a las víctimas de la pandemia, cuando la vicepresidenta del Gobierno volvía a conminar al monarca, con el mismísimo Palacio Real de fondo, a las "decisiones que tiene que tomar" y que, según insistió, "tomará".

A nadie puede extrañar que Felipe VI se resista. No por la dureza de las medidas que estén por venir, sino por su aparente imposición política. Buscar un Yuste, un retiro digno a su antecesor fuera de la Zarzuela, era una solución indubitada y elegante al mismo tiempo, si se hubiera hecho, como parecía previsto, desde el consenso y la discreción. Y en todo caso, invitar al padre a abandonar sus estancias en el mismo Monte de El Pardo donde compartió palacete con su ahora despechada amiga Corinna resultaría menos cruel, y menos valiente si cabe, que renunciar a su herencia y señalarle por posible corrupción, que es lo que hizo el monarca con su comunicado del mes de marzo, amén de expulsarle de la agenda oficial y de cualquier relación reminiscente con la institución: es decir, 'matar al padre' por el bien de la Corona, y sin besos hipócritas de por medio.

placeholder El rey Felipe y el rey Juan Carlos, en una imagen de archivo. (Limited Pictures)
El rey Felipe y el rey Juan Carlos, en una imagen de archivo. (Limited Pictures)


La 'obvia' opinión del Gobierno de izquierdas sobre una conveniente salida del emérito de Zarzuela -nada que objetar a la idea en sí- empequeñece, pues, aquel primer gran gesto de la Casa del Rey -de hace un año ante notario-; pero, sobre todo, supedita dicha salida a su propia voluntad política; la suya y la de sus socios republicanos e independentistas, claro.

Y es que tal vez la impúdica presión de Moncloa sobre Zarzuela proceda de un desacuerdo mayor. Tal vez lo que esté en cuestión en la cúpula de los poderes del Estado no sea solo el destino último de un rey indómito y contaminante, sino su propio título de rey. Y ahí ya, el Gobierno estaría jugando con las cosas del comer en lo que se refiere, no tanto al Estado, como a la tradición dinástica.

A falta de una Ley de la Corona, el padre del monarca es rey emérito solo a título de cortesía, protocolario, sin relevancia constitucional alguna, según expertos juristas. Arrebatárselo por un criterio de oportunidad política sería perfectamente posible, y hasta plausible. Sin embargo, los equilibrios en el alambre institucional son delicados y el eslabón dinástico es fundamental en una monarquía -hoy felizmente parlamentaria y arbitral- como la española. A menos que este Gobierno aspirara a romperlo y fundar un régimen, como hizo la Segunda República al someter a juicio político al destronado Alfonso XIII y condenarle a la expropiación de sus bienes -la primera República en cambio, había seguido dando tratamiento oficial de 'Su Majestad la Reina' a la exiliada Isabel II-; o como hizo Franco al saltarse a don Juan en la designación de su' “sucesor a título de rey”; e hizo el propio ‘régimen del 78’ -según vocabulario de Podemos-, al refrendar la instauración/restauración borbónica en democracia.

placeholder El rey Felipe recibe la felicitación del rey Juan Carlos, tras su abdicación. (EFE)
El rey Felipe recibe la felicitación del rey Juan Carlos, tras su abdicación. (EFE)

La mayoría de los reyes que en España lo han sido se han desmarcado con verdadera saña de sus respectivos progenitores -muchos condenados al exilio a perpetuidad-, pero no hay precedentes de ningún monarca -Austria o Borbón- que les arrebatara en vida su título de rey, cualquiera que fuera su valor, -ni siquiera Fernando VII a Carlos IV, fallecido en Nápoles y enterrado en El Escorial. Grande, muy grande debe ser en democracia el nivel de exigencia de los ciudadanos a sus reyes, pero conviene dar pasos compatibles -tal vez éste lo fuera, pero cabe pensarlo sin precipitaciones- con la forma de Estado.

Falta mucha cultura monárquica en España, por no decir que falta mucho conocimiento de la historia patria. Y será desde luego la historia, la que en su día juzgue si Juan Carlos I acabará siendo el 'rey de la corrupción' o 'el rey de la democracia'. Pero lo que está claro es que Felipe VI, el único que de momento parece respetar la constitucional presunción de inocencia, no arrebató a su hermana, la infanta Cristina, el ducado de Palma -este sí, un título con contenido- hasta que fue formalmente imputada.

Lo claro, en todo caso, es que, en el momento presente, Sánchez -el presidente que se permitió en el homenaje de Estado escoltar a la familia real y desfilar con ella ante las personalidades invitadas- quiere un jefe de Estado a su medida. Lo más parecido a ser él el rey.

placeholder Pedro Sánchez, recibiendo a los Reyes para el homenaje de Estado. (EFE)
Pedro Sánchez, recibiendo a los Reyes para el homenaje de Estado. (EFE)

Matar a besos al monarca: eso es lo que suponían este pasado martes los encendidos elogios de la portavoz María Jesús Montero a la Corona por sus pasados y futuros cordones sanitarios hacia el todavía rey emérito don Juan Carlos. Cuanto mayor era el aplauso -tan explícitamente condicionado-, más pequeña se iba haciendo la efigie real en su trono. Una presión que se hizo intolerable el jueves, minutos después del homenaje de Estado a las víctimas de la pandemia, cuando la vicepresidenta del Gobierno volvía a conminar al monarca, con el mismísimo Palacio Real de fondo, a las "decisiones que tiene que tomar" y que, según insistió, "tomará".

A nadie puede extrañar que Felipe VI se resista. No por la dureza de las medidas que estén por venir, sino por su aparente imposición política. Buscar un Yuste, un retiro digno a su antecesor fuera de la Zarzuela, era una solución indubitada y elegante al mismo tiempo, si se hubiera hecho, como parecía previsto, desde el consenso y la discreción. Y en todo caso, invitar al padre a abandonar sus estancias en el mismo Monte de El Pardo donde compartió palacete con su ahora despechada amiga Corinna resultaría menos cruel, y menos valiente si cabe, que renunciar a su herencia y señalarle por posible corrupción, que es lo que hizo el monarca con su comunicado del mes de marzo, amén de expulsarle de la agenda oficial y de cualquier relación reminiscente con la institución: es decir, 'matar al padre' por el bien de la Corona, y sin besos hipócritas de por medio.

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