No nos dejes caer en la tentación: Pedralbes, el Rosebud de Iñaki Urdangarin
Aquella casa, el denominado palacete, se traduce en la metáfora perfecta de la ascensión imparable que precede siempre a una inevitable caída. En este caso, de bruces contra el hormigón del suelo de una celda
—Perdona —pronunció una conocida periodista española del corazón a través de su teléfono—, ¿se trata de un miembro de la actual Casa Real?
—No —respondió al otro lado de la línea el profesional francés que decía poseer un material fotográfico bomba.
—Entonces es un exmiembro, ¿verdad?
—Sí.
Blanco y en botella, pensó ella.
—¿Es Urdangarin?
Tres segundos interminables de silencio.
—Sí.
—¿Siendo infiel?
Esta conversación se produjo apenas unos días antes de la publicación de la portada de la revista ‘Lecturas’ del miércoles 18 de enero del año 2022, que acabó definitivamente con el matrimonio de la infanta Cristina e Iñaki Urdangarin. La cámara de aquel fotógrafo francés acababa de captar, 48 horas antes de aquella llamada, al exduque de Palma paseando con una rubia que no era su esposa por las playas de la localidad de Soorts-Hossegor, perteneciente al País Vasco francés. El golfo de Vizcaya como escenario de la infidelidad matrimonial de un exmiembro de la Casa Real.
Una estampa muy navideña, muy invernal, muy francesa y muy pastoril, incluso, que dio carpetazo a un matrimonio convulso, aunque el divorcio definitivo no se ha firmado hasta hace solo unas semanas, en secreto y ante un notario barcelonés, tal y como ha adelantado la revista ‘¡Hola!’ este miércoles, en una información con apariencia de comunicado extraoficial. El anuncio da carpetazo a un cuento de hadas y confirma la salida por la puerta de atrás de la Casa Real del triunfador —en otros tiempos— Iñaki Urdangarin. Pero la caída real del exduque, el principio del fin, tiene nombre de barrio barcelonés: Pedralbes. Allí habitaba el mal llamado palacete, la obsesión por la que dio con sus huesos en la cárcel.
Vanitatis ha paseado por las inmediaciones de aquella vivienda este martes, justo el día en el que se confirmaba la expulsión definitiva de Iñaki de la mesa de los Borbón. Las fotos que adjuntamos ponen de manifiesto que apenas queda nada de aquella vivienda que el juez Castro le arrebató para hacer frente a la responsabilidad civil derivada de la condena que finalmente confirmó el Supremo: 5 años y 10 meses de prisión por los delitos de prevaricación continuada y malversación, tráfico de influencias, fraude a la Administración y dos delitos fiscales. Aquella casa es ahora el hogar de una familia. Fue adquirida en 2017 por el empresario hotelero Laith Pharaon. Él puso en marcha una obra para cambiar toda la fachada, pintarla de blanco y reemplazar las características ventanas cubiertas con una especie de celosía metálica a través de las que Iñaki veía salir el sol los días de gloria.
Del palacio a la celda
Dicha gloria se acabó definitivamente el 18 de junio de 2018, cuando a primera hora de la mañana, sobre las 7:30 horas, una furgoneta con los cristales tintados cruzó la puerta del centro penitenciario de Ávila. A pesar de ciertas prebendas digamos previsibles y en cierto modo inevitables que Iñaki disfrutó en la prisión de Brieva, donde pernoctó exactamente 939 noches, lo cierto es que parece obvio que a un hombre como él, que había sentado sus posaderas en sillas heredadas de la época de Carlos I y desahogado resacas vomitando en el interior de jarrones de la dinastía Ming, le resultó difícil aceptar vivir en esas condiciones. En los días exentos de furia, cuando él y Cristina se compraron el polémico palacete, situado en la calle Elisenda de Pinós de la ciudad de Barcelona, quienes participaron en la obra recuerdan la primera y única gran preocupación de la pareja sobre aquella casa: varias de las estancias no tenían persianas. Les inquietaba sobre todo la habitación de la menor, Irene, especialmente desprotegida del sol. Así que encargaron rápidamente unas cortinas, no cualquiera, obvio, sino unas con cierto concepto de clase, cosidas a mano por una sexagenaria catalana, para restituir la paz diurna entre los vampiros que se hospedaban en aquel extraordinario paraje de más de seis millones de euros —con una reforma posterior de otros tres—. Preocupaciones del primer mundo, sin duda.
La vivienda de Barcelona se traduce en la metáfora perfecta de la ascensión imparable que precede siempre a una inevitable caída a las redes del averno. En este caso, a una celda más grande y más cómoda de lo normal, pero igualmente tenebrosa, funesta y poco apetecible como hogar, aunque fuera de forma coyuntural. Urdangarin vivió en el casoplón de la Ciudad Condal desde el año 2004 hasta el momento en el que todo estalló, o mejor, estaba a punto de hacerlo, y la familia al completo tuvo que huir a Washington.
“Yo no he hecho nada”
Palacete de Pedralbes. Verano de 2009. Un allegado visita la casa de Elisenda de Pinós para ver cómo está la familia después de que se haya anunciado en los medios de comunicación que emigrarán sorpresivamente a EEUU. Aunque a los españoles se nos ocultaron los motivos reales de ese desplazamiento, o eso se pretendió por un breve espacio de tiempo, lo cierto es que toda la familia Borbón, tíos, primos y sobrinos incluidos, también los amigos incondicionales, sabían ya a esas alturas, hablamos del mes de julio, que en el futuro iban a brotar hojas del árbol de la desdicha con motivo de los negocios turbios de Iñaki.
Aquel día, a pesar de que había comenzado ya el tiempo estival, llovía con fuerza sobre la Ciudad Condal. La persona en cuestión llegó a la puerta del número 11 y pulsó el telefonillo mientras guardaba su paraguas. Abrió la Infanta, que parecía contenta al otro lado del interfono. Al entrar en el interior del chalet, se veían las primeras cajas apiladas. Era tiempo de mudanza. Mientras tomaban un café en la cocina, Cristina le explicó el cuándo, el cómo y el porqué de esa fuga, y le trasladó la inquebrantable fe en la inocencia de su marido, pues “no había hecho nada malo”. Pero algo inesperado ocurrió después, cuando la persona en cuestión preguntó por la posibilidad de fumar en aquel espacio.
—Lo siento, pero aquí no dejamos a nadie hacerlo jamás.
Iñaki y Cristina han sido siempre dos militantes antihumo, así que ella se mostró taxativa, por lo que la visita, de máxima confianza, pidió salir a la terraza cinco minutos para saborear un pitillo en el porche, sobre el suelo de madera y al albor de la enorme piscina del chalet, para después volver a entrar. Sin embargo, Iñaki se ofreció a acompañar a dicho sujeto al exterior de la vivienda y, a pesar de las malas condiciones climatológicas, aquellos cinco minutos de cigarrillo se convirtieron en casi dos horas de reloj en las que él narró, uno tras otro, sin haber sido preguntado, como quien tiene la necesidad de confesarse, todos los avatares de sus años al frente del Instituto Nóos, los mismos que le amenazaban con un posible proceso penal, pues Casa Real ya había sido avisada por el poder judicial —muy divididos los tres que hay en honor a Montesquieu— de que pintaban bastos para el chico guapo que se convirtió en duque.
—Yo no he hecho nada, te lo juro. Nada de nada.
Los días de gloria
Volvamos de nuevo a 2004, la época de mayor esplendor del empresario Urdangarin. Los amigos de entonces, los de los comienzos, los de verdad, recuerdan que Iñaki —tal y como desveló en uno de sus libros la periodista Silvia Taulés— presumía tras firmar las escrituras de Pedralbes de que se había comprado “una dacha”, una casa de campo y de recreo característica de países del este de Europa y especialmente de Rusia.
Fuentes que vivieron de cerca aquellos años recuerdan cómo Iñaki se obsesionó con otorgar una vida de infanta a su mujer una vez que abandonó el deporte de élite. No era un tipo listo, pero sí muy trabajador, y acabó tirando de influencias prestadas para llenar la nevera de botellas de champán francés y los árboles de Navidad de regalos. Los nueve millones que costó en su totalidad el sueño de Pedralbes (la casa más la obra) se convirtieron en una deuda con La Caixa en forma de hipoteca que funcionó sobre todo como yugo. Ahogado permanentemente por las cuotas, no dudó en aferrarse a los caminos de baldosas doradas y dinero fácil que le dibujó un día sobre una servilleta su socio y amigo Diego Torres.
Cuenta la leyenda que en Zarzuela se extendió con el tiempo la frase “el palacete fue el principio del fin”, la alegoría del desplome moral y social del sujeto en cuestión; una especie de símbolo, el Rosebud del ciudadano Urdangarin, que en la película de Orson Welles era un trineo que representaba la infancia perdida y en la vida de Iñaki no podía rememorar otra cosa que la libertad maltrecha en base a la ambición desmedida. Así como en el oscarizado filme, el magnate de la prensa Charles Foster Kane muere pronunciando “Rosebud”, Iñaki podría haber pasado su primera jornada en la cárcel repitiendo insistentemente la palabra “Pedralbes”.
Los días de furia
El sueño comenzó en Barcelona. Corría el 4 de octubre de 1997. El asesor de las Infantas, Carlos García Revenga —al que siempre se le ha colgado el titulillo de secretario y a él no le ha gustado mucho—, se encargó de organizar parte del enlace, que se retransmitió en directo por la cadena pública de televisión, en una ceremonia gestionada ni más ni menos que por Pilar Miró, que también se ocupó de la de la infanta Elena con Jaime de Marichalar en Sevilla, y que hacía apenas unos meses se había alzado con el Goya a la mejor dirección por ‘El perro del hortelano’, una adaptación de la comedia original de Lope de Vega. Aquello iba a ser premonitorio. La obra del dramaturgo madrileño narra la relación a tres bandas entre un hombre —Teodoro—, una condesa —Diana— y una doncella —Marcela—. En realidad, aunque la infanta Cristina casi nunca lo supo, esta iba a ser la sinopsis de su matrimonio, al menos en ciertos periodos.
Urdangarin lo había conseguido prácticamente todo en la vida. Era guapo, un conquistador que tenía fama de truhán desde los tiempos mozos, los de la residencia de estudiantes en Barcelona, un gran deportista y un tipo no muy inteligente, pero sí con una amplia capacidad de sacrificio. Si el sueño americano se sustenta en los ideales que garantizan la posibilidad de prosperar en la vida, cuya máxima expresión sería llegar a Hollywood y triunfar en el mundo del cine, necesariamente el sueño español debía ser casarse con una infanta, ganar una medalla en unos Juegos Olímpicos —que en realidad fueron dos, porque también se llevó el bronce en Sídney, en el año de su retirada— y vivir en un palacio o palacete, tanto monta. Tres logros al alcance de muy pocos. Los tres vértices de la Santísima Trinidad del triunfo. Iñaki lo consiguió todo, pero también lo perdió: el casoplón de Pedralbes le fue embargado, las medallas virtualmente requisadas por la mente selectiva del españolito medio y la Infanta huyó por patas al verle con otra sobre la fina arena de la playa de Soorts-Hossegor. Esas han sido, sin duda, las tres reliquias de la muerte poética de este santo —varón—.
*Este texto contiene extractos del libro ‘Urdangarin, relato de un naufragio’ (La Esfera), publicado por Nacho Gay a finales del año 2022.
—Perdona —pronunció una conocida periodista española del corazón a través de su teléfono—, ¿se trata de un miembro de la actual Casa Real?