Es noticia
Menú
Bacalao a la Don Wences
  1. Estilo
RESTAURANTE

Bacalao a la Don Wences

Hay, desde luego, muchas formas de pasar a lo que llamamos con más o menos propiedad 'inmortalidad'; entre ellas, que la revista Time le dedique a

Foto: Bacalao a la Don Wences
Bacalao a la Don Wences

Hay, desde luego, muchas formas de pasar a lo que llamamos con más o menos propiedad 'inmortalidad'; entre ellas, que la revista Time le dedique a uno su portada, que le pongan su nombre a una calle, honor que a diferencia del anterior suele ser póstumo... o que, en una práctica hoy en desuso pese a la proliferación de supuestos 'famosos', un gran cocinero dé a una de sus creaciones el nombre de alguien a quien desea homenajear.

No es en nuestros días, ya decimos, una cosa demasiado frecuente. En otros tiempos, sí. Hay muchos personajes de muy diversos ámbitos que gozan del privilegio de tener un plato con su nombre, y en no pocos casos ese honor es perdurable y se sigue llamando así esa creación; es el caso, entre otros muchos, de los canelones Rossini, la copa Melba, el solomillo Wellington... Platos de los tiempos de la 'grande cuisine' de maestros como Auguste Escoffier.

Es decir, cosas del siglo XIX y de la Belle Époque. Ya hace tiempo que la costumbre desapareció, o casi; hay platos 'dedicados' en el libro de Paul Bocuse La cocina del mercado, también en el apéndice que en la edición española de dicha obra firmó Juan Mari Arzak. Yo conozco el 'consomé don Víctor', que sigue en la carta del madrileño 'Horcher' en honor de Víctor de la Serna Espina, o el 'bucarito don Pío', bautizado así en 'Zalacain' para recordar a Pío Cabanillas Gallas.

Cosas de otro tiempo, claramente. Por eso me gusta encontrar, a partir de la quinta edición de La cocina práctica de Manuel María Puga y Parga, que firmaba sus obras culinarias como 'Picadillo', un plato dedicado a un a mi juicio gran e injustamente marginado escritor coruñés: Wenceslao Fernández Flórez. La dedicatoria del plato se corresponde con la aparición de una de sus novelas, Luz de luna, datada en 1915, como la citada edición de dicho libro.

Fernández Flórez, que nació en La Coruña en 1885 -o eso afirman la mayoría de sus biógrafos, dado que don Wences, como se le conocía, se mostró siempre especialmente reservado o coqueto respecto a su edad- y murió en Madrid en 1964, es un escritor que se sigue leyendo con placer, pese al velo de silencio que ha caído sobre la mayoría de su obra; ha pagado caro haber escrito Una isla en el mar rojo, en la que contaba sus vicisitudes en el Madrid de la Guerra Civil, donde hubo de refugiarse en un par de embajadas para salvar su vida.

A mí me encanta la mayoría de su obra, muy especialmente sus crónicas de Cortes, que publicó desde 1917 en ABC bajo el título de 'Acotaciones de un oyente'... y, cómo no, la que hoy es, seguramente, la más conocida de sus novelas, ese delicioso El bosque animado del que el propio autor se enorgullecía -"si algún día releyese por placer alguna de mis propias obras, sería ésa", escribió don Wences en el prólogo de sus Obras Completas, en el que se lamentaba del escaso éxito que había obtenido ese libro.

Yo siempre he incluido a Fernández Flórez en la nada corta nómina de grandes escritores gastronómicos gallegos, aunque no haya dedicado ninguna obra en concreto a este asunto. Él mismo era un delicado gourmet, y dejó escritas muy bellas páginas en las que la comida es protagonista, como las de la última Estancia o capítulo de la obra antes citada, titulada ‘El laberinto maravilloso', en la que el pocero Geraldo sueña que come y bebe todo lo que siempre ambicionó comer y beber...

Las versiones cinematográficas de El bosque animado, tanto la de José Luis Cuerda, con un inolvidable Alfredo Landa en el papel del bandido 'Fendetestas', como la versión en dibujos animados de Manolo Gómez y Ángel de la Cruz, le devolvieron un tanto al conocimiento público. Ahora, los ayuntamientos de sus dos ciudades, Madrid y La Coruña, con la Asociación de la Prensa de Madrid, han programado una serie de actos en su memoria y honor; me parece justo y me sumo con entusiasmo a la iniciativa.

En fin, veamos la receta en cuestión. Se llama 'Bacalao de PP y W'. Literalmente, dice así:

"Plato muy liso y muy llano / sin complicación ninguna / que dedica muy ufano / el autor de 'Pote Aldeano' / al autor de 'Luz de Luna'."

Se coge una hoja de bacalao muy delgada, tan delgada como Wenceslao Fernández Flórez, y se toman unos tomates muy gordos, tan gordos como yo (digamos que 'Picadillo' llegó a pesar más de doscientos kilos, mientras don Wences siempre fue muy flaco). Se desala a Flórez y se me corta en pedazos a mí y, en una tartera, capa de pedazos de Flórez desalados y capa de yo. Fuego lento; refrito por encima de aceite, mucha cebolla y ajos, cuando Flórez esté cocido.

"Diez minutos más de fuego y un perejil final reducido a picadillo con alguna sal, si la necesitase. Y así es la vida; yo estaré dividido por el eje; pero usted, amigo mío, se queda sin sal, que es bastante peor". En este caso, que a uno le llamen 'bacalao' no es un insulto como el que Peter Pan dedicaba a Garfio: es un auténtico honor.

Hay, desde luego, muchas formas de pasar a lo que llamamos con más o menos propiedad 'inmortalidad'; entre ellas, que la revista Time le dedique a uno su portada, que le pongan su nombre a una calle, honor que a diferencia del anterior suele ser póstumo... o que, en una práctica hoy en desuso pese a la proliferación de supuestos 'famosos', un gran cocinero dé a una de sus creaciones el nombre de alguien a quien desea homenajear.