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Los lazos de sangre del duque de Edimburgo con don Juan Carlos y doña Sofía
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FAMILIA REAL BRITÁNICA

Los lazos de sangre del duque de Edimburgo con don Juan Carlos y doña Sofía

Felipe de Edimburgo ha sido uno de los últimos representantes de esa especie en claras vías de extinción que es la realeza de los viejos tiempos. Un testigo que ahora pasa a doña Sofía

Foto: Los Reyes eméritos, con Isabel II y el duque de Edimburgo. (Getty)
Los Reyes eméritos, con Isabel II y el duque de Edimburgo. (Getty)

A comienzos de los años 90, un príncipe real (eso que los franceses llamarían un 'prince du sang'), que aunque miembro de una familia largamente destronada había conocido bien los entresijos de algunas cortes aún en ejercicio y descendía incontables veces del gran Luis XIV, me declaró enfáticamente: “Somos los últimos dinosaurios”. Y en estos momentos nada se torna más real que aquella afirmación entre irónica y melancólica, pues, como aquellos dinosaurios del Pleistoceno, Felipe de Edimburgo ha sido este viernes, con sus casi cien años, uno de los últimos representantes de esa especie en claras vías de extinción que es la realeza de los viejos tiempos. Un testigo que ahora pasa a su sobrina y nuestra Reina emérita, doña Sofía, que tras su fallecimiento queda como única consorte nacida en el seno de una familia reinante pues más allá de ella, pero muy cerca y junto a ella, únicamente queda su cuñada la reina Ana María de Grecia, nacida princesa de Dinamarca, pero ya como consorte de un rey destronado.

Asistimos al canto del cisne de un mundo de exclusión, de endogamia fuertemente basada en el principio de la sangre y de la igualdad de rango en el nacimiento (el sacrosanto Ebenburtigkeit de los alemanes), y revestido de un fuerte contenido simbólico. Un mundo sostenido en la estrecha relación entre los pares, porque en ese grupo de familias que durante siglos rigieron los destinos de Europa hace ya siglos que todos decidieron darse el trato de primos en tanto que iguales. Toda una cuestión simbólica que actualmente a muchos se les revela como absurda, ridícula u obsoleta, y de la cual el propio esposo de la reina Isabel fue parcialmente víctima pues también él tuvo conciencia de ser portador de una cierta mancha en su sangre por ser hijo de una mera princesa de Battenberg.

En aquel lejano 1921 en el que él nació en el palacete de Mon Repos, en la isla griega de Corfú, las cuestiones de rango eran aún relevantes pero la suya, la familia real griega, siempre se significó por su mayor sencillez y por la sincera estrechez y calidez en los afectos. De ahí que su turbulenta infancia, marcada por un padre abandonador y por una madre fuertemente inestable en el ámbito psicológico, se vio arropada por el calor de su familia extendida. Sus compañeros de juegos fueron sus primos el futuro rey Miguel de Rumanía y la futura y torturada reina Alejandra de Yugoslavia. Pero no cabe olvidar a su otra familia, la inglesa, que posibilitó que fuese su tío Lord Luis Mountbatten, el último virrey de la India, quien le prohijase e hiciese cuanto le fue posible para facilitar su conveniente matrimonio con la entonces princesa Isabel de Inglaterra.

placeholder Las dos parejas. (EFE)
Las dos parejas. (EFE)

Corrían los años 40, la Segunda Guerra Mundial había dado otro golpe de muerte a muchas familias reales europeas, y Felipe tuvo entonces que tragarse el sapo de tener que prescindir de su título de príncipe de Grecia y de Dinamarca y de su predicado de alteza real para convertirse en Felipe Mountbatten y disfrazar sus orígenes extranjeros. Un golpe que su suegro, el rey Jorge VI, supo aliviar al crearle duque de Edimburgo y restaurarle su tratamiento de Alteza Real antes de la boda. Sin embargo, su anglicanización no mermó sus estrechos lazos con sus primos griegos hecho que explica la especial consideración con la que el palacio de Buckingham ha tratado siempre a la familia real helena. Una amistad sostenida en el parentesco por múltiples vías (todos descienden de la reina Victoria), fomentada a lo largo de toda una vida, y que también se extiende a la familia real española, hecho que explica la importante presencia del duque de Edimburgo en la entronización del rey Juan Carlos en 1975, que en modo alguno fue un gesto azaroso.

En tanto que griego, Felipe de Edimburgo era primo hermano del rey Pablo, padre de doña Sofía, y también volvía a ser primo suyo a través de su ascendencia común que se une en la reina Victoria de Inglaterra. Pero su parentesco con el rey don Juan Carlos no es mucho más lejano pues su madre, la singular princesa Alicia de Battenberg, era prima hermana de la reina Victoria Eugenia de España, sin olvidar que ambos también comparten descender de la reina Victoria. Toda una tupida red de parentescos y de antepasados comunes que se repiten hasta el infinito, que solo se explica desde aquellos viejos principios de endogamia, de sangre y de exclusión que hicieron de la realeza un grupo por encima de cualquier otro y envuelto en los necesarios elementos simbólicos, ornamentales y de representación.

placeholder Visita de Estado de Isabel II y el duque de Edimburgo a España en 1988. (Getty)
Visita de Estado de Isabel II y el duque de Edimburgo a España en 1988. (Getty)

La realeza, ya tendente a replegarse sobre sí misma, se ve forzada a una sobriedad inusitada en Gran Bretaña pero, sin duda, todavía cabrá esperar una pulcra puesta en escena en la capilla real de palacio de Windsor que será seguida en todo el mundo. Una ceremonia de familia a la que con toda probabilidad no falten los primos griegos y rumanos, tan cercanos a los afectos de los Windsor, y en la que cabría esperar la presencia de doña Sofía, digna portadora del relevo que ahora recibe.

A comienzos de los años 90, un príncipe real (eso que los franceses llamarían un 'prince du sang'), que aunque miembro de una familia largamente destronada había conocido bien los entresijos de algunas cortes aún en ejercicio y descendía incontables veces del gran Luis XIV, me declaró enfáticamente: “Somos los últimos dinosaurios”. Y en estos momentos nada se torna más real que aquella afirmación entre irónica y melancólica, pues, como aquellos dinosaurios del Pleistoceno, Felipe de Edimburgo ha sido este viernes, con sus casi cien años, uno de los últimos representantes de esa especie en claras vías de extinción que es la realeza de los viejos tiempos. Un testigo que ahora pasa a su sobrina y nuestra Reina emérita, doña Sofía, que tras su fallecimiento queda como única consorte nacida en el seno de una familia reinante pues más allá de ella, pero muy cerca y junto a ella, únicamente queda su cuñada la reina Ana María de Grecia, nacida princesa de Dinamarca, pero ya como consorte de un rey destronado.

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