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"El señor ha muerto": el día que Esther Doña perdió a Carlos Falcó
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"El señor ha muerto": el día que Esther Doña perdió a Carlos Falcó

Vanitatis adelanta el prólogo del libro de Esther Doña, 'La vida de un gran hombre a través de mis ojos' (Planeta). En él narra su soledad al conocer la muerte del marqués

Foto: Esther Doña. (Foto: Félix Valiente)
Esther Doña. (Foto: Félix Valiente)

“Los muros de piedra del palacio de El Rincón parecen de pronto mucho más oscuros y amenazantes. El que hasta hace un minuto era mi hogar ha perdido el alma y el encanto y ahora es un castillo solitario, frío y vacío. Aún tengo el teléfono en la mano temblorosa cuando los ojos se me llenan de lágrimas que no sé cómo gestionar. ‘El señor ha muerto —susurro—. El señor ha muerto”.

Con estas palabras, Esther Doña comienza el relato de su “matrimonio de película” con Carlos Falcó, el marqués de Griñón, un documento que Vanitatis publica hoy en primicia y en el que la exmodelo narra en primera persona y con el corazón en la mano quizá uno de los momentos más trágicos de su vida.

'La vida de un gran hombre a través de mis ojos' (Planeta) es una obra escrita de su puño y letra, un libro autobiográfico que busca hacer honor al “amor extraordinario” que vivió durante más de un lustro y que terminó trágicamente al comienzo de la pandemia.

placeholder Portada del libro de Esther Doña. (Planeta)
Portada del libro de Esther Doña. (Planeta)

Estoy bastante ilusionada y con un poco de vértigo. Es mi primer libro y es un libro que me decidí a escribir porque había perdido a mi marido, mi amante, mi compañero, de la manera más dura que jamás habría pensado. Necesitaba echar fuera todo lo que sentía, necesitaba contar cómo era el amor de mi vida y quería compartir con todos nuestra gran historia de amor. Ha sido como una limpieza para mí, cerrar un capítulo de mi vida y hacerle un homenaje a él”, confiesa Doña en conversación con Vanitatis.

El 20 de marzo de 2020, Carlos Falcó fallecía a consecuencia de las complicaciones del covid que padecía, en un hospital madrileño y en la más absoluta soledad. Ni sus hijos, ni su esposa, ni nadie de su entorno pudo acompañarle en ese terrible e inesperado final que llegaba apenas unos días después de su repentino ingreso que le hizo abandonar el palacio El Rincón, donde residía.

placeholder Esther Doña. (Foto: Félix Valiente)
Esther Doña. (Foto: Félix Valiente)

Un episodio el que les ofrecemos a continuación en primicia que, según confiesa su autora en conversación con Vanitatis, ha sido el más complicado de narrar. “El episodio más duro ha sido contar mis sentimientos cuando me informaron que Carlos había muerto. Aún cuando lo releo tengo que parar y coger aire… Fue muy duro, pero creo que, al expresar mis sentimientos, muchas familias que han sufrido lo mismo que yo pueden sentirse identificadas con mi dolor”, asegura emocionada.

Con este libro quiero transmitir que el amor existe, que yo lo encontré y que me hizo plenamente feliz”. Desde el primer encuentro hasta la boda, pasando por el cortejo cargado de mensajes de móvil (que él más tarde imprimiría y guardaría), las dudas primeras de ella y de su familia, y luego la entrega decidida a compartir la vida, en sus páginas repasa la intimidad de este matrimonio que terminó en tragedia.

placeholder Esther Doña. (Fotos: Félix Valiente)
Esther Doña. (Fotos: Félix Valiente)

Prólogo en exclusiva para Vanitatis

- El día que perdí a Carlos Falcó -

Los muros de piedra del palacio de El Rincón parecen de pronto mucho más oscuros y amenazantes. El que hasta hace un minuto era mi hogar ha perdido el alma y el encanto y ahora es un castillo solitario, frío y vacío. Aún tengo el teléfono en la mano temblorosa, cuando los ojos se me llenan de lágrimas que no sé cómo gestionar. “El señor ha muerto”, susurro. Lo digo desde la más completa parálisis.

—¿Cómo dice, señora? —Marilu friega el suelo del pasillo con lejía, a varios metros de donde me encuentro. Llevo días diciéndole que friegue todo bien con lejía para cuando vuelva el señor. Ella me dice que la casa no puede oler más de lo que ya huele a productos desinfectantes, pero yo, por algún motivo, no percibo ese olor. Aún no sé que yo también tengo coronavirus, y aún no se sabe con seguridad que la pérdida del gusto y el olfato sea uno de los principales síntomas.

“El señor ha muerto”. No estoy hablando con ella, que se encuentra fuera de la habitación, lejos de mí, para no cruzarnos: me lo digo a mí misma. No lo puedo creer. No lo entiendo, no lo razono. No puede ser: hace solo cinco días que Carlos, mi Carlos, se montaba en la ambulancia que lo llevaría a la Fundación Jiménez Díaz. Iba vestido como el dandi que era: con traje, chaleco, fedora y maletín en mano. “Me llevo unas botellitas de mi aceite, Esther, así adorno un poco la comida del hospital”. Se iba con una gran sonrisa, también, parloteando con los enfermeros y el conductor de la ambulancia. Sus síntomas eran tan ligeros que ni siquiera le pusieron mascarilla. Hasta ese mismo miércoles, por las mañanas se daba una ducha y volvía a ponerse su ropa, el batín del hospital no iba con él, me decía por videollamada. Y dos días después, solo dos días después, tengo que aceptar que ya no está.

Me encuentro en la cocina cuando recibo la llamada del médico y me quedo allí parada, apoyada sobre la encimera, durante largos minutos. Como una autómata, sin saber bien lo que estoy haciendo, camino hacia la salita de estar, donde sigue encendida la televisión. No me da tiempo a reaccionar, ni a llamar a nadie para contarle lo ocurrido, cuando las cadenas ya están dando la noticia: “El marqués de Griñón ha fallecido este viernes por coronavirus”.

Cambio de canal, como en un sueño, pensando que aquello no me puede estar pasando a mí. Al mismo tiempo me doy cuenta de que si el médico no me hubiera llamado hace tan solo unos minutos, me habría enterado de la muerte de mi esposo a través de la televisión. “Ha muerto Carlos Falcó, grande de España, agrónomo pionero en el uso de las nuevas tecnologías en el campo, viticultor y bodeguero aristócrata, padre de la televisiva Tamara Falcó, exmarido de Isabel Preysler. El hombre que compartió pupitre con el rey emérito ha fallecido a los 83 años”.

Grande de España, pionero, empresario, agrónomo, exmarido de, padre de, amigo de la infancia de. Qué me importan todos esos títulos. España ha perdido a esa persona de la que los canales de televisión hablarán ahora durante días y días. El coronavirus no entiende de sangre azul ni de dinero. El coronavirus se lleva vidas y vidas por delante y deja familias destrozadas a su paso. España ha perdido a un grande; yo he perdido mucho más.

Mi marido, mi amigo, mi compañero, mi confidente. El hombre que, a pesar de mis recelos por la diferencia de edad, se propuso enamorarme y lo hizo utilizando la escritura como herramienta, como si del amor cortés y epistolar de otros tiempos se tratara, solo que en este caso me enviaba sus palabras por WhatsApp. Estaba tan orgulloso de ese corpus casi literario que lo mandó imprimir para guardarlo para siempre. Ahora, esos cientos de mensajes son las únicas palabras que me dirigirá jamás, porque ya no me quedan ni su voz, ni su mirada, ni su sonrisa.

Paso un rato llorando sobre el sofá, con el ruido de la televisión de fondo. Nadie puede abrazarme porque estoy bajo cuarentena y, aunque pudieran, quienes deseo que me abracen no están aquí. Aparte de las personas del servicio del palacio de El Rincón, estoy sola, completamente sola, en esta finca de no sé cuántas miles de hectáreas en Aldea del Fresno, en esta casa de piedra de no sé cuántos cientos de años. Mi familia y mis amigos, aquellos que ya tenía antes de conocer a Carlos, las personas que me quieren simplemente como Esther, no como la mujer del marqués, están a más de quinientos kilómetros, en Málaga. Anhelo un hombro sobre el que llorar, una mirada amiga. El teléfono no para de sonar y sé que muchas de esas llamadas son sentidas, como la de la reina Sofía, que ha estado pendiente de mí y de la salud de mi esposo, pero muchas otras son interesadas o de parte de la prensa, a la que siempre estoy dispuesta a atender con una sonrisa, pero ahora mismo no puedo. Ahora mismo no puedo.

Trato de recomponerme y analizar los hechos: hace dos horas, solo dos, el médico me ha llamado para decirme que Carlos estaba mejor. Valoro la posibilidad de que haya sido un error, de que se hayan equivocado de persona. Quizá la prensa ha oído el rumor de su muerte y se ha lanzado a dar la noticia, pero en realidad no es Carlos, sino el señor de la habitación de al lado, o el otro, o el otro de la de más allá. Mi mente racional sabe que me estoy agarrando a un clavo ardiendo y que ya he perdido a mi esposo. Mucho antes de lo que me esperaba. “Voy a vivir por ti, Esther, para pasar muchos años contigo”. Fueron las últimas palabras que me dedicó hace apenas un par de días. Al casarme con Carlos, cuando él ya tenía casi ochenta años, sabía que lo más probable era que en algún momento de mi vida tuviera que enfrentarme a su muerte cuando yo fuera aún joven. Sabía que quedaría viuda antes de lo que los corazones están preparados para soportar. No éramos tan ingenuos como para creer que nos esperaba toda una vida juntos, a pesar de que no nos gustara pensar en ello. Pero Carlos era una persona tremendamente sana, activa, fuerte. Bromeábamos con la cantidad de vitaminas que tomaba cada día y con cómo él me aseguraba, entre risas, que al final acabaría pareciendo más joven que yo. Sí, sabíamos que el reloj, en un matrimonio donde hay cuarenta años de diferencia, jugaba en nuestra contra, pero aún no estábamos preparados: pensábamos que nuestra vida juntos nos deparaba aún muchos muchos años de felicidad.

La negación se instala en mí. Me cuesta aceptarlo y mi mente busca excusas para no hacerlo. Solo antes de ayer hacíamos aún videollamadas. Carlos me pedía, casi desesperado, que fuera a verlo. "Cariño, no puedo, es imposible. No sabes cómo están las cosas. No me van a dejar entrar". "Ya me encargo yo, no te preocupes. Tú lo que tienes que hacer es venir hasta aquí". Hasta ese mismo día, este pasado miércoles, incluso me había estado insistiendo en reunir a varios de sus amigos. El hospital nos dejaría una sala de reuniones, él estaba seguro, y podríamos seguir organizando cosas, trabajando en nuestros proyectos todos juntos como si no pasara nada. "Esther, llama a tal y cual, y que vengan. Yo no puedo estar aquí todo el día sin hacer nada". ¿Acaso no sabía mi marido que la gente estaba falleciendo incluso en los pasillos de los hospitales? ¿Que no había camas? ¿O es que el coronavirus o algo de la medicación que le estaban dando tenían efectos sobre el raciocinio? ¿Sería verdad lo que algunos decían de que se trataba de una enfermedad alienígena?

He pasado los últimos días sin saber qué pensar, cómo reaccionar, qué hacer. Y ahora, la vida me da este palo, este palo tan grande del que no sé cómo empezar siquiera a recuperarme. Si lo que yo tengo también es coronavirus, y parece serlo, ¿me moriré, igual que Carlos? ¿Igual que mi marido, que dicen que acaba de fallecer aunque yo ni siquiera soy capaz de comprenderlo?

Puede ser, puede pasarme de un día para otro, como ha sido en el caso de Carlos. Hasta el mismo miércoles, cuando hablábamos por videollamada, se quitaba el respirador para que le viera bien la cara, así de coqueto es mi marido. Era. Era mi marido. Toso, tiemblo, he perdido el sentido del gusto y del olfato. Tengo sudores y fiebre. Pero la verdad es que no me preocupa mi salud. Mi cabeza no está puesta en eso. Mi cabeza está en shock. Con Carlos no se va solo mi amigo, mi marido, mi amante: se va la vida que llevo viviendo cinco años y se abre un abismo ante mí. El abismo de lo desconocido, de lo nuevo, de la vida sin él. Miro otra vez hacia estas paredes frías y de pronto inhóspitas. Estoy sola y enferma y el país entero parece a punto de colapsar. Carlos sabría qué hacer, sabría qué decirme, pero no ha dado tiempo, y ya no podrá protegerme, como siempre hacía, porque ya no está.

Camino por los pasillos del palacio, no muy consciente de lo que hago. Aquí nos dimos el sí quiero. Entre estas cuatro paredes celebramos innumerables encuentros, aperitivos y cenas con amigos, parece que todavía puedo escuchar las risas, las canciones. Puedo ver a Carlos saliendo y entrando de las habitaciones. Lo imagino arriba y abajo, como siempre: activo, feliz y dicharachero. "Venga, mi amor, ponte ese vestido que sabes que tanto me gusta, el chófer está ya esperando". Entre estas piedras he sido feliz, y esa felicidad acaba de terminarse, y de la manera más terrible e inesperada.

Sin embargo, me queda nuestra historia. El orgullo y la dignidad de haber sido la mujer de Carlos. El recuerdo de nuestro tiempo juntos. Y cuando esta tormenta pase, que pasará, como todas las tormentas, seguiré adelante, con paso firme y la frente bien alta.

Esta es mi vida y la vida de un gran hombre a través de mis ojos.

Esta es mi historia: mi historia de amor con el marqués de Griñón, con un noble que a mi lado y en mis brazos era simplemente Carlos. Carlos, el marido que he perdido y que siempre llevaré en el corazón.

“Los muros de piedra del palacio de El Rincón parecen de pronto mucho más oscuros y amenazantes. El que hasta hace un minuto era mi hogar ha perdido el alma y el encanto y ahora es un castillo solitario, frío y vacío. Aún tengo el teléfono en la mano temblorosa cuando los ojos se me llenan de lágrimas que no sé cómo gestionar. ‘El señor ha muerto —susurro—. El señor ha muerto”.

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