De la novillada a los zafiros: lo que olvidaste de la boda de la infanta Elena y Marichalar
Hace ya 26 años, la ciudad de Sevilla y España entera se paralizaban para asistir al primer enlace real que se celebraba en mucho tiempo
Se cumplen este jueves 26 años de la boda de la infanta Elena y Jaime de Marichalar. Ha llovido mucho desde ese día soleado, con una Sevilla engalanada como nunca. Los balcones con mantones de Manila, macetas con gitanillas ya florecidas, reposteros en las fachadas oficiales con el acrónimo No8Do (el lema de la ciudad) y las calles llenas de gente para aclamar a la primogénita del jefe del Estado. Estaban agradecidos a la duquesa de Lugo, que desde ese día lo era por decisión de don Juan Carlos, por haber elegido Sevilla.
Hubo repique de campanas y, la noche anterior, los principales monumentos estuvieron iluminados hasta el amanecer. Los medios de comunicación de todo el mundo habían enviado a sus corresponsales, y los nacionales llevaban semanas preparando reportajes y directos. Los alquileres de los balcones por donde pasaba el cortejo se pagaban a seis mil euros los más pequeños, un millón de pesetas entonces. Desde Alfonso XIII no se había celebrado en España un acto de estas características. Don Juan Carlos y las infantas, Margarita y Pilar, se casaron en Grecia, Lisboa y Estoril. Veintiseis años después, las anécdotas de esos días siguen teniendo vigencia. Recordamos unas cuantas.
La infanta Elena eligió Sevilla como homenaje a su abuela, la condesa de Barcelona, que vivió muchos años en la ciudad hasta que en 1931, cuando se proclamó la República, la familia emprendió el exilio a Francia. Madrid estaba reservado para la boda del heredero, que en aquel momento no tenía novia oficial y sí oficiosa, Gigi Howard. Meses después del enlace de su hermana, rompería con ella y dos años después llegaría a su vida Eva Sannum
Doña María le regaló al novio una botonadura de zafiros que perteneció a don Juan, y a su nieta una pulsera de oro y brillantes que había pertenecido a la infanta María Isabel de Orleans. La botonadura la suele utilizar a menudo Marichalar cuando se viste de gala.
Adiós a la soltería
La despedida de solteros de la pareja fue en Los Arenales, una finca en Morón de la Frontera propiedad del conde de la Maza y de María Victoria Ybarra. Su hijo trabajaba en la Guardia Real y tenía mucha amistad con la infanta Elena, que solía acudir a montar a caballo y a disfrutar del campo. La cita era a las cuatro de la tarde y hasta allí llegaron las amistades de ambos y los herederos de las casas reinantes. En la puerta, la prensa, a la que no se le dieron facilidades. “No quiero ver a ningún periodista ni que nadie saque una foto”, fue la exigencia, que no petición, de la Infanta. La traición vino por la parte de las amistades porque las fotos de la duquesa de Lugo bailando aparecieron en la prensa. Fran Rivera y Espartaco tuvieron su novillada ante el horror de los príncipes nórdicos.
Como no podía ser de otra manera, el almuerzo campero fue con productos nacionales como paella, pescaíto frito, carne mechá y demás platos típicos. A las ocho de la tarde, la Infanta y su marido se recogieron al hotel Alfonso XIII, donde estaba la familia Marichalar y todos los royals. La novia, en el alcázar, junto a la suya.
El hotel se cerró para los invitados reales que habían volado desde sus países de origen. Unos, como Guillermo de Holanda, llegaron a Sevilla con varios días de antelación, como también lo hicieron los primos griegos de la novia y los de Bulgaria. Todos ellos disfrutaron como cualquier turista. El heredero de Holanda y otros invitados pasearon con otros invitados por la calle Sierpes, desayunaron en La Campana y tapearon. El príncipe holandés conocería, precisamente, a la futura reina de los Países Bajos en la Feria de Abril unos años después, por lo que la ciudad de Sevilla siempre ha tenido un hueco especial en su corazón.
El vestido de la novia
La Infanta eligió a Petro Valverde para su traje nupcial. Hasta que llegó Marichalar, este diseñador le cosía la mayoría de la ropa para sus apariciones oficiales. Después, el marido marcó sus pautas. Valverde, un hombre serio y fiel, nunca entendió la inquina que le demostró el duque consorte. El velo era el mismo que había lucido en su boda su madre, doña Sofía, y anteriormente su abuela, la reina Federica de Grecia.
Llamó la atención que, durante la ceremonia, la novia no pidiera la venia a su padre. Los nervios le jugaron una mala pasada y hubo ciertas críticas por este olvido. Aparte del 'sí, quiero', era lo único que tenía que recordar. Mientras la Reina se emocionó lo justo, el Rey tuvo que utilizar el pañuelo. La infanta Elena siempre fue su preferida y padre e hija siguen siendo un apoyo mutuo en estos tiempos de borrasca.
Lubina y croquetas
Ya casados, recorrieron las calles de Sevilla en una calesa tirada por seis caballos castaños hasta los Reales Alcázares, donde el restaurador Juliá sirvió el convite. En aquellos años no había alergias ni intolerancias y fue un menú único. De primero, lubina del Cantábrico con salsa de trufas y almendras. Después, perdiz roja con salsa castellana. Y por último, tarta nupcial.
En la calle, los sevillanos también organizaron sus almuerzos, que compartían con los periodistas. Las señoras, vestidas de boda y hasta con mantilla, explicaban a la prensa que habían estrenado sus vestidos. “Eran para la Feria y nos los hemos puesto hoy”, decían. Las empleadas de la casa, vestidas impolutas con cofia y delantal, eran las encargadas de llevar a sus señoras los filetes rusos, las empanadillas y las croquetas que previamente habían cocinado en casa.
Quince años después, la historia de amor tuvo un cese temporal de la convivencia, eufemismo utilizado por la Casa Real para no querer definir lo que era una realidad: Elena era la primera infanta de España que se divorciaba.
Se cumplen este jueves 26 años de la boda de la infanta Elena y Jaime de Marichalar. Ha llovido mucho desde ese día soleado, con una Sevilla engalanada como nunca. Los balcones con mantones de Manila, macetas con gitanillas ya florecidas, reposteros en las fachadas oficiales con el acrónimo No8Do (el lema de la ciudad) y las calles llenas de gente para aclamar a la primogénita del jefe del Estado. Estaban agradecidos a la duquesa de Lugo, que desde ese día lo era por decisión de don Juan Carlos, por haber elegido Sevilla.