El rey Juan Carlos no se ríe: el emérito y la pretendida alegría vacacional de Abu Dabi
Sabe don Juan Carlos que su anunciada vuelta a la patria nunca será un regreso a casa. Sabe, y lo dice su mirada, que su peregrinaje real puede parecerse más a un calvario que a una resurrección
El rey Juan Carlos no se ríe. Y tampoco parece estar para muchas bromas. Su cara flácida, desmadejada, desmiente el tono primaveral de su camisa y las sonrisas de una minicorte en zapatillas que trata de arroparle y que en algún tiempo lejano fue familia real. Ni la primera imagen -tan editada, que cortó las piernas de Pablo Urdangarin-, ni la segunda -tan penosamente restaurada-, logra contagiar en el emérito la pretendida alegría vacacional de Abu Dabi.
Entre las glamurosas apariciones de los ‘royals’ de Marivent en la Pascua balear y el posado de un abuelo abrazado por una joven instagramer con el ombligo al aire, no median años sino siglos. Casi tantos como los que lo separan -también en miles de kilómetros- del de esa correctísima pareja y esas dos solícitas adolescentes -estos sí, reales todos- en visita oficiosa a un centro de refugiados ucranianos en Madrid.
Ellos son la cara de la moneda. Él, el todavía rey Juan Carlos, es la cruz. Cara y cruz de una misma moneda real. Ellos, los habitantes de Zarzuela, la imagen oficial, amable y sensible, pero funcionarial y reservada hasta el exceso, de la Corona española. Él, el exiliado, el proscrito, el enterrador de sus propias glorias y campechanías, al que solo redimirá algún día la historia como motor de la democracia. Dos imágenes irreconciliables en las que ni siquiera cabe ya la curiosamente ‘desaparecida’ y no obstante reina, doña Sofía.
Ni en Madrid, ni en Abu Dabi. Ni con el trono ni con el tesoro. Ni con esta ni con la otra familia, que un día fueron una sola, la suya. La madre del Rey se refugia en tierra de nadie. O lo que es lo mismo, en la isla que unos y otros han ido abandonando. Más aún, se sitúa fuera de foco. Sobre todo ahora en que todos miran hacia Londres, escenario del último y humillante capítulo judicial del culebrón Corinna… contra el Rey de España.
Sabe don Juan Carlos que su anunciada vuelta a la patria nunca será un regreso a casa. Sabe, y lo dice su mirada, que su peregrinaje real puede parecerse más a un calvario que a una resurrección; que Moncloa no se lo va a poner fácil; que la crisis vuelve a golpear seriamente las carteras y los ánimos de la sociedad como cuando todo se torció, hace una década, en Botsuana; y que las alegrías, que las habrá si finalmente pisa España, serán privadas. Pero no cabe descartar, quién sabe, que pese a todo, el Rey vuelva a reír.
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El rey Juan Carlos no se ríe. Y tampoco parece estar para muchas bromas. Su cara flácida, desmadejada, desmiente el tono primaveral de su camisa y las sonrisas de una minicorte en zapatillas que trata de arroparle y que en algún tiempo lejano fue familia real. Ni la primera imagen -tan editada, que cortó las piernas de Pablo Urdangarin-, ni la segunda -tan penosamente restaurada-, logra contagiar en el emérito la pretendida alegría vacacional de Abu Dabi.
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