¿Por qué los maridos de las reinas nunca son reyes? La 'maldición' de Felipe de Edimburgo o Enrique de Dinamarca
La respuesta hay que buscarla en la historia de los siglos más recientes y en esos nacionalismos que no veían con buenos ojos a un extranjero en el trono
Con la inminente visita de los reyes Felipe y Letizia a Dinamarca, vuelve a ponerse sobre la mesa una pregunta que atañe a las monarcas, en femenino, como es el caso de su anfitriona, Margarita de Dinamarca. ¿Por qué los maridos de las reinas nunca son reyes? Los ejemplos de Enrique de Dinamarca, Claus de los Países Bajos o Felipe de Edimburgo, marido de la reina Isabel, han hecho que muchas personas quieran conocer una respuesta que se encuentra en la historia.
Los roles de género sólidamente establecidos y el papel siempre subsidiario de la mujer frente al hombre han teñido con enorme fuerza las relaciones dinásticas y las sucesiones a los distintos tronos de Europa a lo largo de la historia. De ahí que sean muchos los reinos en los que las mujeres ni siquiera alcanzaron a reinar en ningún caso.
Por ello, y por la atávica asociación de los hombres a los ámbitos de un poder asociado a la fuerza y la masculinidad que iba de la mano de un pobre concepto de las mujeres, tenidas por poco capaces y excesivamente influenciables para la buena gestión del poder soberano, en la baja Edad Media las denominadas 'reinas propietarias', como Margarita I de Dinamarca o Berenguela de Aragón, siempre buscaron matrimonios ventajosos con reyes, soberanos o príncipe poderosos que pudieran ayudarlas, en su fragilidad, a sostener sus reinos y sus derechos.
Una necesidad que se extiende hasta los comienzos de la Edad Moderna en figuras tan relevantes como Isabel la Católica, la reina de Escocia María Estuardo o María I Tudor de Inglaterra, cuyo reinado apenas puede entenderse sin su matrimonio con Felipe de España (luego Felipe II), considerado también rey de Inglaterra por derecho de matrimonio.
Otras, como Isabel I de Inglaterra o Cristina de Suecia, mostraron ya en años posteriores la fortaleza y la voluntad suficientes para gobernar en solitario negándose a todo matrimonio en el que tener que compartir el poder con un hombre a su lado. No obstante, la supuesta fragilidad o veleidad femenina continuó jugando en contra de otras soberanas. Por ejemplo, María II de Gran Bretaña reinó conjuntamente con su esposo, el príncipe Guillermo de Orange, que convertido en Guillermo III la sucedió en el trono tras su muerte. Y la reina Ulrika Eleonora de Suecia, tras dos años en el poder, decidió ceder la corona a su marido, el landgrave Federico de Hessen-Kassel.
Ya en el siglo XVIII, en Portugal, la reina María I fue forzada a contraer matrimonio con su tío carnal el infante Pedro, quien, al recibir ella la corona, se hizo reconocer rey como Pedro III, aunque no participó en las tareas de gobierno. Hasta en el pequeño Principado de Mónaco, la princesa Luisa Hipólita cedió el gobierno de su territorio a su esposo, el noble francés Jacques I Goyon de Matignon.
Los últimos reyes consortes
Las sucesiones femeninas siempre supusieron un grave problema a encarar en todos los reinos por considerarse coyunturas políticas de particular vulnerabilidad, aunque hay casos excepcionales, como el de la reina Ana de Gran Bretaña, hermana de la citada María II. Su esposo, el príncipe Jorge de Dinamarca, nunca recibió el tratamiento de rey o de príncipe consorte, conformándose con su ducado de Cumberland y con el cargo menor de condestable del castillo de Windsor. El Parlamento británico se afirmaba en favor de su reina, minimizando la importancia de un consorte de origen extranjero conocido siempre como el príncipe Jorge.
Mayores problemas trajo el siglo XIX por la coexistencia en el tiempo de tres reinas en el contexto de tres delicadas situaciones dinásticas, Victoria I de Gran Bretaña, María II de Portugal e Isabel II de España. Tres casos cuya resolución varió en función del poder del Parlamento en cada uno de los tres reinos. Así, en un Portugal y en una España recién salidos de conflictos dinásticos internos, los esposos elegidos para sus reinas fueron elevados al rango de reyes consortes (Fernando de Sajonia-Coburgo-Gotha en Lisboa y Francisco de Asís de Borbón en Madrid), para afirmar con ello la presencia de un hombre junto al trono.
Pero en Londres el Parlamento británico no se estiró más allá de conceder, años después de su matrimonio, el tratamiento de príncipe consorte al esposo de Victoria, Alberto de Sajonia-Coburgo-Gotha, a pesar del gran amor que le profesaba su esposa. Aquellos tres consortes tuvieron distintos grados de influencia política, que nunca fue oficial ni en Gran Bretaña ni en España (a pesar de las notables injerencias de don Francisco de Asís en las tareas de gobierno), pero sí en Portugal: don Fernando fue regente durante la minoría de su hijo Pedro V tras el fallecimiento de su esposa.
A partir de entonces, nunca más habría reyes consortes de reinas titulares en Europa, pues los numerosos casos de soberanas que poblaron el siglo XX se resolvieron de formas distintas a los precedentes. Los tiempos habían comenzado a cambiar, el nacionalismo no veía con buenos ojos las posibles injerencias en el gobierno de príncipes de origen extranjero, y los parlamentos locales tenían claro que la representación del poder recaía sobre sus reinas, que eran las auténticas portadoras de la legitimidad dinástica, relegando a sus esposos al papel de meros segundones sin poder político oficial.
Tales fueron los casos de las reinas Guillermina y Juliana de los Países Bajos. Sus esposos, el duque Enrique de Mecklenburg-Schwerin y el polémico príncipe Bernardo de Lippe-Biesterfeld, fueron elevados al rango de príncipes de los Países Bajos con el tratamiento de Alteza Real en vísperas de sus respectivas bodas. Lo mismo sucedió en el caso de la reina Beatriz, hija y sucesora de Juliana, cuyo esposo, el alemán Claus von Amsberg, fue creado príncipe de los Países Bajos y Jonkheer van Amsberg con el tratamiento de Alteza Real días antes de su matrimonio siendo siempre conocido como príncipe Claus.
Un modelo que tendió a imponerse en la segunda mitad del siglo, resaltando el caso de Gran Bretaña, donde, a pesar de los anhelos del príncipe Felipe, esposo de la reina Isabel II, él tuvo que conformarse durante años con el ducado de Edimburgo. Tanto el título como el tratamiento de Alteza Real le fueron concedidos el día previo a su matrimonio en 1947, tras haber tenido que renunciar a su propio título de príncipe de Grecia y de Dinamarca al naturalizarse británico.
Con su esposa, ya reina desde 1952, Felipe de Edimburgo siempre se resintió de una posición para él incómoda y de poco relieve, pues hasta vio como se impedía que la Casa Real británica adoptase a partir de entonces su propio apellido, Mountbatten, como nombre de la dinastía. Los británicos, con el Parlamento a la cabeza, no estaban por la labor de abandonar el Windsor de sonoridad muy inglesa y de fuertes reminiscencias históricas. Finalmente, y por deseo de su esposa, en 1957 el marido de la reina fue elevado al rango de príncipe del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte.
Más torturada fue la vivencia de Enrique de Monpezat, esposo de la reina Margarita II de Dinamarca e hijo de una familia de la pequeña nobleza francesa. Durante años, y con su esposa ya reina, tuvo que funcionar únicamente como príncipe de Dinamarca con el tratamiento de Alteza Real. Una situación que, con el pasar de los años, agrió su carácter, ya que era amigo de rangos, órdenes dinásticas y distinciones, por considerarse merecedor de una posición más exaltada.
En 2002, estando su esposa enferma y teniendo que ser sustituida por su hijo, el príncipe heredero Federico, Enrique montó en cólera llegando a afirmar: "No quiero verme degradado al tercer rango. Yo soy el primer hombre y no mi hijo". Obsesionado con conseguir el título de rey, en 2005 fue finalmente elevado al rango de príncipe consorte para satisfacer sus expectativas, aunque se le negó el tratamiento de Majestad.
La posición del consorte de la reina siempre ha sido una cuestión delicada, haciendo que los casos de esposos de reinas con tratamiento de rey y de Majestad se limiten a Felipe II y don Francisco de Asís en España, y a Pedro III y Fernando de Coburgo en Portugal. Quizá, y en estos tiempos de lenguaje inclusivo y de cuestionamiento de tradiciones que llevan aparejados fuertes simbolismos del inconsciente colectivo, haya llegado el momento en el que los consortes de las futuras reinas de Europa, incluida la princesa Leonor, pudieran en su momento recibir el tratamiento igualitario de reyes sin olvidar que, en términos reales, no dejarán de ser meros consortes.
Pero difícil tarea cuando las actuales dinastías reinantes padecen una creciente, y comprensible, alergia a todo aquello que pueda asociarse erróneamente a gasto, boato o deseo de protagonismo y poder.
Con la inminente visita de los reyes Felipe y Letizia a Dinamarca, vuelve a ponerse sobre la mesa una pregunta que atañe a las monarcas, en femenino, como es el caso de su anfitriona, Margarita de Dinamarca. ¿Por qué los maridos de las reinas nunca son reyes? Los ejemplos de Enrique de Dinamarca, Claus de los Países Bajos o Felipe de Edimburgo, marido de la reina Isabel, han hecho que muchas personas quieran conocer una respuesta que se encuentra en la historia.
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