Felipe de Edimburgo, el 'intruso' con la difícil tarea de ser consorte real
El duque de Edimburgo ha fallecido a los 99 años en el Castillo de Windsor, dejando viuda a la reina Isabel II
Isabel II nunca ha sido una persona que exprese sus sentimientos en público, pero durante su aniversario de bodas de oro hizo una excepción. Aquel 20 de noviembre de 1997, ante los 300 invitados que acudieron al almuerzo organizado en Banqueting House, dio las gracias a su marido: “No acepta fácilmente elogios, pero ha sido mi apoyo durante todos estos años. Yo, toda su familia, este y muchos otros países le debemos una deuda mayor de lo que jamás reclamaría o sabremos alguna vez”.
Hubo también alguna broma sobre la tendencia del duque de Edimburgo a expresar sus opiniones “de una manera directa”. En efecto, sus elocuentes comentarios sin filtro siempre dieron titulares. Pero si por algo debe ser recordado hoy es por las palabras que aquel día pronunció la monarca. Durante toda su vida, el príncipe Felipe desempeñó la difícil tarea de ser consorte real aportando a la monarquía británica uno de los periodos de máxima estabilidad.
En definitiva, su peculiar carácter siempre se compensó con su habilidad por saber ir dos pasos por detrás de la reina, algo que décadas atrás, cuando Isabel fue coronada, no era tan fácil de entender para un hombre de su generación, un hombre que ha muerto a los 99 años el 9 de abril en el Castillo de Windsor.
El 4 de mayo de 2017, un mes antes de cumplir los 96 años, el Palacio de Buckingham ya comunicó que el duque se retiraba de la vida pública, una decisión tomada por él mismo, pero con el apoyo de la soberana. Protagonizó su último acto en solitario el 2 de agosto de ese año, pasando revista durante un desfile de la Royal Navy en el palacio de Buckingham. En todo momento estuvo lloviendo, pero aguantó estoico bajo su bombín.
Felipe de Mountbatten, conde de Merioneth y barón de Greenwich, llegó a ser el consorte más longevo en la historia de la monarquía británica. Cumplió con 22.219 compromisos individuales, 637 visitas oficiales en el extranjero y 5.496 discursos. Uno de los últimos actos más significativos fue en julio de 2017 durante la histórica visita de Estado de los Reyes de España al Reino Unido. “Mi primer, mi segundo y definitivo empleo es estar siempre junto a la reina”, dijo hace algunos años.
En cuanto a su personalidad, mientras unos destacan su capacidad de gestión, organización y su amabilidad, otros aluden a su severidad señalando que jamás elogió a nadie cuando hacía algo bien, pues consideraba que solo cumplía con su deber. Lo que es indiscutible son sus grandes dosis de trabajo —hasta el último momento llegó a estar involucrado con alrededor de 800 organizaciones benéficas— y su papel modernizador para la monarquía.
Fue idea suya, por ejemplo, permitir entrar a las cámaras a la abadía de Westminster para que todo el mundo pudiera ver la coronación de la reina en 1952. En 1969, las cámaras también entraron en Buckingham Palace para filmar un documental sobre la monarquía, que finalmente fue vetado, aunque, curiosamente, a principios de este 2021 alguien lo filtró en YouTube, aunque apenas duró unas horas antes de ser eliminado.
Con el tiempo, supo ganarse su sitio y respeto, y ahora las biografías lo describen como el pilar fundamental para la soberana, un soplo de aire fresco que, en medio de recepciones y actos oficiales, lograba sacarle una sonrisa con sus ocurrencias. Pero el camino no fue fácil, sobre todo los inicios, cuando los cortesanos de Buckingham lo apodaron 'el intruso'.
Cierto es que el duque de Edimburgo no era realmente británico. Nació en la mesa de la cocina de la casa familiar de Corfú el 10 de junio de 1921, como príncipe de Grecia y Dinamarca. Tras cuatro niñas, fue el esperado varón que ansiaba su padre, el príncipe Andrés de Grecia, y su madre, la princesa Alice de Battenberg. Al año siguiente, la familia se vio obligada a huir tras la fuerte derrota de los griegos a manos de los turcos.
El exilio le dejó sin raíces. Entre 1922 y 1949, no tuvo un hogar permanente. Inicialmente la familia se estableció en París, pero la tensión acabó separando a sus padres. Su madre ingresó en un centro psiquiátrico y su padre se perdió en el juego. El joven Felipe fue puesto bajo la tutela de su tío Jorge, el marqués de Milford Haven. Los que lo conocían aseguran que siempre se sintió huérfano. Y aquello le marcó el carácter: reservado y poco afectivo. Las bromas que hacía, por tanto, puede que fueran un mero escudo.
Aparte de un breve periodo en Baden (Alemania) fue educado en Gran Bretaña: primero en Cheam School en Surrey, luego Gordonstoun, en Escocia. Allí sobresalió en el deporte, convirtiéndose en capitán de los equipos de 'hockey' y 'cricket' de la escuela.
Aunque recuerda haber conocido a Isabel por aquella época, la presentación oficial entre ambos fue en julio de 1939. Él tenía 18 años. Ella 13 y todavía la llamaban Lilibet. Los reyes Jorge VI e Isabel llegaron al puerto en el yate real Victoria & Albert y Felipe fue el encargado de escoltar a las dos princesas. Tras la cena, su tío, que estuvo presente en la velada, escribió en su diario: “Volvió para tomar el té y tuvo mucho éxito con las niñas”. No podía imaginarse cuánto.
Isabel y Felipe se casaron el 20 de noviembre de 1947 en la abadía de Westminster. Aquel año adquirió la nacionalidad británica renunciado a sus títulos griegos. En palabras de Winston Churchill, el enlace proporcionó el “primer toque de color” al Reino Unido después de seis oscuros años de guerra.
Antes del enlace, adquirió los títulos de duque de Edimburgo, conde de Merioneth y barón Greenwich. Cuando cumplió 95 años, Isabel II le concedió además un título que venía ostentando ella desde 1964 hasta 2011, el de 'lord' gran almirante del Reino Unido, en recompensa a sus siete décadas como consorte. El 20 de noviembre de 2017, con motivo de su 70 aniversario de casados, la reina lo nombró caballero de la Gran Cruz de la Real Orden Victoriana.
En la boda hubo algunas ausencias notables. Ninguna de sus hermanas, casadas con príncipes alemanes, recibió invitación. Pero, para compensar, su madre les escribió una carta de 22 páginas con todo lujo de detalles. Casi exactamente un año después del enlace, el 14 de noviembre de 1948, nacía su primer hijo, el príncipe Carlos. En 1950, nació la princesa Ana; en 1960, el príncipe Andrés, y en 1964, el príncipe Eduardo.
Según sus allegados, aquellos años fueron “los más felices”. Él estaba dedicado a su carrera naval e Isabel se comportaba como cualquier otra mujer de un oficial de la marina. Hacían pícnic los fines de semana y quedaban con amigos. Sin embargo, en otoño de 1951, cuando la salud del rey Jorge VI comenzó a deteriorarse, la joven pareja tuvo que embarcarse en su primera gira real por Canadá y Estados Unidos. El viaje no fue especialmente exitoso. La prensa se quejó de que la joven princesa era tímida y no sonreía, y Felipe molestó a sus anfitriones cuando se refirió indiferentemente a Canadá como “una buena inversión”. Nacía ya su reputación de comentarios no acertados.
Su espíritu libre duró hasta el final. Le gustaba salir muchas veces de palacio de incógnito. Aunque en febrero de 2019, a sus 97 años, tuvo que renunciar al carné de conducir tras un accidente de tráfico que sufrió con su Land Rover Freelander en los alrededores de su residencia oficial de Sandringham, en el condado de Norfolk.
En 1952, Felipe e Isabel viajaron a Kenia. Allí, él fue el encargado de comunicar a su esposa la triste noticia de la muerte del rey Jorge VI. Cuando su avión aterrizó de regreso en Londres, la escena quedó para la posteridad: Isabel, vestida de negro, bajó las escaleras donde la estaba esperando Churchill, y Felipe se quedó detrás de la puerta hasta que ella puso pie en suelo británico. Había cambiado todo.
Isabel se convertía en reina. Pero ¿él? No tenía ningún papel constitucional más que consejero privado. No podía ver documentos estatales y, aunque era miembro de la Cámara de los Lores, nunca habló en ella. Ni siquiera podía dar a sus hijos su propio apellido. A Felipe le dolió especialmente que su amada, presionada por la corte y por Churchill, se negara a renunciar al Windsor que había exhibido su familia desde 1917 en favor del Mountbatten. Aquello le llevó a decir que se sentía como una “condenada ameba”.
Tal vez fue ese el comienzo de una crisis matrimonial que alcanzó su punto culminante entre octubre de 1956 y febrero de 1957, cuando el duque de Edimburgo emprendió un largo viaje en solitario y empezaron a proliferar los rumores sobre sus supuestas infidelidades. A la reina le dolieron especialmente las especulaciones sobre una posible ruptura publicadas en los periódicos estadounidenses y tomó la nada fácil decisión de autorizar una negación oficial de cualquier problema conyugal: "Es completamente falso que haya alguna grieta entre la reina y el duque", rezaba el comunicado.
Siempre le persiguió su fama de casanova. La lista de supuestas amantes incluye desde famosas como la actriz Pat Kirkwood, la cantante Helen Cordet o la presentadora de televisión Katie Boyle, hasta mujeres de círculos aristocráticos tales como Jane —condesa de Westmorland—, Sacha Abercorn —esposa del quinto duque de Abercorn—, la princesa Alexandra —prima de la reina— o incluso Lady Penny —la ex de su propio primo—.
Las que llegaron a hablar solo se refirieron a amistad. Como la duquesa de Abercorn le dijo a Giles Brandreth, el exdiputado conservador y biógrafo de Felipe: “Era una amistad apasionada, pero la pasión estaba en las ideas. Ciertamente no era una relación completa. No me acosté con él”. En palabras del exsecretario de prensa del Palacio, Dickie Arbiter, “al príncipe Felipe siempre le gustó ver escaparates, pero luego no compra”.
Lo cierto es que, a pesar de toda la especulación colorida, ni la mismísima Kitty Kelley, la biógrafa americana que afirmó que Nancy Reagan tuvo un romance con Frank Sinatra, pudo encontrar evidencias cuando llegó a Londres, empeñada en probar que los amoríos del duque eran ciertos. En definitiva, los rumores nunca fueron a más. Nada parecido a la turbulenta historia de Carlos y Lady Di.
Esa quizá fue siempre su intención: ayudar pero sin interponerse al mismo tiempo en el camino de los miembros de la familia real, un papel nada fácil. Tal y como dijo en su día Sir Martin Charteris, uno de los asesores de Palacio, “su contribución es inmensa y está subestimada. Pero creo que la historia lo juzgará bien”.
Isabel II nunca ha sido una persona que exprese sus sentimientos en público, pero durante su aniversario de bodas de oro hizo una excepción. Aquel 20 de noviembre de 1997, ante los 300 invitados que acudieron al almuerzo organizado en Banqueting House, dio las gracias a su marido: “No acepta fácilmente elogios, pero ha sido mi apoyo durante todos estos años. Yo, toda su familia, este y muchos otros países le debemos una deuda mayor de lo que jamás reclamaría o sabremos alguna vez”.