La gran boda de la duquesa de Alba que congregó a toda la realeza europea en un pulso contra Franco
Coincidiendo con el décimo aniversario de su muerte, la escritora Ana Polo publica 'Cayetana, duquesa de Alba. Sus años de esplendor'. Publicamos un extracto que nos permite colarnos en aquel glorioso enlace del 12 de Octubre de 1947
Organizar una boda de aquellas dimensiones no fue en absoluto sencillo. Y menos con tan breve margen de tiempo. Jacobo dejó claro desde el principio que quería que el enlace fuese memorable: en otras circunstancias, seguramente los Alba hubieran optado por algo mucho más discreto e íntimo —la propia boda de Jacobo había sido en Londres y con tan solo cincuenta invitados—, pero es cierto, como hemos comentado antes, que Jacobo tenía sus propios motivos para que la boda fuera gloriosa e inolvidable.
Franco acababa de promulgar, en julio de 1947, la Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado, una ley que establecía que España se reconocía oficialmente como reino pero a cuya cabeza, como jefe del Estado, iba a estar solo él, el Generalísimo. Y, sobre todo, se decretaba que iba a ser él quien decidiese quién lo iba a suceder "a título de rey". Es decir: Franco se negaba tajantemente a que don Juan regresase a España, mucho menos como soberano. Y en el futuro ya se hablaría del posible sucesor.
Para los monárquicos aquello fue un insulto mayúsculo, la prueba irrefutable de que el Caudillo les había mentido, usado y traicionado. El cabreo de Jacobo fue supino y, sin demasiadas armas a las que poder recurrir, decidió usar la boda de Cayetana como golpe encima de la mesa: la iba a transformar en un gran evento a favor de la Corona, la mayor manifestación monárquica desde antes de la República, una nueva y sonadísima demostración de fuerza de los grandes de España frente a Franco. El duque de Alba iba a convocar a toda la prensa internacional, traer a todo aquel que fuera alguien en Europa para que conociera y hablara de lo que sucedía en España.
Cayetana escribió en sus memorias que casarse en Sevilla, la ciudad de sus sueños, le costó bastante, pero es una opinión que hay que matizar. En aquel momento, con Liria en ruinas, los Alba no tenían otra opción que el palacio de las Dueñas, que no había sido dañado en la guerra y que ya había servido de escenario de la puesta de largo de la duquesa de Montoro. Jacobo quería una boda multitudinaria —finalmente serían unos tres mil invitados— y el precioso palacio sevillano era el único que podía acoger a tanta gente, además de los centenares de camareros que se iban a necesitar.
Otra cosa —y seguramente a la que se refería Cayetana en sus memorias— era conseguir casarse en la catedral de Sevilla, algo que no era tan fácil: el espectacular templo, el tercero del mundo en tamaño, apenas permite bodas en su altar mayor y tan solo había conseguido casarse allí la infanta Esperanza de Borbón —hermana de María de las Mercedes y tía de Juan Carlos—, en 1944. Jacobo tuvo que remover Roma con Santiago, nunca mejor dicho, y pasarse horas negociando con el cardenal Segura para conseguirlo, pero terco como él también podía serlo, al final lo logró.
Jacobo quería una boda multitudinaria —serían unos tres mil invitados— y Dueñas era el único que podía acoger a tanta gente
Cayetana estuvo muy pendiente de todos los preparativos. Junto con su abuela Híjar, escogió telas para el ajuar y encargó trajes. Juntas decidieron que las sábanas fuesen de telas blancas de Holanda con encajes de Malinas y Valenciennes y bordados a la inglesa. Como toda novia ilusionada, Cayetana le dedicó una atención especial a su vestido. La duquesa se podría haber decantado por Cristóbal Balenciaga, entonces en la cima de su popularidad en París, pero prefirió seguir confiando en Flora Villarreal, la diseñadora y modista de aquel vestido de puesta de largo de aires andaluces que tanto le había gustado.
Villarreal, hoy desgraciadamente olvidada, era una artista que se hubiera merecido más fama y reconocimiento. Tenía muchísimo talento y muchos en su época consideraban que era tanto o incluso mejor que el modisto de Getaria, sobre todo en trajes de noche y de cóctel, de los que se decía que eran mucho más glamurosos. Por no decir que sus precios también eran tanto o más altos. Flora Villarreal estaba, además, autorizada por la Cámara Sindical de la Costura Parisiense para adquirir diseños de las maisons de haute couture y reproducirlos para sus clientas. En Madrid corría el rumor de que no solo te hacía un Dior, sino que lo cosía mucho mejor que el diseñador francés.
Y probablemente era cierto. De ahí que por su taller pasaran habitualmente las grandes damas de la sociedad española, desde la duquesa de Medinaceli a la condesa de Romanones, pasando por Carmen Polo de Franco, esposa del dictador. Años más tarde también requerirían sus servicios las mismísimas Ava Gardner y Grace Kelly.
Doña Flora, como la conocían sus trabajadoras, era una mujer bajita y de piernas arqueadas, pelo oscuro siempre recogido y vestida con sencillez, normalmente con faldas grises y blusas blancas o jerséis de punto azul pastel a los que añadía un collar de perlas de varias vueltas. Tenía mucha personalidad y un carácter fuerte, pero también era muy cordial, discreta y obsesiva con los detalles. Nunca iba a casa de sus clientas; eran estas las que, previa cita, iban a su taller en el paseo de la Castellana —rebautizado después de la guerra avenida del Generalísimo—, número 9, justo al lado de donde en aquel momento estaba el edificio de la Presidencia del Gobierno. La diseñadora estaba presente en todas las pruebas: era tan meticulosa que las sesiones podían durar hasta tres cuartos de hora.
Para el traje de novia, Flora Villarreal optó por un modelo en línea del New Look de Dior, con un corpiño entallado y una falda de mucho vuelo
Para el traje de novia de Cayetana, Flora Villarreal optó por un modelo muy en línea del New Look de Dior, con un corpiño muy entallado y una falda de mucho vuelo. Realizado en satén de raso de color marfil, iba rematado con encajes de Bruselas antiguos del siglo XVIII y llevaba una botonadura en la parte superior, una idea que, años más tarde, se vería en el vestido de boda de Grace Kelly. No se sabe cuánto costó exactamente, pero se publicó hace unos años que, en el ajuar de la novia (incluyendo varios vestidos y ropas de casa), la Casa de Alba se había dejado quinientas siete mil seiscientas pesetas de la época.
No hay constancia de ninguna fiesta de soltero. Es más: se sabe que, en la víspera de su propia boda, Cayetana fue alertada de que una mujer muy humilde del barrio donde estaba el palacio de las Dueñas estaba tan enferma que no le faltaba mucho de vida. No es que hubieran tenido jamás demasiada relación, pero la duquesa sabía quién era de haberla visto muchas veces cerca de las Dueñas. Salió discretamente de palacio y se desplazó a verla. Estuvo con ella hasta que expiró y hasta costeó el entierro.
Cayetana podía tener defectos —ya hemos hablado de su genio explosivo—, pero sabía ser de una generosidad extrema con aquellos a los que conocía. Y también muy discreta: este gesto honorable no se conoció hasta muchas décadas más tarde.
Claro que, aunque se hubiera hecho público entonces, probablemente tampoco la prensa hubiera podido destacarlo en las noticias. Franco había dado órdenes estrictas de hablar lo justo y necesario del enlace de la duquesa de Montoro. Se decretó que se escribiese lo menos posible sobre el duque de Alba y que todo se ciñese a temas menores, superficiales y frívolos, como la descripción del traje de la novia. Sobre los invitados se debían emplear trivialidades y no dar datos exactos del número de dignatarios extranjeros.
El Caudillo entendía que el enlace no era solo una boda entre dos aristócratas enamorados: era una manifestación de apoyo a los Borbones
El Caudillo entendía perfectamente que aquel enlace no era solo una boda entre dos aristócratas enamorados: era una manifestación masiva de apoyo a los Borbones y no pensaba quedarse de brazos cruzados. Jacobo había hecho una larguísima lista de invitados, con nombres más que destacados de la realeza y aristocracia europea, los principales empresarios del continente, políticos de reconocido prestigio, historiadores de primer nivel y prácticamente todo aquel que tuviera un título en España. El régimen dificultó los visados de muchos, puso pegas a las estancias de otros y envió mensajes sibilinos a la mayoría haciéndoles saber que no se veía con buenos ojos su presencia en Sevilla. Bastantes invitados hicieron oídos sordos a las amenazas, pero hubo quien sucumbió al miedo. En la boda iba a haber algunas sonadas ausencias que le dolerían en el alma a Jacobo.
Aun así, llegado el día, la catedral estaba a rebosar. Que Cayetana y Luis se casaran el día 12 de octubre no era casualidad: además de domingo, era el día del Pilar, fiesta nacional de España o, como se llamaba entonces, el Día de la Raza. El simbolismo era obvio.
Cayetana se levantó tempranísimo y se enfundó su precioso traje de novia. Llevaba el pelo suelo y se colocó la espectacular diadema imperial, una tiara de diamantes y perlas entrelazadas en motivos geométricos que el emperador Napoleón III había regalado a Eugenia de Montijo. Se puso el larguísimo velo, tomó el ramo y se dirigió a la capilla de palacio acompañada de su padre, que iba con el uniforme de la Maestranza de Sevilla y numerosas condecoraciones nacionales y extranjeras, entre otras, el Toisón y el Collar de la Orden de Carlos III.
Luis había pasado la noche con su familia en el palacio que los marqueses de la Motilla, muy amigos de los Alba, tenían en Sevilla. Minutos antes de las nueve, salió Luis muy elegante de frac acompañado de su hermana mayor, María Victoria, duquesa de Almodóvar del Río, vestida de negro y con peineta y mantilla. Juntos se dirigieron a las Dueñas: los novios habían decidido celebrar una misa privada de comunión con los más allegados en el oratorio del palacio de los Alba, un precioso aunque reducido espacio decorado con vistosos azulejos sevillanos del siglo xv y presidido por un magnífico retablo medieval de Neri di Bicci. La misa fue oficiada por don Marcelino de Olaechea, arzobispo de Valencia, quien los casaría unas horas más tarde.
Había tanta gente que en algunas calles estrechas los cocheros se las vieron para poder avanzar y se tuvieron que detener varias veces
La ceremonia en la catedral fue a las doce y media de la mañana. Una hora antes, Luis partió de las Dueñas de nuevo con su hermana; a las doce salió Cayetana con su padre en un precioso carruaje decorado a la andaluza y tirado por tres mulas que, en vez de borlas azules y amarillas, colores de la Casa de Alba, lucían bonitos arreos blancos por estar de boda. Las calles estaban abarrotadas de personas de toda condición que gritaban extasiados "¡Guapa, guapa!" a la duquesa y tocaban palmas.
Había tanta gente que en algunas calles estrechas los cocheros se las vieron para poder avanzar y se tuvieron que detener unas cuantas veces. Cuando finalmente llegaron a la puerta de San Miguel de la catedral, el novio y su hermana ya estaban esperándolos. También su padre, el duque de Sotomayor, de uniforme blanco de maestrante de Zaragoza y Gran Cruz de Carlos III. Se formó rápidamente un larguísimo cortejo nupcial: a los acordes de la 'Marcha nupcial', de Lohegrin de Wagner, Cayetana entró al templo del brazo de su padre, seguidos de Luis y su hermana, el duque de Híjar y la marquesa de Vistahermosa, el marqués de Vistahermosa y la duquesa de Híjar, el marqués de los Arcos y la tía Sol, duquesa de Santoña, además de unas cuantas filas más de duques, marqueses y condes. Cerraban la comitiva el marqués de Casa Irujo y la señora de Martínez de Irujo. Dos nietas de la tía Sol, las preciosas niñas Macarena y Sonia Mitjans, portaban la cola a la novia, de casi cinco metros de largo.
Cayetana sintió una gran emoción al acercarse al descomunal altar mayor entre aquellas filas repletas de invitados venidos de todas las partes del mundo. La catedral estaba decorada con gigantescos ramos de crisantemos y lirios que destacaban entre el alud de uniformes militares con relucientes medallas, casacas rojas de los maestrantes de Sevilla, las chaquetas de los caballeros de Malta, así como los impecables trajes azul oscuro de los gentileshombres y las capas blancas de las órdenes militares. Los ingleses iban de chaqué gris, muchos extranjeros portaban impecables fracs y las señoras destacaban por sus altas peinetas y mantillas de blonda bordada. Hasta había toreros, como el diestro Arruza, "de correcto traje corto andaluz", como puntualizaron las crónicas.
Seguro que Jacobo sonrió complacido al comprobar que, a pesar de los intentos desesperados de Franco, habían asistido invitados de primera línea. No estaban ni don Juan de Borbón ni su madre, la reina Victoria Eugenia, pero sí la infanta Isabel Alfonsa de Borbón, sobrina de Alfonso XIII, y el príncipe Alfonso de Orleans, junto con su esposa, la guapa Beatriz de Sajonia Coburgo-Gotha, nieta de la reina Victoria de Inglaterra.
Seguro que Jacobo sonrió complacido al comprobar que, a pesar de los intentos de Franco, asistieron invitados de primera línea
Muy cerca andaban María Mercedes de Baviera, el archiduque Fernando de Austria, el gran duque Boris Vladimírovich Romanov, el príncipe de Bragation y el conde André Zamovski. De París había viajado la duquesa de Galliera y de Inglaterra, entre otros, la duquesa Helen de Northumberland y sir John Anderson, el exministro de Hacienda en el Gobierno de Winston Churchill. Ni el Caudillo ni su esposa, por supuesto, fueron invitados. Tampoco su hija Carmencita Franco ni nadie del Gobierno.
La ceremonia fue rápida, sencilla y emotiva. El duque de Alba y la duquesa de Almodóvar ejercieron de padrinos en representación de don Juan de Borbón y su esposa [...] Antes de terminar, don Marcelino de Olaechea leyó un mensaje de bendición del papa Pío XII. Para Cayetana y Luis, aquel texto fue el mejor regalo de bodas que recibieron.
Los novios, ya convertidos en marido y mujer, salieron bajo las notas de la 'Marcha nupcial' de Mendelssohn y recibieron una sonada ovación a la puerta de la catedral. Se montaron en el carruaje de mulas y, entre aplausos y gritos, se dirigieron a la parroquia de San Gil, entonces sede de la Hermandad de la Esperanza Macarena, para ofrendar el ramo de novia a la Virgen. La vuelta a Las Dueñas fue otra vez entre chillidos y palmas, y "olé, olé" y "guapa, guapa".
[...] Los invitados se fueron distribuyendo por los siete patios de palacio. En el principal, llamado de Damascos, el barman Perico Chicote, entonces en la cima de su popularidad, sirvió sus codiciados y prestigiosos cócteles (para los más tradicionales había copas de jerez y de manzanilla). En el patio de Almez se divertían de lo lindo unos cuantos niños del colegio de los salesianos que Cayetana había invitado expresamente. Un verdadero enjambre de unos cien camareros se afanaba por servir por los patios un aperitivo típicamente andaluz, con aceitunas, jamón y pescaíto frito.
El pantagruélico menú
[...] El menú siguió las normas de la vieja escuela internacional de realeza: era una interminable retahíla de platos, a cada cual más suculento, que había sido diseñado por el mismísimo cocinero principal del Príncipe de Gales y que elaboró en Sevilla el reputado chef madrileño T. Domínguez, dueño de El Coto, entonces uno de los mejores restaurantes de la capital. A sus órdenes hubo dieciocho cocineros que trabajaron día y noche los días previos. Se comenzó con tartaleta de salmón, croquetas de ave, barquitos de foie-gras y gazpacho a la andaluza. Luego se sirvió un consomé frío, seguido de una lubina à la Richelieu, langostas frías à la parisienne aderezadas con salsa mahonesa y timbal de langostinos. Posteriormente apareció una silla de ternera Orloff con guisantes a la francesa, espárragos y patatas Château, a la que siguió un roastbeef frío a la inglesa, pularda a la Lamberty, pavo gelée y capón de Bayona asado. De postres se ofrecieron helados con crema Tortoni, tartas de manzana y hojaldre y un savarin de frutas al kirsch. Toda la comida fue regada con vinos de muy buena añada y, tras el café, se sirvieron licores. Siguiendo la tradición que ya se estaba adoptando ampliamente en España, los novios cortaron una gran tarta de bodas rectangular, de más de tres pisos, adornada con flores de azúcar, columnas y medallones antiguos rematados con el escudo de los Alba. Según la prensa extranjera, era una creación tan elaborada que se había necesitado un mes para dar forma a la decoración. Una de las muchísimas fotografías de aquel día muestra a Cayetana y a Luis muy sonrientes hincando la espada mientras, enfrente, Jacobo sonreía complacido.
A la hora de los brindis, Jacobo se levantó y leyó a los presentes un emotivo texto en que demostraba su devoción absoluta por su hija. Pero lo más destacado sin duda fue que, al acabar, alzó su copa, y tras desear felicidad a los contrayentes, gritó con toda la emoción que pudo:
—¡Viva el rey!
Era la primera vez que en España sonaban tan claras y diáfanas esas palabras en un evento público multitudinario donde estaba invitada la prensa. [...] Por órdenes estrictas del régimen, la información del enlace apareció a cuentagotas y tan solo el muy monárquico ABC se atrevió a llevar un artículo a toda página acompañado de fotografías. El brindis de Jacobo y aquel sonoro "¡Viva el rey!", por supuesto, no apareció en ningún lado.
La prensa internacional, que era la que le interesaba a Jacobo, se hizo bastante eco e incluso el muy prestigioso 'The New York Times' destacó que se trataba del "evento social más destacado en España desde el fin de la monarquía". En la revista británica 'Sphere' se describía pormenorizadamente el traje de novia y se aseguraba que el diseño lo había inspirado el vestido que la emperatriz Eugenia llevó en sus esponsales. Sin duda fue la famosísima revista estadounidense 'Life', entonces la de más tirada en el país, quien dio la campanada y publicó nada menos que siete páginas repletas de fotografías del reputado Frank Scherschel donde aparecían todos los detalles del enlace.
[...] Aunque la prensa recalcó hasta la saciedad que Cayetana había tenido la boda más cara del año, la realidad fue muy distinta: el coste fue, obviamente, elevadísimo y la mayoría de los españoles no podían ni soñar con emular semejantes fastos, pero tampoco se llegó a las cifras desorbitadas que circularon (y que aún se barajan). Muchos todavía hablan de veinte millones de la época (más de diez millones de euros actuales), cuando la verdad es que fue alrededor de un millón doscientas mil pesetas. Y eso incluyendo que Jacobo les dio una paga extra a todos sus empleados y destinó más de noventa mil pesetas a donativos a los más necesitados. Además, a través de la Hermandad de Nuestro Padre de Jesús del Gran Poder se sirvieron mil comidas a los pobres y el alcalde de Sevilla recibió un suculento cheque por valor de diez mil pesetas para obras de caridad. Todas las parejas que contrajeron matrimonio ese mismo día en Sevilla recibieron cinco mil pesetas.
* Extracto del libro 'Cayetana, duquesa de Alba' (La Esfera de los Libros)
Organizar una boda de aquellas dimensiones no fue en absoluto sencillo. Y menos con tan breve margen de tiempo. Jacobo dejó claro desde el principio que quería que el enlace fuese memorable: en otras circunstancias, seguramente los Alba hubieran optado por algo mucho más discreto e íntimo —la propia boda de Jacobo había sido en Londres y con tan solo cincuenta invitados—, pero es cierto, como hemos comentado antes, que Jacobo tenía sus propios motivos para que la boda fuera gloriosa e inolvidable.
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