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"Yo que tú no lo haría": el consejo del duque de Edimburgo a Diana (en el nuevo libro sobre la princesa)
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ADELANTO EDITORIAL

"Yo que tú no lo haría": el consejo del duque de Edimburgo a Diana (en el nuevo libro sobre la princesa)

En vísperas del 25 aniversario del fallecimiento de Diana, la escritora Julie Heiland ha publicado una documentada novela sobre la vida de la 'princesa del pueblo', de la que publicamos en exclusiva un capítulo

Foto: La princesa Diana y Felipe de Edimburgo. (Getty)
La princesa Diana y Felipe de Edimburgo. (Getty)

El próximo 31 de agosto se cumple un cuarto de siglo del accidente que provocó la muerte de uno de los mitos del siglo XX: la princesa Diana fallecía después de que el coche en el que viajaba con su pareja en ese momento, Dodi al-Fayed, se estrellara en el interior del túnel del Alma, en París. Moría la princesa y nacía el mito.

Este 2022, en que se cumplen veinticinco años de su deceso, la mujer que pudo haber sido reina volverá a estar más presente que nunca. “Me gustaría ser una reina en los corazones de las personas, pero no me veo siendo reina de este país”, dijo en una ocasión. Y no se equivocó.

La editorial Planeta publicaba el pasado mes de junio ‘Reina de corazones’, la novela que la inglesa Julie Heiland ha escrito en torno a la figura de la inmortal Diana. Periodista y escritora, Julie ha pasado los tres últimos años estudiando e investigando la vida de Lady Di para recrear algunos de los pasajes más excitantes de una apasionante vida.

placeholder La escritora Julie Heiland. (Heike Griffith)
La escritora Julie Heiland. (Heike Griffith)

Aunque la novela está basada en hechos reales y el contexto es veraz, es necesario tener en cuenta que estamos ante una narración ficticia de la historia de Diana. “No todas las escenas que se relatan sucedieron así. Algunos acontecimientos probablemente fuesen distintos en la realidad o se han adaptado en beneficio de la novela. Asimismo, los diálogos son invención mía en su mayor parte”, aclaraba la escritora.

Vanitatis adelantaba en exclusiva uno de los capítulos más emocionantes de la novela: el que recoge el encuentro entre el duque de Edimburgo y Lady Di en las Navidades de 1990, cuando su relación con Carlos hace aguas, la princesa planea poner fin a su matrimonio y están a punto de hacerse públicas sus conversaciones telefónicas con su amante, James Hewitt.

Extracto del libro

1990

Fue un día de Navidad como de cuento.

La familia real se había reunido en Sandringham House para celebrar la Nochebuena. A Diana le gustaba la amable casa de campo con las paredes pintadas de color claro y las altas ventanas. En la casa entera se respiraba un delicioso olor a galletitas recién horneadas. Las sirvientas correteaban como elfos de la Navidad para dar los últimos toques a la decoración a base de ramas de abeto, muérdago y estrellas de paja. En el gran salón, donde también se alzaba el abeto magníficamente adornado, sonaba suavemente 'El cascanueces', de Chaikovski. En realidad, todo era perfecto y, aun así, Diana estaba que echaba chispas. Solo haciendo un esfuerzo supremo consiguió esbozar una sonrisa. Hizo estrellas de papel con Enrique y Guillermo, y las pegó con celo en los cristales de las ventanas de la cocina. Incluso ayudó Carlos. Cuando, una vez más, este no pudo evitar dar rienda suelta a su amor al teatro e imitar a Papá Noel con voz grave y paso indolente, todos se desternillaron, y durante un rato la ira que sentía Diana se desvaneció.

Por la tarde la familia entera se había sentado a tomar ponche navideño y hablar de carreras de caballos. Delante tenían montones de pastas. Todos estaban contentos, ¿y ella? A ella la anegaba esa ira insalvable.

Se disculpó aduciendo que le gustaría retirarse un rato.

«¿Qué le pasa esta vez?», oyó que preguntaba la reina madre.

Sí, ¿qué le pasaba? Y ¿cómo sobreviviría a esa noche sin estallar?

Se refugió en la cocina, como cuando era pequeña. Para Diana el olor a comida significaba que alguien se preocupaba por ella y quería su bien. A excepción del cocinero y un aprendiz, en la cocina no había nadie, la mayoría del personal ya se había ido a casa para celebrar la Navidad en familia.

—¿Por casualidad tendría unas natillas para mí? —se atrevió a preguntar Diana—. ¿O algo por el estilo?

El cocinero hizo una respetuosa reverencia.

—Naturalmente, alteza. ¿Podría ofrecerle pudin de sémola que sobró del desayuno?

—Suena de maravilla.

Lo cierto era que a Diana le habría gustado hablar un poco con los dos, pero el cocinero echó al aprendiz de la cocina.

—Tómese su tiempo —dijo, y cerró la puerta al salir. Probablemente pensara que quería estar sola. O se atenía escrupulosamente al protocolo, que prohibía el contacto estrecho entre el personal y un miembro de la familia real.

Diana se acercó a la ventana y probó una cucharada de pudin con canela, pero la sensación de bienestar que ansiaba no llegó. Dejó el cuenquito en la encimera y cruzó los brazos como si tuviese que mantenerse unida. «Compórtate.» ¿Había vuelto a llegar a ese punto? ¿Qué sería lo siguiente? ¿Recaería y se atiborraría de comida para vomitarla a continuación? ¿Cuándo tendría el valor de romper de una vez por todas ese círculo vicioso?

Durante la última media hora la nevada había arreciado. Todo era muy confuso. Los copos venían de abajo, de arriba, de todas partes. La carretera que llevaba al castillo apenas se distinguía ya. Diana debería subir a su habitación a cambiarse de ropa. Debería quitarse el pantalón vaquero y el jersey de cachemira y ponerse un vestido de noche solemne. Debería unirse a Margo, Ana, Andrés, Eduardo, Carlos, Felipe e Isabel y sonreír para la foto familiar anual.

Pero le repugnaba profundamente... No podía. Sencillamente no podía.

La puerta se abrió y entró Felipe, que echó un vistazo a la cocina con interés. Tenía el mismo porte que Carlos. Era ridículo lo poco que se soportaban, aun siendo tan parecidos en muchas cosas.

—Por increíble que pueda parecer, nunca había estado en ninguna de las cocinas de nuestros palacios. Esto es, por así decirlo, como un estreno para mí. —Con ello al menos logró arrancarle una pequeña sonrisa a Diana—. Quería darte la bienvenida después del viaje que hicisteis juntos a Indonesia en noviembre —dijo después—. La prensa se hizo eco de tu visita a un hospital de Sitanala.

—Sí, fui a ver a pacientes de lepra —replicó Diana—. Sé que algunos periódicos desaprobaron esa visita porque es muy peligroso tener contacto con enfermos de lepra, pero me informé bien antes. Y es importante que se dedique más atención a este asunto. En general, me gustaría consolidar mis compromisos solidarios.

Felipe enarcó la ceja derecha.

—¿Un paso hacia la independencia?

—Yo lo veo más bien como un paso hacia mí misma.

Felipe la escudriñó con interés, como si intentara leerle el pensamiento. Después fue hacia ella, se echó hacia delante y dijo en voz baja, como si quisiera confiarle un secreto:

—Aunque no me creas, sé lo difícil que es entrar en esta familia y en todo lo que va unido a ella. Al principio todos estos palaciegos arrogantes me miraban por encima del hombro e incluso se burlaban de mí. ¿Se puede saber qué es? ¿Alemán? ¿Griego? ¿Danés?

Las raíces de Felipe se situaban en las familias reales de Grecia y Dinamarca. Su madre, Alicia de Battenberg, era alemana y su padre, Andrés de Grecia, era oriundo de la casa real alemana de Schleswig-Holstein-Sonderburg-Glücksburg, una rama de la casa Oldenburg que estaba emparentada con dinastías griegas, danesas y noruegas, así como con la familia imperial rusa Románov. Eso era todo cuanto Diana sabía de él.

—Mi madre era una enferma mental —confesó él inesperadamente—. No podía distinguir la fantasía de la realidad y tuvo que ser internada. Eso fue después de que, debido a un golpe de Estado, tuviéramos que abandonar Grecia e ir a Francia. Lo que significó que mi padre vivía con una amante en Montecarlo y mi madre conmigo y mis cuatro hermanas, mayores que yo, en París. La separación supuso un duro golpe para ella.

—Y ¿por qué me cuentas todo esto? —preguntó Diana.

—Porque entiendo la situación en que te encuentras mejor de lo que crees. Yo también me sentí un marginado durante mucho tiempo tras los muros del palacio. —Le dedicó una mirada enérgica y a continuación esbozó una media sonrisa—. Quizá te ayude saber que todos pensamos que Carlos está loco por preferir a Camilla antes que a ti. Antes o después entrará en razón.

—Antes tus palabras me habrían halagado —admitió ella—, pero ahora ya no doy importancia a cumplidos de este tipo.

La mirada de Felipe se ensombreció. No estaba acostumbrado a que lo rechazaran.

—Dices que no eres feliz, pero entonces ¿por qué te veo radiante en todas las fotos? A decir verdad, deberías estar agradecida por que tu marido renunciara a su amante al menos al principio. Solo que entonces no lo supiste apreciar.

—¡¿Debería estarle agradecida por eso?! — espetó Diana airada. Le habría gustado gritar sin más. Pero tenía que tranquilizarse. «Inhalar. Exhalar.» A fin de cuentas delante tenía al príncipe consorte—. Sabes bien que luché por Carlos. Fue él quien me apartó de su lado, una y otra vez. Él mismo me ha dicho que nunca quiso este matrimonio. Yo fui el cordero al que llevaron al matadero.

—Y ahora eres la futura reina de Inglaterra.

Diana se llevó una mano a la acalorada frente.

—¿Y si ya no estoy dispuesta a aceptar en silencio su aventura y sus accesos de ira?

—Pues tendrás que adaptarte por las buenas o por las malas. ¿Qué otra cosa quieres hacer?

Diana cogió aire y contestó:

—En ese caso no me queda más remedio que poner fin a este matrimonio.

Durante un momento reinó el silencio. Después Felipe dijo:

—Yo que tú no lo haría. Podría terminar mal. Ninguna mujer deja la casa de Windsor con la cabeza sobre los hombros. —Levantó el mentón y la miró—. Y ahora te sugiero que subas a tu habitación, te pongas un vestido bonito, sonrías y bajes con nosotros. Y olvidaré que hemos mantenido esta conversación.

Olvidar. Reprimir. Tragar. Y así una y otra vez.

Algo se rebeló en ella. Felipe intentaba explicarle algo que su razón, al parecer, se negaba a aceptar. ¿Por qué?

«Porque tienes miedo de la verdad.»

Subió la escalera con cansancio para ir a su habitación, se metió en el cuarto de baño, se apoyó en el lavabo, cerró los ojos y se tranquilizó. Después escuchó la voz de su interior. Y de pronto ahí estaba, la verdad, tras la ira sorda que la asaltaba. Y la verdad era que estaba enfadada consigo misma.

Sí, Carlos tenía una aventura desde hacía años. Nadie de esa familia se interesaba por ella. Pero era ella la que día tras día decidía que todo siguiera igual. De forma que la pregunta no era cómo podían hacerle eso Carlos, Isabel y Felipe. La pregunta era cómo podía hacerse eso a sí misma.

Bien. Pero y ahora ¿qué?

Felipe lo había hecho oficial: si Diana pedía el divorcio, sería su final.

Pero ¿y si a los demás no les quedaba más remedio que entender por fin? ¿Si Diana los obligaba a enfrentarse a la cruda verdad, y ya puestos a todo lo que la apesadumbraba? ¿De un modo que no pudiesen ignorar? No quería desatar su ira, solo quería apelar a su comprensión y su conciencia.

Un grito de socorro alto y claro.

Diana descolgó de la percha el vestido de seda, se lo puso y se miró una última vez en el espejo. Sonrió.

placeholder Portada del libro de Julie Heiland. (Planeta)
Portada del libro de Julie Heiland. (Planeta)

Escasas semanas después la situación se agravó.

Diana estaba a punto de escribir una carta cuando Patrick la abordó. Su postura era tensa; su expresión, consternada.

—Alteza, me temo que tengo malas noticias.

Diana dejó la estilográfica sobre el papel, cruzó las piernas y entrelazó las manos en la mesa, preparándose por dentro para lo peor.

—Dispare, Patrick.

—Un desconocido va hablando por ahí de cierta cinta magnetofónica. Al parecer en ella hay grabada una llamada telefónica de usted —contó—. Una llamada con un... —El hombre carraspeó—. Un buen amigo. James Hewitt.

Respirar.

Era sumamente difícil mantener la cabeza despejada cuando uno se precipitaba a un abismo profundo.

—¿Se sabe... se sabe quién ha grabado la llamada?

—Bueno... —Patrick movió la cabeza de un lado a otro—. Se barajan distintas teorías. Dicen que dos radioaficionados andaban jugueteando con detectores de frecuencias GSM y captaron por casualidad su llamada. Una entre más de doscientos millones.

Es decir, algo sumamente improbable.

—Según otra teoría...

La voz de Patrick pasaba cada vez más a un segundo plano mientras su propia voz se dejaba oír con fuerza. «Está claro quién anda detrás: Carlos.»

«Ha cumplido su amenaza y ha encontrado la manera de acabar contigo. Le pasará la cinta a la prensa y para todo el mundo tú serás la adúltera. En caso de divorcio, la gente se pondrá de su parte mientras a ti te despellejan viva.»

¿O acaso era Felipe el que estaba detrás? También él la había amenazado después de que ella le insinuara que se estaba planteando divorciarse.

El estómago se le revolvió.

—Alteza —Patrick la sacó de sus pensamientos—. ¿Hay algo en esa conversación que pudiera ser delicado para usted y para su reputación como princesa de Gales?

—Naturalmente. —Se levantó de la silla de un salto. Cuántas veces se había desahogado con James por teléfono cuando algún miembro de esa familia la había vuelto a sacar de quicio. Le había jurado amor eterno. La existencia de esa cinta equivalía a caminar por un campo de minas: un paso en falso, un movimiento en falso y todo a su alrededor volaría por los aires. Tenía mucho calor, como si le hubiese subido la fiebre—. ¿Se sabe también cuándo se pondrá esa cinta en manos de la prensa?

—No. Quizá tengamos suerte y el asunto se pueda silenciar. A fin de cuentas se cometió un delito contra usted al escucharla. Pero tal vez solo estén esperando el momento adecuado para publicarla.

Y ese momento llegaría cuando ella estuviese ya debilitada, puesto que con la publicación de la cinta la doblegarían. Un material tan explosivo no se desperdiciaba así como así, de lo contrario acababa perdiendo su efecto. ¿Había iniciado el sistema una campaña para hundirla? La gente la responsabilizaría del fracaso de su matrimonio si seguía callando lo que tenía que soportar de Carlos. De ese modo ella sería la que abandonaba a su marido. Le pasaría lo mismo que a su madre.

De manera que tenía que ser más rápida.

Ya después de hablar con Felipe había tomado una decisión.

Ahora había llegado el momento de llevarla a la práctica.

Desenmascararía de una vez la hipocresía de su matrimonio, y antes de que lo hiciera Carlos.

Estaba a punto de romper el mayor tabú de la casa real. Estaba dispuesta a hablar.

El próximo 31 de agosto se cumple un cuarto de siglo del accidente que provocó la muerte de uno de los mitos del siglo XX: la princesa Diana fallecía después de que el coche en el que viajaba con su pareja en ese momento, Dodi al-Fayed, se estrellara en el interior del túnel del Alma, en París. Moría la princesa y nacía el mito.

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