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La Lola Flores que nos parió: 20 años sin La Faraona
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murió el 16 de mayo de 1995

La Lola Flores que nos parió: 20 años sin La Faraona

La artista fallecía un 16 de abril de 1995 con el mismo ruido con el que vivió, la cantinela de una artista “única, singular, un genio improvisado. Una mujer explosiva”

“No sabe cantar, no sabe bailar, pero no se la pierdan”. La frase de un crítico del New York Times hablando de la actuación de La Faraonaen la capital neoyorquina es quizá, pese al lugar común y al cliché, la más certera definición de lo que era Lola Flores, que fallecía un 16 de abril de 1995 con el mismo ruido con el que vivió, la cantinela de una artista “única, singular, un genio improvisado. Una mujer explosiva en cuanto a sentimientos”, tal y como la describe el periodista Javier de Montini, o una “mamma italiana a la española, una especie de Ana Magnani”, tal como nos cuenta Rosa Villacastín. Una artista que parece seguir perteneciendo a todos los españoles como una debatida e identificable seña de identidad.

Para otros, como Lolita, Lola Flores es algo mucho más sencillo: su “madre”. “Para mí, ella significa todo. Su olor, su piel, su manera de besarme, de abrazarme…”, recuerda la hija mayor del clan Flores. Mucho antes de la Lola que conocieron los más jóvenes, existió aquella niña de Jerez de la Frontera que cantaba y bailaba en el bar de su padre y que se fue a Madrid en 1940 a dejar que ese genio contenido fuese del dominio de todos. Su dúo con Manolo Caracol en películas de culto como Embrujo hicieron historia a finales de aquella década sombría y sin muchas miras para el erotismo; ni siquiera el flamenco.

También hizo historia el dúo pasional que formaron más allá de los teatros o de la gran pantalla pese a los 20 años de edad que les separaban. Para Caracol, ella fue su ‘niña de fuego’. Lola le pagó con la misma y pasional moneda: “Con él conocí las mejores corridas de toros, los mejores hoteles, los mejores artistas”, declaraba la propia artista, que en 1951 voló por libre, sin Caracol y sin ataduras de ningún tipo, para ir a México, donde rodaría películas como Pena, Penita, Pena.

Se asegura que, durante uno de los vuelos que emprendió a Nueva York, su madre, de esa raza gitana que ella siempre haría suya, le espetó al comandante, mucho antes de aterrizar: “¿Puedo hacer un guiso?”. La anécdota entronca con el especial sentido del humor de la que ya empezaba a ser conocida como La Faraona. “Era muy graciosa, y le gustaba mucho reír”, asegura su hija Lolita, consciente de que los aforismos cañís eran uno de los fuertes de Lola. “Hay una frase que se ha puesto de moda y que Paco (León) tomó prestada de mi madre para su película Carmina y amén: ‘Yo no miento, lo que digo se convierte en verdad”.

Franquista no; española sí

Casada con Antonio González,El Pescaílla,en 1957, Lola era, pese a su querencia por lo familiar y tradicional, “la más liberal de todas las folclóricas pese a que, como todas ellas, siempre buscan hombres más maleables a la hora de casarse”, según afirma Villacastín. Liberal y todo, actuaba cada 18 de julio en el Palacio de la Granja para el Generalísimo, lo cual le granjeó bastantes antipatías. Durante la Transición, se encargó de aclarar que ella “no era de Franco, sino de todos los españoles”. Después llegaron sus hijos, lo que más quería en el mundo, esa Lolita, esa Rosario y ese Antonio que la hacían ser una especie de “gallina clueca, que necesitaba tener a sus polluelos cerca y protegerles”.

Esa protección se tradujo en cuidado máximo con Antonio y su adicción a las drogas. Lola le construyó una casa de madera en el jardín de su cara, El Lerele, para tenerlo más cerca. “Lo que una madre no haga por un hijo”, declaraba cuando afirmaba haberle comprado, en alguna ocasión, droga ella misma. Javier de Montini recuerda cómo de especial era esa relación entre madre e hijo: “Ella me llamó cuando Antonio iba a grabar el primer disco. Me pidió que le hiciera una entrevista en Lecturas y fue la primera que se publicó de él en un medio. Yo le dije que no era un favor, que era un honor hacérsela”.

Con Lolita también tuvo un trato único, tan especial que ha dado lugar a leyendas urbanas que se cuentan como ciertas. Un ejemplo: cuando Paquirri dejó de salir con la primogénita de los Flores y se fue al lado de Isabel Pantoja, cuentan que Lola, puro temperamento, dijo: “Ojalá que llores por todos los hombres que ames”, en forma de maldición gitana.

Pero no todo fue amor a la hora de intervenir en la vida de su hija. Cuando Lolita decidió seguir los pasos artísticos de sus padres, en la misma época en la que cantaba aquello de Amor, amor, LaFaraona’ le dio un consejo que ella jamás ha olvidado: “Me decía que para ser artista había que sudar, que ya me enteraría de lo que quería decir cuando me subiese a un escenario”, rememora. Toda España recuerda cuando, en agosto de 1983, Lolita se casó con Guillermo Furiase y medio mundo acudió a presenciar el enlace. Literalmente, ya que unas 5.000 personas acudieron a la iglesia de la Encarnación de Marbella en chanclas y bañador veraniegos para no perderse el espectáculo. “Maldigo la hora en que elegí este pueblo para celebrar esta boda”, dijo ella, tan racial como de costumbre, añadiendo el mítico “¡Si me queréis, irse!”. Después, pidió perdón por su actitud durante el convite, pese a que había no pocos gorrones sentados en las mesas. “Era una mujer supergenerosa, no solo con su familia. Tenía un boquete en la mano”, asegura Lolita.

Sus hijos siempre le devolvieron esa generosidad y estuvieron a su lado en los momentos más complicados, como cuando Hacienda la investigó por no hacer la declaración durante varios años. Un ‘conejillo de indias’ perfecto para unos medios hambrientos de escándalo. Entonces ya la acuciaba algo mucho más serio: el cáncer que la acabaría llevando a la tumba y que ella llevaba en silencio y con dignidad.

Trato con la prensa

Su trato con la prensa generó todo tipo de anécdotas relacionadas con esa enfermedad, ya que Lola era, como dice Villacastín, “un libro abierto”. Javier de Montini lo ejemplifica con una historia muy propia de ella: “Cuando se operó del pecho por el cáncer, y ya estaba bien, hizo una especie de cóctel con la prensa y, entre mujeres, se bajó la camisa y les enseñó el resultado de la operación: “Me ha quedado precioso”, dijo. Cuando vio que estaba yo también entre ellas, se cortó un poco, pero acabó diciendo: “Mira, Javier, tú también”.

Fue durante aquellos años cuando las nuevas generaciones la conocieron bien gracias a los programas de Antena 3 o Televisión Española en los que llegaba a ejercer de entrevistadora. A Antonio Gala le llegó a preguntar, cuando este andaba en plena promoción de La pasión turca, algo tan racial como ella misma: “¿Túcómo me ve a mi mejó, como árabe o como turca?”, con su característico acento jerezano.

Poco después, cuando el mal de la enfermedad empezó a derribar una fuerza que se resistía a desvanecerse, ella tenía clara cuál era su gran preocupación: sus hijos. “En una fiesta en la que la imitaba Julio Sabala, con su característica bata de cola, me dijo: “Javier, acuérdate de mis hijos. Cuando falte yo, ¿qué va a ser de ellos?”. Un mes antes de su muerte ya sabía que iba a morir y eso era lo que más le preocupaba”, afirma el periodista.

Veinte años después de aquella muerte, que llevó a miles de ciudadanos al Centro Cultural de la Villa a ver su cadáver embalsamado (como ella quería, para que fuesen a verla, según sus propias palabras, “los mariquitas que me quieren mucho”), su legado sigue tan vivo como siempre. Según Lolita, la perdurabilidad tiene una clara explicación: “Fue una clase de artista tan grande que es normal que se sigan acordando de ella”. Villacastín no ve comparación posible con las artistas de hoy en día: “Probablemente a este tipo de artistas, como Rocío Jurado o Lola, se las hubiesen comido hoy en día las redes sociales, pero en su momento fueron únicas. Toda persona que proviene de unos orígenes humildes se endurece con el tiempo y no pierde esa parte desgarrada, de pueblo. Las artistas de ahora no son así; son más insulsas, más políticamente correctas”.

Así, sin corrección política posible, con loas, aplausos y ‘zarzamoras’ saliendo de la garganta de cientos de personas, aquel 16 de mayo del 95 Madrid se quedó sin flores para despedir a la flor más admirada, al ‘torbellino de colores’ que describió Pemán en su poema, a aquella mujer racial de lenguaje y maneras singulares que todavía hoy, en pleno siglo XXI, sigue siendo un poco de todos.

“No sabe cantar, no sabe bailar, pero no se la pierdan”. La frase de un crítico del New York Times hablando de la actuación de La Faraonaen la capital neoyorquina es quizá, pese al lugar común y al cliché, la más certera definición de lo que era Lola Flores, que fallecía un 16 de abril de 1995 con el mismo ruido con el que vivió, la cantinela de una artista “única, singular, un genio improvisado. Una mujer explosiva en cuanto a sentimientos”, tal y como la describe el periodista Javier de Montini, o una “mamma italiana a la española, una especie de Ana Magnani”, tal como nos cuenta Rosa Villacastín. Una artista que parece seguir perteneciendo a todos los españoles como una debatida e identificable seña de identidad.

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