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72 horas en Tokio: la megalópolis de la luz, el color, los contrastes y el respeto máximo
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NOS VAMOS EL DOMINGO

72 horas en Tokio: la megalópolis de la luz, el color, los contrastes y el respeto máximo

Desde que ponemos el pie —descalzo, eso sí— en la capital japonesa nos sentimos protagonistas de una historia de anime, de esas de narrativa compleja que pone el foco en los contrastes. Una lección de respeto con final feliz

Foto: TeamLab Planets, el espectacular museo inmersivo de Tokio. (Cortesía)
TeamLab Planets, el espectacular museo inmersivo de Tokio. (Cortesía)

Si alguien nos preguntara (de hecho, nos lo preguntaron) cuál fue nuestra primera sensación al alunizar (versus aterrizar) en Tokio, sería la de flotar. Para todos aquellos mal pensados la respuesta es 'no'. No hablamos de ningún alucinógeno de síntesis nipón, ni tampoco de un jet lag desbocado. Nos referimos a los edificios 'junco' como nuestro hotel, La Vista Tokyo Bay, construido para amortiguar el potencial baile sísmico de la isla. Que la nuestra fuera una habitación en la planta 14 no ayudaba mucho a apuntalar nuestro destino. Pero todo bien.

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Levitando o no, nunca estaremos lo suficientemente agradecidos de que nuestro trabajo nos llevara hasta el otro lado del mundo (con permiso de las veinte horas Madrid-Tokio, escala en Dubái mediante). Antes de viajar nos habían advertido del choque cultural. “No será para tanto, que en Japón ya están muy occidentalizados”, nos decíamos. Ni confirmamos ni desmentimos, sino todo lo contrario.

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De la fiebre del manga, real y absoluta, pasamos a las maquinitas 'gacha gacha' por doquier (esas en las que intentas coger una bolita con sorpresa usando un gancho traidor), y nos sacamos un máster en los mil botones del inodoro (cuidado con los chorros, que algunos cambian dramáticamente la trayectoria). Aunque solo estuvimos tres días en Tokio, no nos faltó detalle para homologar nuestro título de turistas de libro. Eso sí, las mil anécdotas que traemos no aparecen en ninguna guía. En Japón, la cultura del 'respeto por el otro' es llevada hasta límites insospechados (que se lo digan a los fumadores, que allí se han pasado en su mayoría a IQOS para eliminar el humo del tabaco quemado por 'no molestar').

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Pijamas para desayunar y Tokio a vista de pájaro

Antes de arrancar nuestra aventura en Tokio, es justo que os presentemos a Keiko. En japonés, Keiko significa 'niña respetada y muy querida'. Respetada, por supuesto, que somos gente educada y ella lo merecía; querida, con el paso de las horas y la intensidad de las experiencias, también… lo de niña, lamentándolo mucho, no cuela. Como dato curioso, las guías en Japón suelen ser señoras de una edad, lo que no le resta ni un ápice a su entusiasmo y entrega. Hechas las presentaciones, Keiko nos va a acompañar a conocer la ciudad. Acompañar, porque las guías de la vieja escuela no están obligadas a explicarte nada, solo te acompañan. Aun así, Keiko nos regaló momentazos.

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Mientras Keiko nos espera en el lobby, cruzamos al buffet para desayunar. Entre bandejas de pescados crudos irreconocibles para el ojo occidental (tampoco nos molestamos en preguntar, porque aquí el inglés brilla por su ausencia), observamos un hecho perturbador. Ocho de la mañana, y decenas de huéspedes ataviados con el mismo pijama. Se nos olvidaba comentaros que en el hotel es más que probable que, junto a las amenities (están en el hall para que cada cual coja lo que necesita), tengáis un pijama esperándoos en la habitación junto a varios pares de pantuflas diferentes, una para cada estancia. Un estrés.

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Después del momento secta-breakfast, y con un día nublado, pero cálido (las temperaturas son similares a España, aunque allí pesa la humedad y llueve por encima de la media mundial) nuestra primera parada es la torre de telecomunicaciones Skytree, la más alta de Japón. 634 metros de hierro y unas vistas espectaculares de la ciudad y el monte Fuji (si hubiera amanecido despejado, claro) nos ponen en el contexto de una ciudad de contrastes.

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Ya aterrizados, por obra y gracia de ascensores supersónicos llenos de muñequitos parlanchines, vamos al bullicioso barrio de Asakusa, nuestro favorito. Allí, a pesar de que nos cuesta entender que para los japoneses es un honor (y un negocio) que te subas a bordo, recorremos las calles más auténticas subidos en un rickshaw. Hay que probarlo todo.

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Gracias al joven conductor, en forma no… the next… sabemos de los meses de entrenamiento que requiere el puesto para transportar a mano a los turistas. Cómodo no es; pintoresco, mucho, y como él mismo nos dijo, cero humillante. Mención especial para sus patucos bífidos, que aquí lo de separar los dedos de los pies en el calzado es religión.

Del hot pot con huevo crudo al barrio otaku de Akihabara

Así, sin falsa modestia, empezamos con un consejo: para vivir la experiencia tokiota como merece, urge un repasito al cajón de los calcetines antes de hacer la maleta. Hagas lo que hagas, vas a ir 'con los pies por delante', así que más te vale llevarlos limpitos y sin tomates.

Nada más traspasar la puerta de Sukiyaki Chinya, el restaurante en el que vamos a comer, una sonriente mujer ataviada con kimono (aquí todo el mundo sonríe, aunque no te estén entendiendo nada) nos invita a descalzarnos (menos mal que estábamos prevenidos). En el comedor, disfrutamos de un entretenido hot pot, comida que se va cocinando en un caldo caliente. En shock cuando uno de los recipientes, ocupado por un huevo crudo, espera a que mojemos en él la carne.

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En la sobremesa, acudimos a un taller artesanal de caligrafía japonesa. Una maravilla aunque, en dos horas, apenas aprendimos a hacer mitad de cuarto de garabato. Escribir japonés es todo un arte que necesita más de 72 horas, sin duda. Para rematar, un paseo por el barrio otaku de Akihabara nos sitúa en una realidad paralela de anime, manga, pelos de colores (cada uno de varios) y outfits, digamos, 'diferentes'. ¿Por qué nadie nos avisó de la fiesta de disfraces?

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Entre tiendas temáticas dedicadas a Doraemon, aquel Gato Cósmico que pasó a mejor vida en España, máquinas 'gacha gacha' de bolitas con sorpresa y luces muy locas que nos van a costar revisión en el oftalmólogo a la vuelta, nos topamos con un centro comercial 'familiar'. Su nombre es Don Quijote. Sí, el de la triste figura. En su interior no cabe un alfiler. No es un lugar precisamente exclusivo, pero el hecho de levitar, movidos por la turba, tiene su encanto.

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Agotados, pero hambrientos, cenamos en Sushizanmai una bandeja de sushi crudo, crudo. Un lugar tradicional con poco encanto, pero mucha autenticidad gastronómica, al que llegamos custodiados por un sinfín de gingko-biloba, el árbol que simboliza Tokio. Por cierto, que en la calle no escuchas una voz más alta que otra, pero en la mesa de al lado había un grupo de hombres de afterwork (pantalón negro, camisa negra, mochila, calcados) comiendo sushi y bebiendo cerveza como si no hubiera mañana. Como ya conocemos la cerveza, nos empleamos con el sake. ¿Sabías que también se bebe caliente?

Una comida con vistas sobre la isla artificial de Odaiba

TeamLab Planets es un museo inmersivo a unos minutos andando desde nuestro hotel, cerca del mercado de pescado Toyosu Market. Honestamente, una experiencia para los sentidos que está bien, pero sin volvernos locos. Espacios con los que interaccionar y hacerse mil fotos, eso sí, y en los que una vez más tienes que transitar descalzo.

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Este segundo día fue el de la experiencia gastronómica por excelencia. En la planta 30 del Grand Nikko Tokyo, en la isla artificial de Odaiba, se sitúa un restaurante en el que cada comensal disfruta del espectáculo en directo de su propio cocinero. Todo exquisito, especialmente las verduras autóctonas y la carne premium de wagyu. Las vistas sobre la bahía, sencillamente espectaculares.

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Como anécdota, y redundando en su afán por no importunar al prójimo (ni siquiera si es 'para bien'), terminamos nuestro menú. La cocinera se despide, y nosotros seguimos sentados, en amena charla, observando cómo llegan nuevos comensales a la barra, y también cómo se van. Al cabo de casi una hora, nos extraña que no nos hayan servido el postre. Preguntamos la razón. Atónitos, descubrimos que el postre se toma en otra sala; nadie nos había dicho nada para no molestarnos.

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Al salir, nos llama la atención una reproducción de la Estatua de la Libertad, y un gran Mazinger Z (¡Puños fuera!) que Keiko se apresura a desmentir: el robot gigantesco se llama Gundam y es una estrella del anime. Tras él, el gran centro comercial Diver City en el que de nuevo las 'gacha gacha' predominan, y no están precisamente ocupadas por niños, sino por hombres de más de 30 años. En competencia con esta forma tan curiosa de pasar la tarde del domingo, una interminable fila de jóvenes nos llama la atención. De nuevo, nuestra despreocupación por la presunta molestia a terceros nos lleva a preguntar qué hace allí tanta gente. ¿Un famoso firma autógrafos? ¿La oferta del mes en una marca de moda? No. ¡Hacen cola para comprar cromos de manga!

Del Tokio más espiritual, a esas compras tan profanas

Y al tercer día, llegó el recogimiento. Después de atravesar con mucha dificultad y otras tantas risas el famoso cruce de Shibuya (por el que pasan millones de seres humanos, que solo Tokio tiene 36), y de visualizarlo desde el primer piso del Starbucks, rodeamos la estatua de Hachiko. Una reproducción en bronce de este perro de principios del siglo XX que cada día acudía a recoger a su amo, y que siguió haciéndolo diez años después de morir este, nos conduce hasta el santuario sintoísta Meiji, donde se está celebrando una boda. Cuenta Keiko que muchos japoneses abrazan tanto la religión sintoísta (más enfocada en la naturaleza) como la budista. Dos palmadas frente al patio del templo (en el sintoísmo no hay figuras a las que adorar) y una reverencia llamarán la atención de Dios.

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Para regresar al cruce en el que nos esperan, paseamos por el bosque urbano Yoyogi, un pulmón con árboles milenarios y niños ataviados de comunión, que acuden a recibir las bendiciones. Para comer elegimos el barrio del lujo por excelencia, Ginza, que alberga el restaurante Grand 47. Por apurar, un giro inesperado de guion (con el descoloque inevitable de Keiko, que repite 'no se puede', 'no está en el plan') nos lleva de vuelta a Asakusa, su templo budista mítico de color rojo, sus conjuros para atraer a la buena suerte y, como manda la tradición, las compritas de última hora. Perderse por las callejuelas en torno al templo es un verdadero placer.

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Una ciudad sin humo y otras curiosidades

Ya en el aeropuerto, recordamos nuestras anécdotas y empezamos a echar de menos una ciudad tan especial sin haber salido de ella. Es de agradecer que Tokio se haya (casi) convertido en una ciudad sin humo, en la que los cigarrillos tradicionales han dado paso a los famosos calentadores de tabaco IQOS, que aquí son casi religión. Su cultura de 'don't disturb' llega a límites insospechados, incluidos los guetos en los que está permitido fumar. Tampoco existen las papeleras así que, si comes algo, ya sabes que te toca meterlo al bolso hasta llegar al hotel. Y hablando de hotel, si en la web anuncian spa como era nuestro caso, infórmate bien antes de bajar con el bañador y toparte con un onsen (baño tradicional japonés). Spa, sí, pero como Dios te trajo al mundo.

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También recordamos cómo quebranté una de las normas inquebrantables en Tokio, como es 'tocar' al prójimo como a ti mismo. Sabía que sus saludos cordiales se limitan a un gesto con la cabeza, y que los besos no son bienvenidos. Se me escapó. Por empatizar con Keiko acaricié su hombro en un momento de estrés. ¡Tierra trágame! (Ah, no, que aquí en Japón quizá no sea la frase más acertada). Bueno, por si sirve de ayuda para vuestra primera vez, como fue la nuestra, nada de propinas, que se consideran de mal gusto, ni de esperar que tomen la iniciativa: si quieres algo, pídelo, no van a proponértelo. ¡Ah! Y si como Mafalda eres enemigo acérrimo de la sopa, ten en cuenta que allí vas a tener... taza y media.

Si alguien nos preguntara (de hecho, nos lo preguntaron) cuál fue nuestra primera sensación al alunizar (versus aterrizar) en Tokio, sería la de flotar. Para todos aquellos mal pensados la respuesta es 'no'. No hablamos de ningún alucinógeno de síntesis nipón, ni tampoco de un jet lag desbocado. Nos referimos a los edificios 'junco' como nuestro hotel, La Vista Tokyo Bay, construido para amortiguar el potencial baile sísmico de la isla. Que la nuestra fuera una habitación en la planta 14 no ayudaba mucho a apuntalar nuestro destino. Pero todo bien.

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