30 años de ‘La boda de Muriel’, precursora de Bridget Jones, fan de ABBA y un ejemplo para nuestra salud mental
La película, que descubrió a Toni Collette y dio una vuelta de tuerca al cine de inadaptados, se presentó en el Festival de Cine de Cannes de 1994
¿Quién no ha sido Muriel Heslop alguna vez en su vida? Es cierto que no todos somos hijos del alcalde corrupto de un pueblo turístico y anodino. Pero sí que alguna vez nos hemos encerrado en nuestro dormitorio sintiendo que el mundo nos daba la espalda. Bien fuese escuchando canciones de ABBA con cara de vinagre, como hace ella, o preguntándonos por qué nadie nos entiende, por qué la existencia de los que nos rodean evoluciona mientras que la nuestra está más estancada que el corcho de una botella de champán. Como diría Belén en 'Aquí no hay quien viva': sin trabajo, sin novio y sin nada. Una pringada que lucha por sobrevivir en un mundo de barbies superficiales que te putean, guapos cabrones, dietas prohibitivas y familias aterradoras.
Esta semana hace 30 años que ‘La boda de Muriel’, una insólita comedia australiana, se presentó en el Festival de Cannes con gran éxito. Ridley Scott, por ejemplo, llegó a decir que esta era una de sus películas favoritas. ‘Muriel’ le dio una vuelta de tuerca al concepto de inadaptado y dio a conocer a todo el planeta a Toni Collette, una de esas actrices cuyas interpretaciones, de ‘El sexto sentido’ a ‘Hereditary’, ya se han convertido en imprescindibles. Su Muriel, una paria de físico no normativo, que sueña con un príncipe azul que la lleve al altar y la rescate de una familia disfuncional que la ignora, no es el personaje simplón que se puede intuir leyendo estas líneas.
Para empezar, no es ninguna santa. Para alcanzar su sueño, Muriel no duda en timar, al estilo de su padre, inventar mentiras o buscar ese amor imposible en un nadador que, por temas de nacionalidad, necesita firmar un matrimonio falso y de conveniencia. “Si sigo diciendo mentiras, me las acabaré creyendo”, suelta en un momento del metraje de esta, la “comedia más triste que jamás verás”. Así la definió su director, P.J. Hogan. Años más tarde, Hogan rodaría otra boda, ‘La boda de mi mejor amigo’, en un Hollywood que lo recibió con las puertas abiertas tras el éxito de esta cinta.
Si ‘La boda de Muriel’ no es una comedia convencional sobre una marginada, tampoco lo es su final. Cuando Muriel se va a Sidney, lo hace para vivir con Rhonda, que se convierte en su mejor amiga. El personaje, encarnado por Rachel Griffiths, descubre que tiene un tumor que la va a dejar paralítica. Pero Muriel (o Mariel, como quiere que la llamen para huir de su imagen de perdedora) prefiere su boda de mentira y apuesta por hacer realidad su sueño a costa de todo. Incluso de su mejor amiga. Por eso (atención, SPOILER) es tan aleccionador y tan edificante el desenlace: tras una serie de catastróficas desdichas más propias de un drama shakesperiano que de una comedia romántica, Muriel decide dejar mentir y volver a vivir con su amiga en Sidney. Adiós al sueño del príncipe azul y hola a una firme y sólida realidad.
En el cine, esos baños de realidad siempre tienen un sabor amargo y un punto de resignación. No así en ‘La boda de Muriel’: el primer plano de Toni Collette subida a ese taxi junto a su mejor amiga, mientras suena de fondo ‘Dancing Queen’, es la viva imagen de la felicidad. Nunca lo real había sido tan placentero en una película.
La realidad imponiéndose a la fantasía de toda una vida. Y no como un drama, sino como algo positivo. El final de ‘La boda de Muriel’, con Abba sonando de fondo, siempre será catártico. Y la cara de Toni Collette un ejemplo para cualquier actriz. pic.twitter.com/8ZQsL5zFhE
— Jose Madrid (@JoseMadridG) May 15, 2024
Antes de convertirse en una de las películas más reconocibles de la industria del cine australiano, ‘La boda de Muriel’ fue una producción cuidada al extremo. Collette ganó 18 kilos de peso, a lo Robert DeNiro en ‘Toro Salvaje’, a lo largo de siete semanas con la ayuda de un entrenador. Hogan, que ya había hecho sus pinitos como director, quiso que ‘Muriel’ fuese un canto a todos aquellos que alguna vez se han sentido diferentes. Es decir, el 99 por ciento de la población. Pero también quiso basar su guion en su propia hermana. Como la protagonista de este cuento rosa que se torna en drama, la chica malversó dinero de su padre y se fue a vivir a Sídney. El resultado de aquellas experiencias es un escrito al que, si hubiese que buscarle un defecto, es el de cierto maniqueísmo en algunos personajes como el de esas amigas horribles que hacen ‘bullying’ a la pobre Muriel.
Nada más estrenarse en Cannes, el boca oreja fue convirtiendo un film modesto en un fenómeno planetario. Su vertiente más chabacana, que la tiene, se convirtió en santo y seña de cierto cine australiano: ese mismo año llegó a los cines ‘Priscilla, la reina del desierto’, de recursos similares. 'Muriel' costó alrededor de nueve millones de dólares y acabó ganando casi 60 en todo el mundo. Además, Collette fue nominada al Globo de Oro a la mejor actriz y el guion obtuvo otra candidatura en los BAFTA. Secuencias como la de Muriel y Rhonda cantando ‘Waterloo’ ante las arpías que les amargaron la vida en el instituto o la de la primera probándose un vestido de novia con música instrumental del ‘Dancing Queen’ de fondo, son ya clásicos de la comedia romántica. Que nos perdonen los fanáticos de ‘Mamma Mia’, pero también sigue siendo la mejor película que jamás se ha hecho con canciones de ABBA.
Lo curioso de ‘Muriel’ es lo vigente que sigue siendo en 2024. De hecho, más allá de su estrafalario vestuario o sus localizaciones horteras, las lecturas de la historia son hoy más pertinentes que nunca, cuando discutimos (afortunadamente) cada aspecto de la salud mental. Muriel siempre busca la aprobación ajena pero acaba descubriendo que lo mejor para su salud mental es aprobarse a sí misma. Que la amistad vale más que cualquier idealización amorosa de pareja. Que las fantasías, a veces, son mucho más estrechas y limitantes que la ancha realidad. Muriel no es, por tanto, una antiheroína de los 90, sino también de un siglo XXI que necesita realidades placenteras para superar la dañina falsedad de las redes sociales y las amarguras de un mundo lleno de prisas.
¿Quién no ha sido Muriel Heslop alguna vez en su vida? Es cierto que no todos somos hijos del alcalde corrupto de un pueblo turístico y anodino. Pero sí que alguna vez nos hemos encerrado en nuestro dormitorio sintiendo que el mundo nos daba la espalda. Bien fuese escuchando canciones de ABBA con cara de vinagre, como hace ella, o preguntándonos por qué nadie nos entiende, por qué la existencia de los que nos rodean evoluciona mientras que la nuestra está más estancada que el corcho de una botella de champán. Como diría Belén en 'Aquí no hay quien viva': sin trabajo, sin novio y sin nada. Una pringada que lucha por sobrevivir en un mundo de barbies superficiales que te putean, guapos cabrones, dietas prohibitivas y familias aterradoras.
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