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Los duques de Sussex, el racismo y los ecos del duque de Windsor y Wallis Simpson
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OPINIÓN

Los duques de Sussex, el racismo y los ecos del duque de Windsor y Wallis Simpson

Las norteamericanas siempre han terminado siendo un grano en salva sea la parte ('a pain in the ass') para la familia real británica

Foto: Meghan Markle y el príncipe Harry. (Misan Harriman)
Meghan Markle y el príncipe Harry. (Misan Harriman)

La historia se repite y las heridas no resueltas del pasado, o simplemente colocadas debajo de la alfombra, vuelven a resurgir y un claro ejemplo de ello es la polémica que en estos días envuelve a los duques de Sussex, los ínclitos Harry y Meghan, ahora convertidos en adalides de la lucha antirracista y en pro de los derechos humanos. Una actitud contestataria que les ha valido la concesión, el próximo 6 de diciembre, de manos de Kerry Kennedy, una sobrina del recordado JFK, el premio Ripple of Hope que concede la Fundación Robert F. Kennedy por los Derechos Humanos.

.Una ceremonia que debería contribuir a limpiar su un tanto maltrecha imagen, en la que también será premiado el presidente de Ucrania, Volomidir Zelensky, y en la que a ellos se les reconocerá lo que la institución define como “valentía moral” por haber denunciado en su polémica entrevista de dos años atrás con Oprah Winfrey el “racismo estructural de la familia real británica”.

Una afirmación que cayó como una bomba en el palacio de Buckingham, todavía en tiempos de la reina Isabel, aunque los interfectos dejaron claro que las supuestas actitudes racistas no procedían ni de la ahora difunta soberana ni del por el entonces desparecido duque de Edimburgo. Pero que sí dejó en el aire una amarga pregunta, que nadie consigue responder, pues la opinión pública quisiera saber quién es el racista entre los Windsor.

placeholder Los príncipes de Gales, junto a los duques de Sussex. (Reuters/Paul Childs)
Los príncipes de Gales, junto a los duques de Sussex. (Reuters/Paul Childs)

Un tema delicado en tiempos de corrección política en los que no ha lugar a forma alguna de prejuicio racista, y menos aún en el seno de una monarquía que todavía está a la cabeza de muchos territorios y estados de la Commonwealth, donde los blancos no son, por lo general, la raza predominante. Una gran mancha que inmediatamente hizo salir al príncipe Guillermo en defensa de los suyos al afirmar enfáticamente “no somos una familia racista”.

No cabe duda de que desde tiempos inmemoriales las familias reales europeas nunca han estado exentas de marcados prejuicios de orden social, pues las monarquías se asientan en principios de exclusión, son conservadoras, reacias a los cambios y lentas en su devenir. Ahí están el poco disimulado antisemitismo de muchos de los royals clásicos o la vieja primacía de clase basada en el nacimiento y en la extracción social que, en otro tiempo, generó enormes problemas y relegó al ostracismo a personajes tan conocidos como la duquesa de Hohenberg, asesinada en Sarajevo en 1914 junto a su esposo el archiduque Francisco Fernando de Austria. Principios ahora un tanto obsoletos desde que en los años 60 comenzase a normalizarse la democratización de las sangres, con la profusión de matrimonios desiguales en todas las monarquías aún en pie, en la actualidad completamente aceptada.

Ahora le toca el turno al racismo, definido de forma un tanto abstracta por los Sussex, que poco recuerda cómo en su tiempo la pacata reina Victoria depositó toda su confianza en el mumshi, su sirviente indio; el amor entrañable que la soberana sintió por el joven marajá Dunleep Singh que circulaba por los salones de Buckingham; o el tratamiento que ya en el siglo XIX la corte británica dio a la exótica reina Kapiolani de Hawai, a quien reconoció el mismo rango que a los monarcas europeos. El principio era de rango y de exclusión, y no tanto de raza sino de clase, sin olvidar la firme posición de la reina Isabel II a la declaración unilateral de independencia de una Rhodesia bajo el gobierno de una minoría blanca, hasta que el nuevo país no fuese gobernado por la mayoría.

Que a los Windsor les haya costado aceptar a una persona de color entre sus filas es fácil de comprender dado el gran inmovilismo de la familia real, pero lo cierto es que en su momento Meghan entró por la puerta grande, recibió los parabienes de todos ante la opinión pública, y la casa real británica también supo sacar un buen rédito de aquello. Por tanto es factible pensar que haya otras razones que puedan explicar el grueso conflicto abierto en el seno de la familia porque lo que sí que se repite es que las norteamericanas siempre han terminado siendo un grano en salva sea la parte (a pain in the ass) para la familia real británica.

Ya lo fue en su tiempo la más que inconveniente Wallis Simpson, parcialmente causante de la abdicación de su esposo el rey Eduardo VIII, devenido duque de Windsor, por todos los elementos que le jugaban en contra: estar divorciada, su aparente ambición, el manejo de su débil y moldeable esposo y, peor aún, su clara connivencia con las autoridades de la peligrosa Alemania del Tercer Reich en los años previos a la Segunda Guerra Mundial.

placeholder Los duques de Windsor (Eduardo y Wallis Simpson), en un baile en París. (Gtres)
Los duques de Windsor (Eduardo y Wallis Simpson), en un baile en París. (Gtres)

Wallis se convirtió en su momento en la bestia negra de los Windsor y ella y su esposo, inmersos en temidos complots con Adolf Hitler, tuvieron que ser enviados finalmente a las Bahamas, con el cargo de paja de gobernadores locales, para quitarlos de en medio en momentos en los que, curiosamente, la casa real británica había cerrado filas en defensa de los valores democráticos. Valores a los que, ya en la posguerra y en tiempos de colonialismo, se sumaron una clara apertura y un enfático reconocimiento de las etnias y las enormes diferencias raciales y culturales en el seno de la Commonwealth.

Wallis dejó un largo sabor amargo que ahora otra norteamericana, aunque con otro discurso, viene a hacer revivir. Ambas, mujeres con aspiraciones, con maridos maleables y dispuestas a ser ellas mimas y a no confundirse con el paisaje de fondo como se espera de las consortes que entran a formar parte de las dinastías de las monarquías reinantes. Las formas son otras, al igual que las ofensas y los agravios, pero el malestar es el mismo y al rey Carlos le queda una patata caliente tan complicada de gestionar como a su abuelo Jorge VI le costó manejar a los duques de Windsor, tan amantes de la gran escena social internacional como los duques de Sussex convertidos ahora en enfants terribles.

Foto: El duque de Windsor, en 1935. (Cordon Press)

Sin el carisma de Diana de Gales, a quien Harry quizá quiera emular o hacer justicia, el matrimonio ha de labrarse una imagen propia no basada únicamente en la mera crítica a la familia de él, estructurar un proyecto que dé contenido a su vida de medio apátridas, y ha de hacer caja para mantener un muy alto tren de vida y no caer en el olvido, dos años después de haber perdido su lista civil del Estado y teniendo que sufragar los altos costos de su servicio de seguridad personal. Un futuro plagado de incertidumbres, habida cuenta de que ni Harry, ni sus hijos Archie y Lilibet Mountbatten-Windsor han sido privados de sus derechos de sucesión al trono.

La historia se repite y las heridas no resueltas del pasado, o simplemente colocadas debajo de la alfombra, vuelven a resurgir y un claro ejemplo de ello es la polémica que en estos días envuelve a los duques de Sussex, los ínclitos Harry y Meghan, ahora convertidos en adalides de la lucha antirracista y en pro de los derechos humanos. Una actitud contestataria que les ha valido la concesión, el próximo 6 de diciembre, de manos de Kerry Kennedy, una sobrina del recordado JFK, el premio Ripple of Hope que concede la Fundación Robert F. Kennedy por los Derechos Humanos.

Príncipe Harry